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– Los demonios son los malos pensamientos de los hombres, que se aglutinan. La sangre tiene el poder de cristalizarlos tan deprisa como el agua se congela en una helada. ¡La sangre! Ésa es la materia prima más peligrosa y más fuerte de la alquimia, la que puede crear la vida con todas sus piezas y convocar a las almas del fondo de las tinieblas. La sangre es la clavícula magna, la gran llave de los secretos.

– ¿Cómo conocer esos secretos, maestro?

– Lo sé para mí, pero lo ignoro para ti -contestó el otro-, porque en esta vía no hay maestro ni discípulo. Debes trazar tu propia senda y lo que aprendas sólo será cierto para ti. Nunca podrás transmitir tu experiencia, o muy poco…

Y sin directivas ni consejos, el hechicero dejó a Mose Tzadek solo en las montañas. Allí, sin otro testigo que los chacales y los buitres, el chipriota descubrió lo que era la desesperación; pero desde el fondo de su soledad, aprendió también a soñar los misterios que dormían en lo más profundo de su ser. Cuando regresó a Jaffa, no encontró la casa de su maestro. Preguntó por todas partes, pero nadie recordaba al hombre sin nombre.

Tzadek se fue a Jerusalén. En lugar de la ciudad bullente y próspera que esperaba encontrar, no vio más que una villa sucia y casi vacía. Rodeó las murallas medio derruidas, se acercó al muro del templo, soltó un largo chorro de orina contra las piedras del Santo Sepulcro y regresó a Chipre, donde el aire era menos polvoriento y la vida más próspera. Instalado en Nicosia, se introdujo en la corte de los Lusignan y se ganó la confianza de la reina Caterina, a la que desembarazó discretamente de algunos abortos llegados en mala hora. Protegido y mantenido por la soberana, pasó algunos años en la quietud, perfeccionando su saber hasta el día en que sacerdotes y soldados que marchaban bajo la bandera de san Marcos echaron su puerta abajo. Arrojado a una mazmorra, fue torturado y le rompieron los brazos. La Inquisición de Venecia era menos severa que la de Alemania o la de Francia. O tal vez era menos paciente. Cualesquiera que fueran las razones, sus jueces terminaron por soltarlo, porque no había confesado nada de lo que querían obligarle a decir. Con los miembros superiores insensibles e inútiles para ningún oficio, expulsado de Chipre, Mose Tzadek regresó a Palestina, la única región que conocía. Compró esclavos y, entre ellos, amó en particular al extraño Yohav, el adolescente que no había crecido a partir de los ocho años. Lo guardaba como un animal precioso, como una rosa negra nacida sin razón en un campo de flores comunes, le toleraba todos sus caprichos e intervenía de continuo a su favor en los numerosos conflictos que lo enfrentaban a los demás sirvientes. En Yohav se incubaban las mismas miasmas que en Tzadek. Conocer a Mose era conocer un poco al enano, y probar la sangre del maestro era encontrar la pista del esclavo.

Laüme dejó su refugio y continuó la marcha. Ahora sabía dónde encontrar a Yohav.

El bosque era vasto. Era el reino de los zorros, las lechuzas y los lobos. Cinco manadas se repartían las colinas. Ninguna de ellas atacó a Laüme mientras atravesó uno tras otro sus territorios. Aunque sus fuerzas volvían a ella poco a poco, debía hacer un alto a menudo para no debilitarse antes de enfrentarse a su último enemigo. Habría podido fortalecer sus músculos bebiendo la sangre de un niño, pero aunque se emboscó cerca de caseríos y de granjas aisladas, no encontró una sola presa adecuada, y no osó arriesgarse en los pueblos. La pista conducía hacia el mediodía, más abajo de Florencia y de Roma, hacia Nápoles y sus muros blancos. Laüme nunca había descendido tan lejos hacia el sur. Numerosos españoles y alemanes merodeaban por las provincias, entregados al saqueo. Eran combatientes del emperador Maximiliano, el primero de ese nombre, que buscaban rapiñas fáciles cuando sus capitanes no los reunían en orden de batalla para enfrentarlos a los franceses. Laüme evitaba esas bandas ocultándose durante el día y caminando sólo de noche. Por fin, llegó adonde se concentraba el olor de Yohav.

Estaba un poco más abajo de Nápoles, en la desembocadura cenagosa de la antigua cloaca máxima, la inmensa red de alcantarillas excavada trece siglos antes a imagen de la de Roma. La cofradía de los carniceros y la de los pescadores abandonaban allí las carcasas invendibles; la de los curtidores, las pieles podridas; la de los veterinarios, los animales muertos de enfermedad en cuadras y establos. Allí vivía gente en medio de la inmundicia y las aguas podridas por el ácido de las heces y de las micciones. Eran los pobres entre los pobres, seres que ni siquiera tenían fuerzas para mendigar y debían contentarse con los restos viciados que expelía la urbe. Un pueblo de bestias más que de hombres. Muchos estaban locos; algunos habían olvidado el lenguaje y se contentaban con emitir estertores para expresar su cólera, sus deseos y, sobre todo, el miedo inmenso que se había abatido sobre ellos desde que Yohav los había convertido en su reserva de carne.

Después de huir por las cuestas del Aventuro, la noche de su triste aventura con Tzadek y Houda, el primer pensamiento del enano fue regresar a Tierra Santa. Al pasar por Nápoles buscó un navío que partiera hacia Oriente, pero su aspecto obraba en su contra. Por mucho que explicara que era mayor de lo que aparentaba, como hablaba mal el italiano no lograba expresar argumentos convincentes. Lo tomaban por un granuja que quería tomarles el pelo. Cuando ofreció las perlas arrancadas de su vestido para probar que era lo bastante rico para pagar el pasaje, lo acusaron de robo. Lo despojaron de su tesoro, le dieron de bastonazos, y cuando estuvo aturdido por el dolor, lo arrojaron, para reírse de él, en una carreta de estiércol que fueron a verter a la salida de la cloaca. Unas manos sucias lo agarraron enseguida, con intención de arrancarle sus ropas a trozos. Él se debatió, gritó y mordió, y finalmente se refugió en los túneles.

Se quedó varios días enterrado en el corazón del laberinto sin beber ni comer. Por fin, con el corazón lleno de odio, se armó de un largo clavo de armazón que sobresalía de una viga carcomida y dejó su refugio al amparo del crepúsculo y de la niebla.

Clavó ferozmente su aguijón al primero que encontró y se repuso con la carne todavía caliente del cadáver, que le devolvió algo de la embriaguez que había sentido en sus días de verdugo en la casa a orillas del Tíber. Desde entonces, todas las noches, Yohav cazaba a los pobres diablos que vivían en las proximidades de la marisma. Los arrastraba hasta los túneles y se alimentaba de ellos al tiempo que se divertía. Amplificados por las bóvedas, los gritos de las víctimas devoradas vivas resonaban en ecos infernales hasta el campo de las inmundicias, provocando el vuelo de cuervos y gaviotas en grandes nubes irritadas.

Al llegar a los límites del reino del enano, Laüme no se detuvo. Entró por un conducto cenagoso y descendió a lo largo de una pendiente sin fanal ni antorcha que la iluminaran. El conducto formaba una boca de embudo. Guiada únicamente por su instinto, evitando todo pensamiento, penetró cada vez a mayor profundidad en el vientre de la tierra. Sus ojos ya no captaban nada de luz, pero no importaba, sabía que cada recodo que doblaba la acercaba inexorablemente a Yohav. Laüme se despellejaba los brazos y las rodillas al arrastrarse por el cieno de túneles demasiado bajos para caminar, cuando de pronto sintió una corriente de aire frío en su rostro y desembocó en una vasta caverna, con el techo perforado por orificios a modo de claraboyas de luz gris. Era un depósito en desuso, con las paredes tapizadas de musgo rezumante de humedad, invadido por las ratas y por telas de araña tan grandes como las colgaduras de un castillo. Laüme se incorporó y permaneció inmóvil mientras sus ojos se acostumbraban a la claridad difusa del lugar. Los latidos de su corazón se aceleraron. Estaba segura: Yohav se encontraba allí, muy cerca, observándola desde un rincón. Los tufos mefíticos que emanaban de la pequeña criatura nunca habían sido más poderosos.