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– Antes de ocuparme de ti personalmente, quiero confiarte a dos preceptores muy estimables. Con ellos te desbastarás; después pasaremos juntos a saberes más interesantes. Pero cada cosa a su tiempo. Mañana, el señor Syllas te dará tu primera lección.

Hice amago de protestar, asegurar que sólo la aceptaba a ella como institutriz y que rechazaba a cualquier otro maestro, fueran cuales fuesen sus competencias y sus certificados, pero mi rebelión, una vez más, quedó frustrada. Despedido, me volví a mi habitación sin otro recurso que tomarme mis males con paciencia.

Al día siguiente, mucho antes del alba, mientras dormía profundamente, una mano firme me sacudió para despertarme.

– ¡Arriba, señor Dalibor! ¡Detesto a los perezosos, y tenemos mucho que hacer, se lo aseguro!

En su traje negro de corte impecable, el señor Syllas hubiera podido parecer un cura, si no fuera porque en sus ojos brillaban las chispas de suave malicia que jamás alegran la mirada de los desdichados que han pasado por la laminadora intelectual del seminario.

Rumano, llegado a París con los bagajes de los prusianos después de los Cien Días, debía inculcarme todas las sutilezas del francés, primer elemento indispensable, según Laüme, de mi educación de gentilhombre. Era un viejo dandi de humor encantador, con la piel untada de pomada y los cabellos teñidos de tinta. Gramático y lingüista sin par, sabía hacer divertida su disciplina sosteniendo sus lecciones con ejemplos cómicos. Sin embargo, a pesar de toda su buena voluntad y de las numerosas horas de trabajo que me imponía, me revelé como un alumno mediocre, poco dotado para el aprendizaje de las lenguas. No era porque yo no me esforzara, sin embargo, puesto que no quería disgustar a Laüme; pero a pesar de los parecidos entre el rumano y el francés, mi cerebro tenía todas las dificultades del mundo en asimilar las bases de la lengua de Molière. Mis lecciones comenzaban a la aurora con fastidiosos ejercicios de conjugación y sintaxis; después, hacia las once, salíamos para enriquecer mi vocabulario con términos precisos inspirados por nuestros encuentros y el espectáculo de las calles.

Desde su llegada quince años atrás, el señor Syllas se había enamorado de Francia. Conocía París como si hubiera nacido allí y me hizo descubrir la ciudad con tanto entusiasmo como buen humor. Me gustaba pasear con él, y la ciudad me parecía maravillosa. Todos los días, a mediodía, cruzábamos los jardines del Palais Royal bajo los olmos y los tilos plantados al tresbolillo. Al extremo de una zona de césped, hacíamos un alto ante un pequeño cañón sobre el que había montada una lente que concentraba los rayos del sol. Cuando el astro alcanzaba su cénit, el foco de la óptica prendía la mecha de la bombarda, que disparaba un tiro de salva muy rotundo y sonoro. El señor Syllas sacaba entonces el reloj del bolsillo del chaleco y les daba un retoque microscópico a las agujas. A continuación nos íbamos a tomarnos unos vasos de vino al Café des Aveugles, bajo las arcadas de la galería de Valois. Por fin, nos entreteníamos en el teatro de sombras de monsieur Séraphin antes de regresar tranquilamente hacia la isla, donde las clases proseguían de manera más académica.

Al cabo de diez meses de este régimen, el señor Syllas, muy a su pesar, tuvo que confesarle a Laüme mis mediocres progresos. Convocado de nuevo a su despacho, agaché la cabeza como un malhechor recibiendo un sermón.

– Tienes desesperado a tu profesor, Dalibor, y eso me apena. No por él, sino porque estamos perdiendo el tiempo. Por eso he decidido estimularte de una manera muy particular. ¿Ves esto?

Con sus largos dedos, el hada abrió un cofrecillo de madera barnizada que tenía ante sí. En su interior vi una figurilla de cera cuya cara se parecía indiscutiblemente a la mía.

– Éste es el primer genio familiar que he fabricado para ti. Lo empecé hace más de un mes, al principio del último ciclo lunar. Estaba destinado a tu protección física, pero he decidido modificar su uso cuando el señor Syllas me ha informado de tus escasos progresos. Ahora está listo. Te ayudará a expresarte en francés para que puedas abordar rápidamente otras materias.

– ¿Qué tengo qué hacer? ¿Cómo funciona este objeto?

– Esto no es una máquina -respondió Laüme con una pizca de impaciencia-. Tú no tienes que hacer nada. Yo sola he realizado el esfuerzo de concebirlo y de hacerlo vivir. Conténtate con beneficiarte de sus ventajas.

Perplejo, me retiré del despacho y regresé junto a Syllas. Hicieron falta aún unos días para que los efectos del genio de las lenguas se hicieran sentir; pero una vez iniciados, fueron rápidos y espectaculares. En unos días, las sutilezas de la conjugación no tuvieron secretos para mí, las palabras, los giros y las expresiones corrientes me venían a los labios de manera espontánea y sin ningún esfuerzo por mi parte. Diez días después de la activación de la figurilla, yo leía de corrido y comentaba las poesías de Chamfort, las obras de Voltaire y de Rousseau… El señor Syllas me dio la enhorabuena, sin comprender qué había podido activar en mí aquella repentina soltura.

– Su acento es bastante bueno, señor Dalibor -dijo para felicitarme-, y su sintaxis es más que aceptable. Aprecio mucho el cuidado que pone en dar variedad a su léxico. Sin embargo, tenga cuidado con la articulación de sus frases. Los franceses tienen enormes cualidades, pero no tienen oído musical. No harán ningún esfuerzo para buscar la palabra que se esconde detrás de la papilla que usted les sirve.

– Tendré cuidado, maestro.

Cuando estuve lo bastante curtido en la lengua, Syllas me presentó a mi segundo preceptor. El señor Hubert era francés. Era un hombre de sesenta años, fino y elegante, de movimientos vivos y aspecto atractivo. Había sido capitán de caballería del ejército de Napoleón y contaba de buena gana sus recuerdos de las campañas. Nacido marqués, había recibido la educación perfecta de un joven aristócrata destinado a la misma vida cortesana de sus antepasados. Pero la Revolución había trastornado esas perspectivas y Hubert había dejado pasar la tormenta del Terror y las extravagancias del Directorio antes de saltar a caballo detrás del aventurero Bonaparte cuando se formó el ejército de Italia. Galopar de Areola a Austerlitz y de Wagram a Quatre-Bras lo había dotado de una sólida experiencia con los caballos y las armas. Laüme lo había elegido para enseñarme equitación, esgrima, tiro y buenas maneras en todas las ocasiones. Viejo grognard, Hubert detestaba a los Borbones, pero tampoco era republicano, por cuanto soñaba con ver un día renacer de sus cenizas al Imperio por iniciativa de un nuevo Napoleón. Esta vez no tuve necesidad de ayudas sobrenaturales para seguir sus lecciones. Familiarizado con los animales, disfrutaba en compañía de los caballos, y la esgrima me divertía. En las alamedas del bosque de Bolonia o en las Tullerías, hacíamos correr nuestras monturas entre un vendaval de polvo y arena antes de cruzar los aceros en la rue aux Ours, donde el hombre tenía su residencia, en una sala que era frecuentada por los mosqueteros en tiempos de Luis XIII y Richelieu.

– No perderemos el tiempo con el florete, señor -me anunció Hubert en la primera lección-. Voy a enseñarle a matar, no a pavonearse. Para eso, el sable y la espada de caballería son inmejorables. Empecemos por la claymore escocesa. Es un instrumento notable que aúna peso y equilibrio. Pero deberá fortalecer sus músculos para manejarla correctamente.

El arma, en efecto, pesaba en mi mano, y me era imposible blandiría más de unos minutos sin agotarme.

Consciente de mi constitución mediocre, Hubert decidió hacerme comer carne roja por las mañanas y me sometió a penosos ejercicios físicos. Yo no tenía aún veinte años en esa época, y todo me aprovechaba. En unos meses, me fortalecí y me desarrollé tan bien que la claymore acabó pesando poco más que una ramita en mis manos.