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Por el rabillo del ojo Monti fulminó a Bubble, que se encogió en su silla y se abismó en la contemplación de sus zapatos.

– Por el momento sólo tengo sospechas. Así pues, procederemos a separarles del resto del grupo. Serán conducidos a un lugar donde no podrán comunicarse con nadie. Quedarán bajo vigilancia hasta la marcha del resto de los miembros de la delegación. En ese momento les pondremos en el avión. Siempre y cuando, claro está, no haya salido a la luz ningún nuevo elemento que nos obligue a prolongar sustancialmente su estancia en la Unión Soviética. Captan la alusión, ¿verdad?

Monti asintió con la cabeza mientras que los hombres de seguridad los tomaban del brazo para conducirlos fuera del hotel y hacerlos subir a dos coches sin distintivos. Los norteamericanos fueron trasladados al inmueble de la plaza Lubianka que albergaba los servicios secretos estalinistas. El alba apenas despuntaba. Caía una lluvia helada. Monti pasó allí dos días sin visitas ni noticias, recluido en una celda apenas más confortable que la que había habitado, unos treinta años antes, en la prisión de la isla de Blackwell. Dos veces al día, a las seis de la mañana y a las seis de la tarde, le llevaban una comida compuesta de agua, una sopa de guisantes, un trozo de panceta con más grasa que carne y media manzana pasada. La atmósfera era tan silenciosa que hubiera podido creerse en un monasterio. Los gruesos muros sofocaban cualquier ruido. Entre los barrotes del tragaluz, Monti apenas podía vislumbrar un trozo de cielo por el que no volaba ningún pájaro. Pasaba el tiempo durmiendo en su camastro y esperaba con toda su alma que Deinthel no revelase el secreto de su identidad a los soviéticos. Si por desgracia esto ocurría, sabía que jamás volvería a ver América. En el transcurso de aquellas largas horas de aislamiento absoluto, se vio a sí mismo, de niño, corriendo por las colinas de Sicilia. Volvió a ver el semblante risueño de su abuela, la buena Giuseppina, y de su madre Leonora. Volvió a sentir, como si aún estuviera en el puente del barco, la emoción que le había embargado cuando vio Ellis Island y la estatua de la Libertad en la rada de Nueva York.

– ¿Cómo te llamas? -le había preguntado el aduanero.

– Luigi, señor. Luigi Monti.

– Pondré Lewis en lugar de Luigi. Así parecerá más norteamericano, ¿qué dices?

– Me parece bien, señor.

¡Lewis Monti! Hacía casi cincuenta años que llevaba ese nombre. Cincuenta años de aventuras y de dramas. Cincuenta años de gloria y de tragedia. Medio siglo para escribir la historia de un muchacho sin oficio ni beneficio, errante por las calles, que, a fuerza de golpes dados y recibidos se había convertido en uno de los personajes más importantes de la mafia de la costa Este, un rey del hampa… Un rey incontestable, hasta el día en que se había encontrado ante la figura venenosa de Laüme Galjero, una bruja como jamás la había conocido. El monstruo que le había arrebatado a su hijo y a su mujer. Era una criatura infernal que sabía cómo hacer salir a los muertos de lo más profundo de los limbos hasta la tierra de los vivos. Ese demonio lo había forzado al más abyecto de los apareamientos, allá abajo, en una destartalada barraca del puerto… Cuando se despertó, desnudo, jadeante, en el suelo sucio del cabaret Flanders, Monti había intentado por todos los medios sustraerse al recuerdo de pesadilla de aquella noche en la que, agitado como una marioneta por el colosal Maddox Green, tuvo que hundirse contra su voluntad en las entrañas de la mujer Galjero. Había querido obligarse a creer que sólo se había tratado de un delirio, de una fantasmagoría de su espíritu extraviado por el dolor y la impotencia, pero sabía que se engañaba. La escena había tenido lugar, indiscutiblemente… Allí, encerrado entre los muros de su mazmorra moscovita, no podía escapar a esa evidencia, y el pensamiento lo torturaba.

Cuando se abrió la puerta y vinieron a buscarle sin miramientos, no fue miedo lo que sintió sino un sentimiento de felicidad por que su soledad llegara a su fin y que la realidad, la novedad, se impusiera a los fantasmas del pasado. La razón, por sórdida que fuera, lo alejaba de lo imposible. Sin ofrecer resistencia, Monti se dejó llevar a través de un dédalo de pasillos hasta los pisos superiores del edificio. No lo habían esposado. Se vio en el reflejo de una puerta vidriada, mal afeitado, la mirada apagada, las arrugas marcadas. Era casi la figura de un viejo, y sintió que una fatiga enorme se abatía sobre sus hombros. Le hicieron sentarse en un despacho amplio y confortable donde le esperaba un hombre a quien jamás había visto. Era un tipo de una cuarentena larga de años, elegante, mejor vestido que todos los rusos que había visto hasta entonces. Tenía un paquete de Benson & Hedges en la mano. Sonriente, el desconocido le tendió un cigarrillo.

– Mi nombre es Wolf Messing, señor Monti. Hablo inglés con bastante corrección pero no soy bilingüe total. Me perdonará los errores de sintaxis que pueda cometer.

Monti tomó el cigarrillo y se inclinó para prenderlo en la llama del encendedor de Messing.

– Se expresa usted perfectamente, señor Messing. No me cabe duda de que nos entenderemos.

– Es mi mayor deseo, señor -repuso Messing acentuando más si cabe su sonrisa-. Creo que nos interesa a ambos.

– Haga usted las preguntas y yo contestaré lo mejor que pueda, se lo aseguro.

– ¡Oh! No creo que nuestra relación vaya a limitarse a un simple juego de preguntas y respuestas -replicó el otro, aspirando una profunda bocanada de tabaco rubio-. Por lo menos, seguro que tendremos que intercambiar preguntas y respuestas. Verá usted, señor Monti, el caso que nos ocupa es muy particular. No bastaremos los dos para desembrollarlo.

– ¿A qué se refiere, señor Messing?

– A Dalibor Galjero, por supuesto. Pero antes de proseguir, permítame que le haga una sencilla petición: dejémonos de negaciones y circunloquios, ¿quiere? Sé muchas cosas sobre usted. Sebastian Deinthel ha hablado. Lo mismo que el profesor Bogan Rodion. Sabemos lo que ha venido usted a buscar a Moscú… mejor dicho, a «quién» ha venido a ver. Tenemos pruebas. Así que ahorremos tiempo, ¿le parece?

– ¿Han arrancado confesiones a esos pobres tipos por la fuerza?

– ¿Por la fuerza? ¡Claro que no! Deinthel y Rodion han hablado de buen grado. Qué volubles… Verá, tendré que explicárselo. Ése es mi toque personal, mi pequeño talento, mi forma de ganarme la vida, en suma. Yo no fuerzo las confesiones. Las obtengo por la persuasión, la amistad, la dulzura… Tengo algo de serpiente, nada de gorila ni de león. Sí, sí, veo que esto le hace sonreír. Quizá pronto me veré obligado a practicar mi arte con usted, pero eso me exige un gasto considerable de energía y, dado que soy perezoso por naturaleza, le quedaría muy agradecido si me ahorrara esa fatiga. Hablemos tranquilamente y con el corazón en la mano. Así pues, señor Monti, usted quiere encontrar a Dalibor Galjero. ¿Por qué razón?

Monti ignoraba si Messing era una suerte de hipnotizador como parecía querer dar a entender, y si había empezado ya a operar sobre él aunque estuviera a la defensiva, pero notaba que su espíritu se abría de manera inexplicable, tan ancho como la presa Hoover. De repente distendido, no sentía hambre ni sed; mientras dejaba que su cigarrillo se consumiera en la punta de sus dedos, se escuchó a sí mismo relatar a grandes rasgos su historia personal, como si no fuera dueño de su lengua. Messing no le interrumpió. Cuando al fin Monti sintió que recuperaba el dominio de sí mismo, vio que el cenicero estaba lleno con más de una veintena de colillas aplastadas… Messing se levantó para tomar una jarra de agua, le tendió un vaso y esperó a que el siciliano se serenase para emitir su veredicto.