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– ¿Soy inmortal? -pregunté con ingenuidad-. ¿Viviré contigo para siempre?

– La muerte aún es una amenaza para ti, Dalibor. Pero trabajaremos para remediar esta situación. Eso exigirá muchos esfuerzos y sacrificios de tu parte. Sin embargo, yo estaré a tu lado para guiarte y para recompensar tus fatigas. La inmortalidad no puedo dártela yo, pero he aprendido la manera en que tú mismo puedes ganártela.

– ¿Cómo?

– Despacio, amigo mío. Necesito que vivas un poco tu vida de hombre antes de que te adentres por ese camino. Eres joven, casi un niño todavía. Y no sabes nada del mundo. ¿No tienes curiosidad por saber adonde vamos?

Enfebrecido por la belleza de Laüme y por las perspectivas delirantes que se abrían ante mí, ni siquiera me había molestado en conocer el destino de nuestro viaje.

– ¿Adonde me llevas? -le pregunte por complacerla.

– ¡A Francia, querido! Mejor aún: ¡A París!

Escuché el chasquido del látigo del cochero y el vehículo se sacudió. Permanecí en silencio largo rato. Laüme me miraba con paciencia y dulzura, pero yo no osaba devolverle la mirada. Me había invadido una especie de melancolía, lira bella y me devoraba el deseo de tocarla, de acurrucarme contra ella y sentir la textura de su piel estremecerse bajo mis manos. Mi corazón corría al galope. No obstante, con toda la fuerza de mi voluntad, rechacé las imágenes de abrazos que se formaban en mi mente y la contaminaban de deseos violentos. El recuerdo de lo que me había sucedido al ver a Flora Ieloni desnuda en la arena aún me avergonzaba. Tenía miedo de ser traicionado por mi cuerpo, y de ningún modo quería revivir semejante humillación. Así que me obligué a mirar el paisaje por la ventana. Esa lucha contra mí mismo, esa tensión que me impuse durante las largas horas de aquel primer viaje en compañía de Laüme hicieron nacer en mí una sorda melancolía. Tenía ganas de llorar, y hube de recurrir a mis postreras fuerzas para no deshacerme en lágrimas delante de mi benefactora.

Por fin cayó la noche e hicimos alto en un albergue de buena calidad donde nuestra presencia fue acogida con grandes muestras de respeto. Le dieron a Laüme la mejor habitación; a mí, una pieza pequeña pero confortable en la que crepitaba un gran fuego. En el espejo colgado encima de la chimenea contemplé mi imagen, que me horrorizó. Mis ropas -las mismas que llevaba cuando el verdugo me había colgado en la horca- estaban sucias y desgarradas, mis cabellos, asquerosos de grasa, y un círculo oscuro rodeaba mi cuello allí donde la cuerda había aplastado mi tráquea y roto mis vértebras. Me acerqué más al espejo, me quité la ropa y examiné cuidadosamente mi cuerpo. Estaba delgado y tenía el cutis cerúleo. Las costillas sobresalían bajo mi piel. Por un instante, dudé de estar vivo. ¿No sería más bien un espectro, un espíritu? Extendí las manos hacia las llamas del hogar y sentí el calor. Eso me tranquilizó… Me remojé con agua con intención de ponerme presentable, pero todos mis esfuerzos fueron vanos. Laüme entró en la habitación mientras yo frotaba frenéticamente la marca del nudo corredizo.

– Esa marca se borrará dentro de unos días. Mientras tanto, déjame cuidar de ti.

Laüme hizo llamar a un criado. De un baúl pequeño que ella había mandado traer, el hombre sacó los útiles para afeitarme y peinarme. Me instale en una silla, dócil, para que él cortara mis greñas y pasara la navaja por mi barba. Después, me puse los pantalones, la camisa, el chaleco y la chaqueta que me presentó. Jamás había llevado prendas tan bien cortadas y tan elegantes. Todo me sentaba a la perfección. Calzado con botas altas de viaje, con una chalina anudada al cuello con negligencia, apenas me reconocí cuando volví a mirarme al espejo. Laüme también parecía satisfecha.

– Eres guapo, Dalibor -dijo ella mirándome con intensidad-. Me parece volver a encontrar en ti todo lo que amé en Galjero y en Dragoncino. A pesar de los malos ramales que os separan, has sabido conservar la promesa de su fuerza.

El cumplido me halagó, pero dudaba merecerlo.

– No soy un guerrero. Sería incapaz de probarte mi valor en un campo de batalla.

– Si no las encontramos, yo inventaré guerras a tu medida -aseguró Laüme, divertida-. Eso forma parte del juego.

– ¿Y qué más? -pregunté.

– ¿Qué más? ¡Pues yo, por supuesto! ¡Yo formo parte del juego! Yo soy al mismo tiempo la organizadora y el premio, la inspiradora y la recompensa.

Laüme se deslizó detrás de mí y pasó las manos en torno a mi cuello, las bajó por mi pecho y apretó su torso contra mi espalda. Ronroneando como una gata, excitó largamente mi nuca plantando en ella sus dientes pequeños.

El criado comprendió que debía eclipsarse. Laüme cerró enseguida el picaporte. Una llama ardiente brillaba en su mirada. Yo había visto antes esa llama: era el brillo de lubricidad que tienen las mujeres cuando abandonan toda continencia para entregarse a la lujuria. Por instinto, giré la cabeza y cerré los párpados, de modo que no vi nada de ella cuando se desnudó para ofrecérseme. Nada de su bella piel de un blanco inmaculado, nada de sus bonitos senos de puntas rosadas, nada de sus piernas largas y perfectas… Lentamente, me desvistió mientras me susurraba palabras de amor, palabras de fuerza y de consuelo. Pronto estuve desnudo ante ella, pero seguía resistiéndome a verla. Sus manos me acariciaban, sus dedos me rozaban y su boca se posaba sobre mí. Sentí su lengua ir y venir sobre mi pecho, después mojar mi vientre y descender más abajo, siempre más abajo… Pegado a la pared y entregado a ella, yo era como un prisionero atado a la muralla de la fortaleza. El placer y el terror unidos forjaban mis cadenas, y nada podía hacer para romper el letargo que me paralizaba. Después, un calor nuevo subió por mi verga. En un breve instante, mi pene se dilató y la sangre fluyó con tanta fuerza que sentí un gran dolor. Abrí los ojos. Laüme estaba de rodillas ante mí, bella y paciente, activa y amorosa… Pero en lugar de vivificarme, la imagen provocó en mí el reflujo inmediato de toda energía; mi miembro cayó y quedó en reposo. En apenas unos segundos, no fue más que un gusanillo inerte. Yo, que tanto había temido la explosión adolescente, incontrolada y humillante de mi placer, he aquí que era víctima, al contrario, de una impotencia igual de afrentosa. Una vez más, me invadió la vergüenza. El rubor subió a mis mejillas y perlas de sudor rodaron por mis sienes. Laüme hizo todo lo posible por remediarlo, pero no sirvió de nada. Ni sus aplicadas caricias, ni la exposición de los secretos más íntimos de su anatomía pudieron estimular mi virilidad. Peor aún: cuanto más insistía ella, menos impulso tenía yo para tomarla. Una especie de aburrimiento, una lasitud, un disgusto hacia esa carne expuesta, ofrecida con demasiada facilidad. Por fin, como la situación parecía desesperada, no pude contenerme y expresé con claridad mi desinterés. Herida por el rechazo del que era víctima por primera vez en su vida, Laüme me dejó sin decir una palabra, sin un reproche; pero esa frialdad extrema era peor que si me hubiera hecho una escena.

Escuché como, de vuelta en su habitación, que estaba al otro lado del rellano, rompía espejos y frascos de loza, tiraba los muebles al suelo y gritaba de rabia en una lengua desconocida para mí. El guirigay despertó a toda la casa. El cochero retribuyó generosamente al amo del albergue para compensarle en el acto de las contrariedades sufridas, y por fin se hizo el silencio.

Encogido junto al hogar, esperé al alba sin poder dormir. Mi confusión era absoluta. Tan sólo un día antes, a la misma hora, no era más que un cadáver destinado a servir de festín a las moscas y a los gusanos. Hoy, estaba vivo de nuevo, y una especie de hada, una criatura imposible, esperaba de mí una actuación heroica que yo sabía fuera de mi alcance. Laüme me quería león pero yo era -como mucho- un ratón, uno de esos súbditos sin brillo del rey de las ratas a quien Raya me había hecho jurar fidelidad en otro tiempo. Y acababan de regalarme un destino demasiado grande para mí…