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La continuación de nuestro viaje a París sufrió inevitablemente por el fiasco de la primera noche. El segundo día casi no nos hablamos; a lo largo del tercero no fuimos mucho más locuaces. Sentados frente a frente en la calesa, evitábamos hasta cruzar las miradas. Creo que Laüme empezaba a dudar de mi capacidad de colmar sus esperanzas, y acaso se arrepentía de haber trabajado tanto por mi resurrección. Yo no sabía qué decir, y la revelación de mi impotencia pesaba como el hierro en mis hombros y en mi corazón. La idea de mi linaje degenerado me obsesionaba y no lograba imaginarme con qué milagro podría superar yo solo la tara de tantas generaciones contaminadas por la demencia de Dragoncino.

A través de las ventanillas de la berlina, el paisaje se modificó. Dejamos Hungría y entramos en Austria. En las paradas, cada uno cenaba en su habitación. Después, yo me quedaba mucho rato sentado en un sillón sin hacer nada, esperando que Laüme viniera a reunirse conmigo. Era a la vez una esperanza y un temor, pero eso nunca ocurrió. Mis noches siguieron siendo solitarias. Por la mañana, nos encontrábamos en el momento de subir al coche, y la larga prueba de otra jornada silenciosa volvía a empezar hasta la etapa siguiente. Laüme se envolvía en una manta de piel y aparentaba dormir. Sin embargo, yo sabía que me observaba a través de sus párpados medio cerrados. Incluso en la penumbra del habitáculo, yo sentía su mirada sobre mí. Me parecía que cuantos más días pasaban más se endurecía esa mirada. Después de Viena, a los mudos reproches se añadieron largos suspiros. Laüme parecía cada vez más nerviosa, febril, y su irritación, palpable, conseguía al fin paralizarme.

Una noche, cuando estábamos en un albergue a una cuarentena de leguas de Munich, no toqué la cena y pedí un segundo frasco de vino con el fin de ahogar en alcohol mis aprensiones y mi resentimiento; pero la bebida, lejos de aturdirme, me calentó la sangre. Invadido por la cólera, de pronto me creí lo bastante fuerte para imponerme a Laüme. Me convencí de que sólo mi pasividad era la causa del enfado del hada. Los primeros Galjero eran hombres fuertes, audaces, emprendedores; ella esperaba una evidencia de que era digno de ellos… Me arreglé con torpeza y, perfumado en exceso para ocultar los efluvios del alcohol que flotaban a mi alrededor, fui a llamar a su puerta. Nadie contestó. Volví a llamar. En la sombra del pasillo, una voz ronca gruñó:

– La señora no está visible. Vaya a acostarse, señor.

Era nuestro cochero cojo que, como Cerbero a las puertas del infierno, había tomado posición junto a los aposentos de su señora. Su mano sostenía una larga fibra de buey tranzada con bolas de plomo. Hubiera debido responderle, intentar resistirme, pero su figura era tan impresionante y su tono tan imperioso que mis hombros se encogieron y toda mi energía me abandonó de golpe. El individuo me tomó por el hombro y me acompañó como se lleva a su habitación a un galopín después de una travesura. Me sentí desdichado y miserable y estallé en sollozos incontrolables delante de él. Tras murmurar algún vano consuelo a mi oído, terminó por dejar caer:

– Si de verdad necesita ver a la señora, yo tengo conocimiento de dónde se encuentra…

– Dígamelo, se lo ruego -exclamé al instante.

– Pero debe jurarme que no le dirá ni una palabra a ella.

Juré por todos los dioses que guardaría el secreto.

– Venga… -me indicó.

Descendimos de puntillas hasta el piso inferior. Yo llevaba una vela. El cochero pellizcó la mecha en el preciso instante en que nos detuvimos ante una puerta de lo más corriente.

– La señora está aquí -susurró-. Quizá pueda usted verla si mira por el ojo de la cerradura.

Había en sus palabras tanta hiel disimulada bajo la suavidad, tanta maldad detrás de un semblante amistoso, que fui muy ingenuo al no sospechar nada de la trampa que me estaba tendiendo. Así pues, apliqué el ojo al orificio como un estúpido. El ángulo de visión era perfecto. Justo ante mí había una cama bien iluminada por un gran fuego de chimenea. Y en esa cama, Laüme entregaba su cuerpo a las caricias de un desconocido. La visión fue como una quemadura y retrocedí enseguida. Mis lágrimas rebrotaron con más fuerza. El cochero ahogó una carcajada.

– La señora es exigente. Tiene necesidades, grandes necesidades, y odia la privación. Haceros salir de donde habéis venido le ha exigido ímprobos esfuerzos, por los cuales esperaba recompensa. Así que toma de otros lo que vos no conseguís darle. ¡Así de sencillo! Y con esto, os deseo buenas noches, señor.

El tipo me dejó sin más comentarios, y yo volví a mi habitación, con un nudo en la garganta y el corazón en la boca, torturado por unos celos inconmensurables que me taladraban.

El resto del periplo hasta París fue un infierno. En las paradas, cada noche, yo lo sabía, Laüme se entregaba a quien encontrara al azar, y eso me resultaba odioso. Mis noches eran un drama. Pero una fuerza -o quizás un vicio más poderoso que mi voluntad y que mi pena- me empujaba a rondar por los lugares donde Laüme se libraba a esas ignominias. El cochero me esperaba para conducirme. Era como un ritual de pesadilla repetido hasta la náusea. Aunque yo era incapaz de soportar por más de unos instantes aquellos espectáculos horribles y fascinantes, lo que percibía reflejaba cada vez más impudor y licencia. La perversidad de Laüme parecía no tener límites. La vi en acción con burgueses y con capitanes, con estudiantes y obreros, y hasta con un abad y su macero que regresaban de una visita al obispo; todos ellos eran viajeros maravillados, encantados de aquella ganga. Con los ojos mancillados por aquellas locuras inmundas, me quedaba postrado. El cochero, por su parte, se recreaba con los sainetes y se divertía haciéndome relatos detallados. De día, en la calesa, yo permanecía silencioso y ausente. Dejaba pasar las horas en una indiferencia que, por la fuerza de las cosas, se había convertido en mi único refugio. Cada segundo de mi existencia me parecía desconectado del anterior y decididamente extraño al siguiente, y ésa era la única forma de conservar una apariencia de equilibrio.

Por fin, franqueamos las puertas de París. Un domingo por la mañana, mientras las campanas de Notre-Dame redoblaban para celebrar el fin de la misa mayor, avanzamos a lo largo del Sena hasta la île Saint-Louis, donde el cochero hizo parar el atelaje en el ángulo del quai d'Orléans y la rue de la Femme-Sans-Tete. Laüme poseía allí un vasto palacete donde había hecho preparar para mí unas habitaciones, tres piezas luminosas decoradas con mobiliario francés. Desde mis ventanas veía la cúpula del Panteón y las aguas del río por las que navegaba una flota de navíos mercantes que reabastecía la capital en convoyes continuos. Todas esas bellezas las juzgué sin encanto y sin color. No veía allí más que el escenario seguro de nuevas humillaciones, de nuevos sufrimientos.

Cuando sus baúles estuvieron deshechos, Laüme me hizo llamar. Me recibió como lo habría hecho con un extraño, no en su habitación, ni siquiera en su salita, sino en un despacho que reservaba para los asuntos de la administración corriente.

– Te he observado bien durante nuestro viaje, Dalibor -me dijo en un tono doctoral-. Todavía eres un niño. No tienes ninguna experiencia del mundo ni de las gentes. Por eso reaccionas con mucha torpeza, cuando yo espero de ti mesura, destreza y decisión. Sin embargo, tu sensibilidad, bien encauzada, podría convertirse en verdadera fuerza, estoy convencida. Así pues, tendrás que trabajar en ello, muchacho. Esta es la tarea que te asigno.

Esas palabras fueron como una lluvia benefactora que transformara de repente un desierto en un jardín de lujuria. Una profunda alegría estalló en mi corazón. ¡Así pues, Laüme tenía proyectos para mí! ¡No me había borrado de su vida, como tanto había temido! ¡Todo era posible aún! ¡Sí, todo!

– Aprenderé todo lo que usted quiera enseñarme -prometí con fervor, tratándola de usted para dejar bien claro el respeto que deseaba mostrarle.