¿Era aquélla la clave del enigma? Quizá. Tewp no podía tener ninguna certeza. A fin de cuentas, parecía verosímil que Gärensen se hubiese rendido a las razones de Hezner y hubiera decidido abandonar la caza sin previo aviso. Sombrío, el inglés hundió las manos en los bolsillos y regresó al Pera Palace. La probable defección de Thörun lo contrariaba hasta lo indecible, pero ¿podía guardarle rencor al noruego, cuando él mismo sentía a diario una fuerte tentación de abandonar la partida? Se tendió en la cama sin desvestirse siquiera, pero no logró conciliar el sueño. Al alba, cuando percibió las primeras señales de agitación matinal, se duchó, se vistió y fue a llamar con suavidad a la puerta de Garance de Réault. Ya estaba despierta. Después de unas horas de reposo, las facciones de la vieja dama habían recuperado cierta vivacidad.
– ¿Y bien, coronel? ¿Cuáles son los frutos de sus reflexiones nocturnas? ¿Perdemos el tiempo en averiguar qué le ha pasado a Gärensen, o lo consideramos definitivamente perdido para la causa?
– Es evidente que no somos más que tres.
– Entonces, recemos por que su Lewis Monti no arroje también la toalla.
Plaza Lubianka
Bubble Lemona abandonó a regañadientes el confort del Lockheed Constellation y permaneció por un segundo inmóvil en lo alto de la pasarela acoplada al fuselaje del aparato. Cubrió sus ralos cabellos con su borsalino, se estremeció, se subió el cuello del abrigo y masculló un juramento. No había sentido tanto frío en su vida, ni siquiera cuando la ventisca canadiense cargada de tempestades de nieve pasaba sobre Nueva Inglaterra para abatirse aullando sobre Nueva York. Ni siquiera cuando, de niño, su madre lo castigaba por alguna de sus innumerables animaladas arrojándolo a un barreño de agua helada. Nada, decididamente, podía compararse con la intensa gelidez moscovita que traspasaba su ropa interior, la americana de su traje de finas rayas y la delgada camisa de seda comprada dos semanas antes en Macy's, los grandes almacenes vecinos del Empire State Building. Desde el primer instante, Bubble sintió que aquel país no estaba hecho para él.
– La verdad, no sé cómo ha conseguido convencerme de que le acompañe, don -le dijo a Monti, que le apremiaba para que bajara-. Tengo la impresión de que voy a detestar Rusia.
– No me llames «don», te lo ruego. Llámame «camarada». Y olvídate también de la palabra «Rusia». Es una denominación reaccionaria, aquí se llama Unión Soviética. Métetelo en el cráneo de una vez por todas, viejo mulo.
Bubble se encogió de hombros, se rascó la garganta y miró dónde ponía los pies. El suelo estaba tan deslizante como una pista de patinaje. Junto a la veintena de norteamericanos recibidos en la capital moscovita con ocasión del congreso del Komintern, Bubble y Monti debieron soportar el discurso de bienvenida pronunciado en pleno vendaval, antes de que una pequeña orquesta n litar interpretara La internacional. Lemona intentó mostrar buena voluntad canturreando las palabras que le había enseña fonéticamente su profesora de ruso, Natasha, pero sólo recordaba de manera muy imperfecta el estribillo:
Esta pequeña participación le atrajo la simpatía de un tipo fornido, un norteamericano que dijo llamarse Trevor Flaw y que no había abierto la boca desde el inicio del viaje. Bubble y él intercambiaron sonrisas a cual más meliflua durante las formalidades de inmigración y el viaje en autocar que condujo a la delegación del CPUSA hasta un buen hotel del centro de la ciudad.
En cuanto se instaló, Luigi Monti fue a llamar a la puerta de Lemona. Los dos hombres subieron al piso superior y entraron con la mayor discreción en la habitación de Sebastian Deinthel, el jefe de los agentes del FBI infiltrados entre los auténticos militantes comunistas que formaban el grueso del grupo. Desde hacía seis años, Deinthel era el principal topo colocado por la Administración norteamericana en el seno del modesto Partido Comunista de su país. Se sabía El capital al dedillo, representaba su papel a conciencia y con determinación; sus camaradas lo consideraban un puro, un marxista-leninista de estricta obediencia, y jamás había despertado la menor sospecha entre los que estaban bajo su supervisión. Advertido por Alien Dulles y William Donovan, él era el hombre que había hecho posible que Monti y Lemona viajasen a Moscú con el grupo.
– ¡Bien, caballeros, ya están aquí! -exclamó Sebastian acogiendo a sus visitantes-. Mi misión en cuanto a ustedes casi ha concluido. Sólo me queda conducirles ante su contacto. No será muy complicado, ya que es uno de los intérpretes designados para acompañarnos durante toda esta semana.
– ¿Cómo vamos a proceder exactamente? -preguntó Monti.
– El programa oficial de los próximos días es bastante estricto. Todavía están previstas varias ceremonias de bienvenida aquí y allá, antes de la inevitable visita a la ciudad, claro. Y después, los trabajos del congreso durante una decena de días. Yo mismo pronunciaré un discurso el miércoles. Evidentemente nuestra visita se realiza bajo estricta vigilancia. Los soviéticos no son idiotas, sospechan que varios miembros de nuestro grupo son en realidad espías. Quieren tenernos controlados. Tendremos que actuar con suma delicadeza. Mañana por la mañana, iremos todos a depositar un ramo de flores sobre la tumba de John Reed, uno de los fundadores del CPUSA, que está enterrado aquí en Moscú, en el Kremlin. Su contacto estará presente. Les acompañará sin esconderse. Nadie se fijará en ustedes si fingen mantener una conversación anodina con él. Hablen con libertad, como si comentaran la arquitectura de la plaza Roja o la del mausoleo de Lenin. Es tan sencillo como eso.
– ¿Y una vez recogidas las informaciones?
– Eso ya no me concierne, caballeros. Ignoro los motivos de su presencia aquí. Dulles y Donovan me han pedido que les introduzca en el lugar y que les ponga en contacto con un informador. A eso se limitan mis servicios en cuanto a ustedes. Tengo mi propia agenda y estoy obligado a respetarla. No les den a los soviéticos la ocasión de venir a husmear en mis asuntos. Todos arriesgamos mucho aquí. «Prudencia» es nuestra palabra clave. Desconfianza, incluso: de todo y de todos.
La primera velada en Moscú transcurrió penosamente para Monti y Lemona. Lewis se aburrió mucho y Bubble se sentía desnudo sin el peso de un arma bajo la axila ni la presión de una banda elástica sujetando una navaja de muelles en torno a su tobillo. La cena se desarrolló en una vasta sala atravesada por corrientesde aire. Enormes babushkas con blusas grises se ocupaban del servicio con una sonrisa, haciendo rodar de mesa en mesa ruidosos carritos de cantina militar. La calidad de los alimentos era tan discutible que hasta Lemona ignoró su plato de borsch.
Al día siguiente por la mañana, ante la sepultura de John Reed, un pulcro hombrecillo con una barbita gris recortada de manera casi geométrica avanzó hacia Monti y le tendió la mano. Se presentó en un inglés muy puro:
– Soy el profesor Bogdan Rodion. Encantado de conocerle, camarada. El camarada Deinthel me ha hablado mucho de usted.
Rodion llevó a Monti aparte del grupo de norteamericanos que permanecían, llenos de devoción, ante la placa conmemorativa de la contribución de Reed a la Revolución de Octubre, y le soltó de corrido su informe como si éste fuera un fardo del que le urgiera deshacerse.