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En un paisaje árido de tierras baldías y tocones, donde no se veía ni una cabaña en diez leguas a la redonda, percibió al fin unas siluetas minúsculas que avanzaban por el polvo no sin grandes dificultades. Eran Calmine y Lobo. La muchacha no tenía buen aspecto. El parto la había despojado de su belleza de joven raposa. Su rostro estaba demacrado y sus ojos hundidos y rodeados de grandes ojeras de color humo. Iba encorvada, con un chal en los hombros. El hombre que la acompañaba la sostenía como bien podía mientras llevaba en un brazo doblado sobre el pecho al recién nacido envuelto en pañales. Aunque no era pesado, el fardo entorpecía su marcha. Laüme hizo dar la vuelta a su caballo alrededor de ellos antes de tirar de las bridas.

– ¡El niño! -ordenó escuetamente-. ¡Dame al niño!

Calmine había sonreído al principio al reconocer a Laüme, pero su expresión se había ensombrecido cuando percibió el tono altanero y despreciativo de la amazona.

– Enséñaselo -le dijo a Lobo.

Vacilante, pero deseoso de no disgustar a Calmine, a quien amaba, el hombre le tendió el bebé a Laüme. Sin bajar de su montura, ésta deshizo las telas que envolvían al niño y profirió un grito de disgusto al descubrir en su cara los rasgos de un retrasado.

– ¡Unmonstruo! ¡Tuvientre ha fabricado un monstruo! -gritó-. ¿Qué quieres que haga con esto?

Como para deshacerse de la basura más repugnante, arrojó al bebé a tierra y, de un golpe de fusta en la grupa del caballo, encabritó al animal para que lo aplastara. Pero Lobo se precipitó para rescatar al niño y protegerlo con su cuerpo. Los cascos retumbaron pesadamente sobre el bohemio, que resistió el choque, se apartó a unlado con el pequeño y escapó. Calmine aferró la brida para impedir a Laüme que lo persiguiera.

– ¡Es Dragoncino! -gritó ella-. ¡Estaba enfermo! ¡Él me puso esa mala semilla en el vientre! Es culpa suya, no mía. ¡Piedad! ¡No mates al niño! ¡No mates al niño!

Exasperada, humillada, traicionada, Laüme levantó su fusta. Una vez, dos veces, otra, y otra más, La muchacha chillaba pero no cedía. Cuanto más resistiera, más lejos conseguiría huir Lobo. Con el rostro ensangrentado, acabó por caer al suelo. Laüme apretó las piernas y tiró de las riendas. El alazán cayó con todo su peso sobre Calmine y le abrió la cabeza como un martillo rompe una cáscara de nuez.

– ¡Quédate con tu monstruo, amigo! -chilló para que la oyera Lobo, oculto en la maleza-. Te ganarás la vida con él… Se llama Galjero y habría podido ser el rey del mundo. ¡Acuérdate de su nombre! ¡Galjero! ¡Galjero!

Laüme espoleó su montura, que tenía el pecho cubierto de espuma, y la lanzó como una flecha hacia la lejanía por la inmensa llanura.

Novena tumba de las Quimeras

¿Tres o cuatro?

Con los labios apretados y los brazos cruzados, David Tewp elevó los ojos al cielo y exhaló un hondo suspiro. Hacía al menos una hora que Garance de Réault se divertía encadenando pasos de fox trot y lambeth walk en compañía de un bailarín mundano, engominado a la moda de los años treinta. ¿Cómo diablos tenía energía para entregarse a tales diversiones aquella mujer, a la que había visto agonizar unos días antes?

– ¿Le parezco ridícula, coronel?

Con su bonito rostro enrojecido por la excitación, la francesa se había sentado junto al inglés.

– Jamás me permitiría semejante observación, madame.

– No sea tan bien educado, David. Sé que mi comportamiento le sorprende, pero éste es mi último crucero, ya ve usted. Todo el tiempo que dure nuestra travesía hasta Estambul, pienso jugar a despreocuparme. Ya tendremos bastantes problemas en cuanto pongamos pie en tierra. ¿Y usted? ¿Por qué no baila? La orquesta es bastante buena, y hay una decena de damas hermosas que lo devoran con los ojos. No todas son unas aventureras, ya sabe…

Tewp arrugó los ojos y se ruborizó un poco. Para disimular, se llevó a los labios la taza de café, que estaba vacía desde hacía un buen rato; esto hizo reír a Garance. Desde que habían subido a bordo de aquel barco de lujo en Marsella, Tewp se había vuelto más torpe que nunca. Vacilante, a veces hasta soñador. Decididamente, aquel hombre no era más que un niño grande. Por eso se entendía tan bien con los niños y se desenvolvía tan mal en el mundo de los adultos.

– Es usted un corazón puro, David Tewp. ¿Cuándo se decidirá a crecer?

– Si crecer significa aceptar demasiados compromisos, nunca, madame de Réault. Creo que nunca… igual que usted.

– ¡Bien dicho! ¿Quiere que le enseñe a bailar el tango?

Garance de Réault y David Tewp desembarcaron en Estambul bajo un cielo plomizo. Hacía frío y los muelles estaban abarrotados. Tewp buscaba la alta figura de Thörun Gärensen entre los curiosos llegados para presenciar las maniobras de atraque, pero no veía al noruego por ninguna parte.

– Es curioso -dijo el inglés-. Gärensen ha recibido aviso de nuestra llegada. Debería estar aquí para recibirnos. No lo entiendo.

– No es nada grave, por cierto. No se preocupe. Vamos a instalarnos y después le avisaremos.

Un rutilante taxi Lincoln los condujo al Pera Palace, donde Garance solía hospedarse. Más lujoso aún que el Harnett de Calcuta, el hotel había estado reservado en otra época al uso de los pasajeros del Orient Express por la Compañía de coches cama.

– Dispone usted de su habitación de costumbre, la 103, madame de Réault- anunció el conserje en un francés impecable-. El señor ocupará la 105, como usted había pedido.

– La 103 es la habitación de Greta Garbo, y la 105, la de Mata Hari -especificó Garance guiñando el ojo con la gracia de un pilluelo parisino-. He pensado que nos convendrían.

Con su viejo Webley embutido entre los riñones, Tewp esperó largo tiempo en el bar art nouveau del hotel hasta que su compañera se dignó aparecer. Ya estaba a punto de ir a llamar a su puerta cuando ella se presentó al fin a la entrada del gran salón de paredes esmaltadas de azul claro y oro suave. Tenía los ojos fatigados y caminaba despacio.

– Me temo que estoy pagando mis excesos -le confió a Tewp con una voz de niña que pide perdón.

– Iré yo solo a encontrarme con Gärensen. Quédese a descansar, creo que será lo mejor.

– No se deshará de mí tan fácilmente, querido coronel. Me he tomado una tableta de pervitina que hará su efecto en unos minutos. Es un estimulante notable. Vamos, muéstreme el camino.

La vieja señora y el hombre de nariz cortada se hicieron conducir hasta las inmediaciones de la antigua residencia de Dalibor Galjero, a través de las calles de un Estambul tomado por la bruma del crepúsculo. El edificio estaba en sombras y ninguna luz brillaba en las ventanas. La puerta principal permanecía ligeramente entreabierta y David Tewp sólo tuvo que empujarla para entrar. De repente sonó un chasquido seco a su espalda que le hizo dar un salto.

– Lo lamento -se excusó de inmediato Garance, que acababa de empujar la culata de uno de sus Colt para montar una bala en el cañón.

Entre sus manos arrugadas, el objeto negro y engrasado parecía tan incongruente como una porcelana de Sajonia entre los guantes de un boxeador.

– Creo que se está precipitando, madame… -dijo Tewp en un murmullo.

– Si no hay peligro, ¿por qué habla usted en susurros, muchacho?

Exasperado, Tewp apretó las mandíbulas antes de entrar en el palacio. Conocía mal el lugar, en el que sólo había pasado una breve temporada. Era el palacio que Galjero había elegido para refugiarse, solo, sin Laüme, después de la guerra. El mismo sitio donde Thörun y él mismo habían conducido a Ruben Hezner después de capturarlo en el puente sobre el Cuerno de Oro.

– ¡Gärensen! -llamó Tewp-. ¡Gärensen!, ¿está usted ahí?

La voz del ingles rebotó haciendo eco en las paredes sin suscitar respuesta alguna. Con paso vacilante, desorientado en la oscuridad, el coronel sintió el deseo de calmar su angustia sosteniendo su Webley en la mano. A regañadientes, sacó el arma de su cintura sin mirar a madame de Réault.