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– Madame, ¿considera necesario cargar con todas estas provisiones? -preguntó Tewp visiblemente inquieto, mientras sentía el peso de los paquetes en sus brazos-. Dudo que vayamos a pasar hambre hasta Estambul.

La nota de impaciencia de su voz molestó a Garance.

– Con la excepción de una o dos botellas de vino, estos productos no son para el viaje, coronel. Si la suerte está de nuestro lado, vamos a aprovecharlos aquí y ahora.

Sin darle al coronel tiempo de protestar, Garance se abrió paso entre la multitud hasta la salida del recinto. Encontró el camino a seguir entre las carretas de mano y las camionetas aparcadas sin orden en la calzada hasta una especie de callejón adoquinado, apenas iluminado, donde colgaba un único cartel en forma de caracol. Sin comprobar si Tewp la seguía, empujó la puerta y entró en una sala ruidosa y llena de humo: una tasca a la antigua. Detrás de un largo mostrador de cinc, un hombre de torso colosal cubierto por un mandil blanco abrió desmesuradamente los ojos al ver a la pequeña figura de la mujer que entraba en su establecimiento.

– ¡Madame Garance! -rugió con voz de león.

Ydejó caer el vaso que estaba secando para precipitarse al encuentro de la vieja dama.

– Bastien, le presento a un amigo muy querido -dijo ella señalando a Tewp-. Es inglés. Iniciémosle en nuestra cocina. Ya conoce mis gustos, ¿verdad? Le he traído algo de materia prima.

Ypuso en manos del tabernero todas las provisiones que había comprado. Con mil señas de deferencia mezclada con excitación, el patrón instaló a sus nuevos clientes en la primera mesa libre y preparó los cubiertos en un santiamén. Tewp suspiró sin saber cómo tomarse la situación. El lugar no estaba hecho para él. La sala era demasiado estrecha, y se veía obligado a frotar su hombro contra el de su vecino de banco. Los olores de ajo, de cigarrillos negros, de vino y de sudor casi le producían náuseas. Y, sin embargo, de aquella atmósfera se desprendía una bondad, un calor que le eran extrañamente agradables. Una voz íntima, en lo mis profundo de su interior, le susurraba que allí se ocultaba un secreto, una revelación que se le había escapado hasta entonces o que siempre había dejado de lado. Hizo un mohín de disgusto al acordarse de la taza de té que había tomado en solitario en la cantina de la estación de Brighton, veinticuatro horas antes. Por un segundo, le embargó de nuevo la inmensa tristeza de aquel instante, y deseó que Perry Maresfield y Dennis estuvieran a su lado en ese momento.

– ¿Algo va mal, oficial Tewp? -preguntó madame de Réault.

Tewp sacudió la cabeza sin contestar y observó a los bebedores acodados en la barra. Había una mezcolanza de gente. A los trabajadores de Les Halles -jóvenes carniceros manchados aún con las huellas de sangre de los cuartos de res trasportados a la espalda, vendedores de flores en cestos de mimbre, compradores apresurados engullendo un café entre dos pujas- se sumaba una población de noctámbulos. Los vagabundos aferrados a su vino malo se codeaban con parejas mundanas que llegaban, después de la farra, a calentarse con una sopa de cebolla tras pasar la noche bailando en los clubes de moda.

– Este sitio no ha cambiado desde los años locos -comentó Garance al ver que Tewp observaba a una hermosa mujer en traje de noche que picaba con buen apetito de un plato humeante a rebosar de cerdo con coles-. Bastien no era más que un niño en aquellos tiempos. Su padre regentaba el establecimiento. El hijo ha tomado dignamente el relevo. Cocina divinamente. ¡Le sorprenderá, se lo garantizo!

Una camarera depositó ante ellos una bandeja de caracoles y descorchó una botella de vino blanco. Al ver las cáscaras brillantes de grasa, Tewp torció los labios.

– Creo que voy a abstenerme -afirmó en un tono que aspiraba a no admitir réplicas-. Acostumbro a comer muy poco. Y desde luego, nunca demasiado a estas horas de la noche.

Pero Réault no le escuchó. Hizo rodar con autoridad los caracoles en el plato de él, y le sirvió además un vaso hasta arriba de vino.

– No bebo alcohol -objetó, tratando de resistir.

Garance le sonrió. Anciana como era, arrugada, debilitada por los años y la enfermedad, aún sabía ser cautivadora. Por un segundo, Tewp agradeció al destino no haberla conocido cuando era joven. Madame de Réault había sido sin duda bella, seductora, atractiva. De hecho, había vuelto locos a muchos hombres. Había arruinado a algunos, no de forma deliberada, como lo habría hecho una cocotte, sino sin saberlo, sin pedir nada, sin esperar nada. Hombres poderosos habían intentado atarla con cadenas de oro o de diamantes. Pero no había metal ni piedra preciosa lo bastante resistente para retener a aquel monstruo de independencia que era Garance de Réault.

Con una mirada desafiante fija en los ojos del coronel, ella alzó su vaso.

– Cree que le estoy haciendo perder el tiempo, ¿verdad, David? Opina que mi conducta es propia de una loca y ya se arrepiente de haber cedido a mi capricho. ¿No contesta? Pues bien: se equivoca. Este alto en este lugar es importante para nuestra búsqueda, vital, incluso. Es como su emblema, su justificación última…

– No entiendo -se excusó Tewp.

– Laüme y Dalibor Galjero son dos monstruos, coronel. Son la barbarie y la crueldad. Nosotros somos la civilización. El refinamiento. La delicadeza exquisita en todas las cosas, empezando por los placeres de los sentidos. Beber este vino y comer estos caracoles, coronel, es como firmar el pacto de nuestra humanidad contra el Diablo. No lo tome como una blasfemia, pero esta comida es una especie de comunión entre usted y yo. Entre Inglaterra y Francia. Enemigos, pero tan cercanos. Amigos, pero tan distintos. Concédale esa pequeña satisfacción a esta vieja dama. Moje sus labios en este exquisito caldo, y saboree estas carnes cocidas con amor. Le aseguro que esto le dará más fuerza para combatir el mal.

Fatigado, aturdido por el barullo ambiental, vencido acaso por la sonrisa de Garance, divertido por su discurso sin pies ni cabeza, Tewp apuró su vaso y comió sin remilgos. Contra toda previsión, los caracoles le encantaron y el foie gras le gustó. El capón preparado por Bastien era una delicia, y los quesos, una revelación. Ya había amanecido cuando dejaron la tasca, con pasos un poco vacilantes. Había dejado de llover y el sol brillaba por encima de los tejados grises. Los mercados, abandonados por los comerciantes que habían vuelto a sus casas, habían sido invadidos por un ejército de barrenderos.

– Y ahora ¿que hacemos? -preguntó Tewp, obligado por primera vez en su vida a aflojarse un agujero del cinturón.

– ¡Vaya pregunta! Ahora nos vamos de caza, coronel.

Las odaliscas

Ellas no sabían nada de él. Ni su nombre, ni el lugar de donde procedía, ni las razones de su presencia en la ciudad. Desde hacía veinte días, cada mañana al alba, a la hora en que los clientes ordinarios dejaban la casa, él apartaba el velo que cerraba su alcoba e iba a tumbarse junto a ellas. Con la mejilla sobre su vientre desnudo, cerraba los párpados y, lentamente, sin un gesto ni una palabra, sin ni siquiera dirigirles una mirada, se dejaba deslizar hasta lo más profundo del sueño. Sus ojos se cerraban como los de un niño. Pero Özlem y Rüya, dos hermanas que apenas se llevaban un año de edad, sabían que el hombre rubio que se había introducido en su lecho no estaba exhausto a causa de juegos inocentes. Su tez pálida era la propia de un enfermo, y su respiración demasiado rápida traslucía remordimientos y tormentos. Cuando soñaba, los movimientos rápidos de sus globos oculares bajo los párpados las asustaban. Los dedos del extranjero se crispaban entonces como garras y arrugaban las gruesas telas extendidas sobre la cama. Palabras incomprensibles salían de su boca con un ritmo entrecortado, disonante. ¿Qué buscaba el hombre en los sueños? ¿Qué veía? ¿Qué revivía? ¿En qué lengua prohibida invocaba a los espíritus de los muertos? Özlem y Rüya lo ignoraban. Sentían curiosidad, es cierto, pero no osaban formular las preguntas que las apremiaban, porque el rumí las trataba bien. No las sometía, contrariamente a los otros hombres. No les imponía lo que otros solían exigir de ellas. Sin embargo, les pagaba, y con generosidad, mejor de lo que nunca habían sido retribuidas: puñados de largos billetes turcos de papel quebradizo, mezclados a veces con dólares americanos o con libras inglesas. Ellas tomaban el dinero, tímidas, respetuosas, mirando de reojo las largas cicatrices que surcaban sus costados, su torso, su espalda, y dándole las gracias con unas palabras.