Debilitada, desarmada, Laüme era una presa fácil, que además se presentaba ante su enemigo a cara descubierta y sin protección. En su fragilidad, sin embargo, residía toda su fuerza. Su desesperación era más temible que el filo de una espada. Avanzó. Sus zuecos pisaron grava, después pisó los restos de un cadáver. Un hueso se quebró bajo sus talones. Se detuvo y se inclinó sobre el cuerpo, que tenía en el vientre restos de mordiscos. Los incisivos de Yohav habían cortado la gelatina parda del hígado, la cinta roja de los intestinos… Laüme dejó caer de sus hombros el sayal que le había quitado al leproso y se despojó una por una de las sucias túnicas que le servían de vestimenta. Ya desnuda, se puso en pie y permaneció inmóvil. Su cuerpo blanco vibraba como una llama pura en la penumbra. Su desnudez era una llamada, un desafío. Yohav cedió. Salió de la anfractuosidad en la que se había agazapado a la llegada de la muchacha y avanzó ante Laüme. Su rostro estaba abotargado por los festines de carroña y sus pupilas dilatadas como las de una bestia abisal. Una de sus manos sostenía el clavo aguzado que había convertido en un arma letal; la otra aferraba una red de pesca deshilachada. Sonreía.
Volver a ver a Laüme no le causaba ninguna sorpresa; sabía que la muchacha le estaba destinada lo mismo que el ratón al gato que va a devorarlo. Con un gesto rápido y hábil de retiario, lanzó la red. Lastrado con piedras, el objeto giró un instante en el aire antes de abatirse sobre Laüme. Aprisionada en las mallas, no cometió el error de debatirse. Dejó acercarse al enano, ya triunfante, y esperó a que se abalanzara sobre ella y le diera la vuelta para clavarle las uñas en los ojos y reventárselos de un solo envite. Con un chillido de dolor y de sorpresa, Yohav abatió su largo clavo al azar sobre el cuerpo de Laüme, pero la punta sólo alcanzó la articulación del hombro de la muchacha. Con una energía decuplicada por el dolor, ésta hundió sus pulgares hasta el fondo en los globos oculares de Yohav, desgarrando los tejidos, dispersando la pasta elástica del cerebro. Hubo convulsiones y gañidos de perro en agonía… después, nada.
Laüme dejó caer el despojo de costado al suelo, se deshizo de la red que todavía rodeaba su cuerpo desnudo y, con un golpe seco, se arrancó la punta hundida bajo su clavícula. Despedazó metódicamente al enano, lo desmembró, lo decapitó y le sacó el corazón del pecho. Entonces, como si fuera un grano de uva que reventara por encima de su boca, apretó el músculo cardíaco sobre la vertical de sus labios y bebió el licor que manaba de él. La sangre de un muerto posee otras virtudes que la de un vivo. Contiene otros secretos. De veneno, puede convertirse en remedio; de ácido, en bálsamo…
Laüme había atravesado un océano de sufrimiento, pero había sobrevivido. Lo que el veneno le había arrebatado, el veneno se lo devolvía. Mejor aún. Lentamente, sus ojos volvieron a distinguir los colores. La penumbra se despejó y brilló con nuevas luces. Los olores se revelaron, y también los sonidos… De las venas profundas de la tierra subían los ruidos que hacían los topos al cavar sus galerías. Escuchó la eclosión de las larvas de mosca drosófila y el batir de alas de las mariposas albinas en el fondo de los pozos. Los colmillos de una araña quebraron la quitina de una oruga, y las mandíbulas de una mantis cercenaron el caparazón de un grillo joven. Percibía todos los parásitos ocultos en la tierra. Los crujidos de las ratas hurgando en la basura y el deslizarse de las membranas sobre la córnea del sapo. Las contracciones de los gusanos blancos y después las duras trompas de las pulgas al perforar el abdomen velludo de los murciélagos… Con la boca bañada en saliva, Laüme escuchó con delicia los primeros gases que se acumulaban en los despojos de Yohav y la delicada química de la necrosis que empezaba ya a endurecer sus músculos dispersos. El horrible concierto era delicioso para ella y prorrumpió en carcajadas. Olvidado el frío de la caverna y el miedo que la había atenazado durante tanto tiempo, Laüme permaneció largamente inmóvil disfrutando la alegría de sus sentidos recobrados. Inclinada sobre un charco, constató que su propia imagen había cambiado. Su estatura era un poco más alta y sus senos más grandes. Su rostro parecía más maduro. Sus necesidades también eran más intensas, deseos de gozos y de saber… La recorrían largos y deliciosos escalofríos y una sonrisa salvaje estiró sus labios plenos. Recogió sus harapos, se echó el sayal sobre los hombros y llamó a las criaturas de la noche. La primera fue un ratón que asomó el hocico. El animal avanzó a saltitos para mostrarle el camino de vuelta a la superficie sin tener que arrastrarse de nuevo por los túneles. Ella tomó al roedor en la mano y le rascó un rato la cabeza para darle las gracias. La rata lamió su mejilla. Sus duros bigotes le hicieron cosquillas y provocaron su risa. Por un misterio que no se explicaba, la sangre del enano la había convertido en reina de los roedores y las arañas, en diosa de los lobos y las lombrices.
Encontró las bolsas con monedas y las letras de cambio tomadas a la reina Caterina en la maleza donde las había escondido. A la hora en que la guardia abría las puertas de la villa, entró en Nápolesal mismo tiempo que los granjeros con sus cestas cargadas de huevos y los leñadores doblados bajo el peso de sus gavillas. En la calle de los sastres pagó para que le cortaran al momento un vestido y una capa de viaje. En el barrio de los zapateros se compró unas botas y un cinturón. En las caballerizas, escogió un bonito alazán de pecho poderoso. Cuando supo que pensaba viajar sola por un país extranjero, el dueño de las caballerizas intentó venderle una carroza con conductores y con una escolta bien armada, pero Laüme contestó que no estaba de humor para llevar compañía. Dejó al buen hombre desconcertado, hizo ensillar su animal y dejó la ciudad a toda prisa. Quería encontrar a Calmine antes de que diera a luz. Espoleando su montura por las pistas, tomó la dirección de Venecia y pasó, después de Trieste, las montañas donde se halla el paso al país de los eslavos. En el campo, cerca de Emona, sedujo a un joven pastor que guardaba su rebaño en un valle apartado.
– ¿Te gustaría contemplar y tocar mi cuerpo? -le preguntó al mozo para seducirlo y atraerlo a un bosque cercano.
En la sangre de aquel ingenuo, Laüme leyó que Calmine acababa de dar a luz a la nueva generación de Galjero. Igual que Nuzia y Alessia antes, la bohemia había concebido un varón. Laüme volvió a montar, atravesó Estiria y se internó en la llanura de Hungría. Había confeccionado con sus manos dos estatuillas para protegerse de los merodeadores y los curiosos, y ya no tenía necesidad de ocultarse ni de viajar de noche. Los talismanes eran tan poderosos como para permitirle cabalgar en medio de un ejército de saqueadores sin que ninguno de ellos pusiera los ojos en ella. Mejor que invisible, estaba presente en el mundo, pero el mundo no la veía.