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– Nuestros agentes y yo mismo hemos trabajado para resolver su problema, señor Monti. Sabemos qué servicio del N.K.V se ocupa del caso Galjero. Tenemos incluso el nombre del oficial superior encargado del dossier. Es la general Alantova, una mujer. Poseemos pocas informaciones fiables acerca de ella, pero conocemos la dirección de su domicilio particular en el bulevar Petrovski, a pocas manzanas de aquí. Todas las mañanas se traslada hasta el edificio de la Lubianka a pie, como buena soldado del ejército que es.

– ¿Y Galjero? ¿Está en Moscú?

– No exactamente. Se encuentra en una residencia a sesenta millas de aquí, en una zona reservada, bajo estricto control militar. Alantova le ha visitado en numerosas ocasiones las últimas semanas, pero ahora parece estar acantonada en Moscú desde hace varios días. Por ahora no es posible averiguar más. Tampoco les será posible sacar a Galjero por sus propios medios, necesitarían un ejército. Y dado el caso, no estoy seguro del resultado de semejante operación…

Monti dio las gracias calurosamente a Rodion y volvió a mezclarse con sus compatriotas. No encontró una ocasión para hablar en privado con Lemona hasta el fin de la jornada.

– No ha avanzado mucho, don -constató éste cuando Monti le hubo puesto al corriente de la situación-. Con toda franqueza, me pregunto si era indispensable venir hasta aquí para obtener unos resultados tan pobres. ¿Qué podemos hacer ahora?

Monti suspiró e hizo un gesto de impotencia. Su corazón estaba lleno de amargura. Hasta el último momento se había empeñado en creer que era posible actuar. Pero esa noche, en aquella tierra extranjera y sordamente hostil, el horizonte parecía cerrarse para siempre.

– Creo que he perdido la partida, mi viejo Bubble. Y a ti, siento haberte hecho perder el tiempo. Tendré que decidirme a olvidar mi venganza. Tewp y Gärensen han perdido nuestra única oportunidad en Estambul. Pase lo que pase, los Galjero son intocables.

La tristeza de Monti repercutió en Bubble. Nunca había visto al don tan abatido, excepto el día del entierro de su esposa y su hijo. El viejo soldado de la Cosa Nostra sacó un frasco de bourbon de su chaqueta y se lo ofreció al don con una sonrisa crispada.

– ¿Y si fuéramos a visitar a esa general soviética? -sugirió de pronto, fingiendo entusiasmo-. Le han dado su dirección, ¿no?

Monti se echó un trago largo de alcohol y se dejó caer en un sillón.

– Proposición noble y temeraria, pero totalmente desprovista de sensatez, amigo mío. ¿De verdad crees que la general va a abrirnos su puerta con una sonrisa, conversar con nosotros en torno a una taza de té y conducirnos hasta Dalibor Galjero para que lo recojamos como si fuera un paquete?

Enfrentado a la evidencia, Lemona se sonrojó y se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra.

– ¡Demonio, debe de haber algo que podamos hacer! -rugió como un león herido-. La furcia que ha traído la desgracia a su familia no puede irse de rositas. ¡El buen Dios no lo permitirá! Nunca hay un callejón sin salida para la vendetta. ¡Eso va contra el orden del mundo, contra la justicia eterna!

Monti dejó que amainara la tormenta con los ojos cerrados. Con la cabeza echada hacia atrás, buscaba una solución cuando, por encima de las palabras de Bubble, unos gritos se elevaron de pronto en el pasillo. Por el tono seco de las voces, Monti comprendió enseguida que la situación en el hotel se había envenenado bruscamente. Se incorporó y se acercó a la entrada para escuchar, mientras que Lemona abría la ventana para examinar sus posibilidades de evasión.

– Ni soñar con escapar -dijo Monti al tiempo que regresaba junto a su guardaespaldas-. No iríamos muy lejos. Además, nuestra huida sería una prueba contra nosotros. Pase lo que pase, tenemos que mantener la calma y no desviarnos de la versión oficiaclass="underline" somos militantes comunistas neoyorquinos y pertenecemos a la célula de Sebastian Deinthel. Punto y final.

Bubble asintió y se enjugó con una manga el sudor que perlaba su frente. De repente, la puerta de la habitación tembló bajo unos golpes redoblados.

– ¡Abra, Monti! -dijo una voz fuerte-. Reunión inmediata en el vestíbulo para todos los miembros de la delegación norteamericana. ¡Deprisa!

Monti giró el picaporte. Ante él estaba Trevor Flaw.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el siciliano.

– Nada grave -contestó el otro para tranquilizarlo-. Sólo una verificación general organizada por nuestros amigos soviéticos. En los tiempos que corren, y con las amenazas que hacen pesar sobre este país los capitalistas de todos los pelajes, es normal que se produzcan estos pequeños inconvenientes, ¿no cree, camarada?

– Desde luego, desde luego -aprobó Monti con los dientes apretados.

– Vamos, cojan sus chaquetas y baje al vestíbulo como todo el mundo. El camarada Lemona también. La policía de aquí está bien organizada, esto no llevará mucho tiempo.

Flanqueados por agentes del NKVD de paisano, los norteamericanos fueron escoltados hasta la sala del restaurante del hotel. El lugar estaba desierto. Tufos de carnicería y de mantequilla rancia procedentes de las cocinas herían las narices. Monti se sentó con los demás en un rincón y buscó en vano a Deinthel con la mirada.

– Sebastian no está aquí -le dijo a Lemona en un murmullo-. Esto no me gusta.

Uno tras otro, los militantes fueron llamados a una mesa alargada donde se habían instalado un comisario político, dos oficiales de los servicios de información y Trevor Flaw en persona. Era evidente que este último conducía el interrogatorio con la misma autoridad que los soviéticos. Monti le había oído hablar ruso con fluidez. Así transcurrieron tres horas interminables. Pasaban revista a los norteamericanos por turno y después los hacían salir de la sala. Monti y Lemona fueron los últimos, solos.

– Venid, camaradas -dijo Flaw adelantándose hacia ellos-. En vista de lo avanzado de la hora, creo que podemos proceder a un interrogatorio común. Así será más rápido.

Monti y Lemona se levantaron para instalarse delante de los agentes. Entumecidos por la inmovilidad, sus cuerpos se mostraban reacios al movimiento.

– Los dos pertenecéis a la célula de Sebastian Deinthel, ¿no es así? -dijo Flaw con una amplia sonrisa.

– Exacto -respondió Monti.

– Sí, camarada -asintió Lemona-. Somos neoyorquinos. Viejos militantes de Nueva York. Nueva York, eso es.

– Durante todo el viaje hasta aquí me ha parecido que estabais en muy buenos términos con Deinthel. Sólo habéis hablado con él, o casi, si no me equivoco. He creído notar que no erais demasiado locuaces con los demás miembros de la delegación. Además, a propósito… nadie os había visto nunca antes en ninguna convención, en ningún comité. Es extraño, ¿no os parece?

– Somos unos militantes muy corrientes -arguyó Monti en su defensa-. No nos gusta usurpar un puesto que no nos corresponde.

– Sin embargo, estáis aquí en calidad de representantes. ¿No es contradictorio?

– El camarada Deinthel ha querido recompensar nuestros años de buenos y leales servicios, creo.

Flaw sonrió.

– Buenos y leales servicios, no lo dudo ni por un segundo. Pero ¿a qué causa exactamente?

– ¿Qué quiere decir?

– Deinthel es un traidor. ¡Peor, es un espía! La policía soviética ha cumplido su deber y lo ha arrestado. ¿Y ustedes? ¿Trabajan como él para el OSS o el FBI?

Monti sintió que se le secaba la boca. Los músculos de su garganta se cerraron y le costaba tragar saliva.

– No sabemos nada de las actividades del camarada Deinthel -explicó-. Pueden registrar nuestras habitaciones y nuestras cosas y no encontrarán nada comprometedor.

– Le agradezco su proposición, pero esa formalidad ya ha sido ejecutada desde el momento en que han entrado ustedes en esta sala. En efecto, no hemos descubierto nada sospechoso en sus maletas. Aparte de cigarros caros, botellas de alcohol y, en los baúles del camarada Lemona, trajes muy lujosos para alguien que afirma ser un proletario de Brooklyn.