– Señor Monti, me alegro infinito de haberle encontrado. Sepa, en primer lugar, que la historia de su vida es una de las más extraordinarias que conozco: y reconocerá que soy un experto en ese terreno. Yo mismo he tenido varias vidas. La que llevo en la actualidad probablemente no sea la última… ¡Pero basta de consideraciones personales! Pasemos a lo importante: a pesar de las apariencias, yo no soy su enemigo, señor Monti. Y creo que puedo ayudarle en su búsqueda, como usted puede ayudarme en la mía.
Desconcertado, Monti quiso clavar su mirada en la de Messing, pero en el último momento su instinto le disuadió de fijar los ojos en el agente del NKVD.
– Explíqueme cómo es eso posible -dijo, desviando la mirada.
– Tengo la respuesta a la pregunta que usted se hace sobre Dalibor Galjero. Sé por qué ha querido volver a Rusia.
– ¿Volver?
– ¡Sí, claro! Nuestros amigos comunes, los Galjero, han tenido unas vidas mucho más largas de lo normal. Dalibor ha viajado mucho. Ha tenido muchos encuentros interesantes, uno de los cuales tuvo lugar aquí, hace algo más de treinta años, en tiempos del zar Nicolás II. ¡Treinta años! Una gota de agua en el río del tiempo. Y sin embargo, aquél era un mundo muy diferente. ¿Qué hacía usted hace treinta años, señor Monti? Acababa de asesinar a Nalfo Giletti y estaba a punto de ser consagrado por don Balsamo a la cabeza de su familia, ¿no es eso?
Monti volvió de nuevo la mirada hacia Wolf Messing, que revisaba las notas que había tomado durante la confesión del americano.
– Sí -reconoció Monti en voz baja-. Hace treinta años… treinta años… queda tan lejos…
– Cierto, pero no tanto si se consideran las cosas a la escala de tiempo de los Galjero -corrigió Messing-. No cuando se conoce su aventura como yo la conozco.
– ¿Se la han confesado? ¿Los dos?
– No. Sólo Dalibor nos la ha contado. Pero puedo dejarle que la escuche. ¿Quiere hacerlo, señor Monti?
Entonces, como hacía la general Alantova en la soledad de su apartamento del bulevar Petrovski, Wolf Messing presionó con el pulgar el botón de arranque de un voluminoso magnetofón, para escuchar una vez más el relato de Galjero…
Segundo libro de Dalibor Galjero
Quai D’Orleans
Yo no era más que un murmullo de vida apenas audible, y ella me escuchó. Ella, Laüme…
Me habían colgado alto y corto, habían abandonado mi cuerpo al viento y a la tempestad, después de haberme juzgado culpable de asesinatos como nunca se habían registrado en los archivos de Bucarest. Aún mejor que el flautista de la leyenda, yo había dirigido una horda de ratas y la había llevado a hacer justicia: a mi mandato, los animales habían devorado vivos a mi padre y a mis hermanas pequeñas, culpables los tres de haberse dejado corromper por el borracho Forasco.
Mi padre, Isztvan Galjero, era un desecho, una ruina repugnante, el último descendiente de una línea venida a menos que inició tiempo atrás un guerrero tan valeroso que un espíritu con figura de mujer se unió a él para guiarlo y protegerlo. Pero ese espíritu hacía pagar su amor a un precio exorbitante: el precio de la sangre de los inocentes. El guerrero había pagado su deuda, y su hijo después de él, Dragoncino, condotiero sensual y salvaje, llamado a los más altos destinos pero convertido en un idiota después de que una punta de acero perforara su cráneo. ¡Idiota! Idiota hasta el punto de que no sabía hablar. Tan idiota que vertió en el vientre de una bohemia una semilla corrupta que sólo sirvió para transmitir sus taras a varias generaciones de Galjero de las que yo, Dalibor, soy el punto final.
– Es necesario que sepas de qué turba procedes para que comprendas quién eres en realidad y lo que yo espero de ti -me dijo Laüme tomándome en sus brazos-. Nunca volví a ver al segundo hijo de Dragoncino. Sin embargo, sabía que estaba vivo. ¿Cómo se crió? No lo sé. Seguramente fue protegido por Lobo… Y prefiero no saber cómo perpetuó el linaje. Después de aquel niño, hubo otro. Y otro. Y otro más aún… Aunque la sangre de los Galjero había sido pervertida, no por ello era menos vivaz. Incluso sin mí, tu familia se aferraba a la vida. No sé cuántos herederos han sido necesarios para borrar poco a poco la marca de la locura en vuestra sangre, no he conocido a ninguno de ellos. Hasta llegar a ti.
– ¿Y yo? ¿Por qué has venido a mí? ¿Por qué me has salvado? ¿Qué quieres?
Laüme estaba muy cerca de mí en la oscuridad. Para disipar las tinieblas sólo teníamos la luz anaranjada de un trozo de vela en una linterna de hierro. La llama bastaba para iluminar sus rasgos. Por un instante, observé su boca delicada, sus ojos grises brillantes como la luna, sus largos cabellos rubios que encuadraban su fino rostro. Era en todo igual a la imagen que habían guardado de ella Galjero y Dragoncino; una apariencia de espíritu sutil, una delicadeza de figura de porcelana, la ligereza de una paloma, pero con la fuerza de una cadena de acero…
Un perfume de nardos Motaba a su alrededor. Esa fragancia insólita, mezclada con otras notas desconocidas, llenaba mis pulmones como un bálsamo y me hacía revivir.
– ¿Por qué? -le pregunté de nuevo-. ¿Por qué has venido por mí y me has sacado de la nada?
– Porque tú eres el último, Dalibor. Si no hubiera obrado en ti el gran misterio de la resurrección de los muertos, los Galjero habrían desaparecido para siempre. No podía permitir que tal cosa ocurriera. Quiero que el antiguo sarmiento reviva. Estoy unida a tu sangre, Dalibor. Até de buen grado mi destino al de tu linaje. Incluso después de todos estos siglos, es una alianza que nunca he olvidado. ¡Mira!
Extendió la mano ante mí y me mostró el anillo que mi ancestro había descubierto en la isla de las Serpientes. El anillo no había abandonado su dedo desde el día en que ella lo había reclamado como sello de su unión,
– Este signo es testimonio de un compromiso del que no renegaré a no ser que me decepciones o me traiciones. Pero eso no ocurrirá, ¿verdad, Dalibor? Prométemelo.
– No -aseguré con un hilo de voz-. Te lo juro.
Con una dulce sonrisa, Laüme tomó mi cara entre sus manos y me besó con ternura. Era la primera vez que mi piel era tocada por una mujer y que recibía un beso. Sentí un vértigo y una voluptuosidad tan fuertes que me hicieron temblar.
– Vamos -dijo Laüme, divertida por mi turbación-, es hora de que regreses con los vivos. Tu destino es seguir tu camino en su mundo e imponerles tu voluntad. «Nuestra» voluntad… ¡Ven!
Me tomó de la mano y me llevó afuera. Mi cuerpo no sufría, mi espíritu estaba sereno y me sentía más feliz de lo que lo había sido nunca. El milagro de mi renacer no me sorprendía ni me asustaba; era como una evidencia. Y la angustia había desaparecido.
Avanzamos a lo largo de interminables corredores iluminados por algunas antorchas crepitantes. ¿Dónde estábamos? ¿En la cripta de una iglesia? ¿En un monasterio o un castillo? Jamás había visto ese lugar pero eso poco me importaba. A partir de entonces, sólo contaba Laüme. Ella me había sacado de la muerte y me había hecho nacer por segunda vez. Ella era mi madre, y yo sabía que iba a convertirse en mi amante y mi esposa. Se habría dicho que ella, en su largo vestido de seda oscura y crepitante, era mi alma que marchaba delante de mí para conducirme fuera de los infiernos…
Caminamos bajo unos arcos de piedra y atravesamos salas abovedadas con los suelos gastados por los siglos; después, pasada una escalera con escalones verdosos por la humedad, Laüme empujó una gruesa puerta de roble. La luz dorada de un alba clara tocó mi rostro sin deslumbrarme. En el camino esperaba una berlina de viaje atada a cuatro corceles impacientes.
– Nos vamos de Rumania -me anunció Laüme cuando estuvimos instalados en el habitáculo-. Tu cara es demasiado conocida en Bucarest. Quizá volvamos más adelante, dentro de veinte o de cincuenta años. El tiempo no tiene demasiada importancia a partir de ahora…