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Paralelamente a la esgrima, Hubert me enseñaba tiro. En aquella época se necesitaba casi un minuto para cargar un arma de fuego, lo cual volvía loco de impaciencia al antiguo oficial.

– Los fusiles franceses son más precisos pero mucho más lentos de recargar que las carabinas inglesas o los trabucos prusianos. ¡Eso nos costó la victoria en Waterloo! Nunca insistiré bastante en la rapidez con la que hay que poner el cebo en la platina y el taco en el cañón. Es una cuestión de vida o muerte.

Yo debía realizar ejercicios diez veces al día para mejorar mi rendimiento. Como Syllas en su terreno, Hubert era un excelente profesor y sabía contagiar la afición a su materia. Bajo su férula, me convertí rápidamente en un jinete bastante bueno, un tirador certero y un espadachín aceptable.

– Ahora sabe usted tanta técnica como yo -me dijo un día mientras regresábamos de la rue aux Ours por el Chatelet-, sólo le falta práctica. Sin duda, un día cercano se le presentará la ocasión de poner a prueba su valor. Mientras tanto, he recibido órdenes de prepararos para otras hazañas.

– ¿Cuáles?

– Joven, ahora que puede usted vengar su honor sin temer a ningún adversario, debe hacer su presentación en sociedad. Por un tiempo cambiaremos los establos y los entablados de las salas de esgrima por el parqué de los salones y los palcos de los teatros. Voy a inculcarle los modales de la alta sociedad.

No confundir la copa de vino con la de agua, saber que jamás se besa la mano de una dama, sino que tan sólo se la roza levemente con los labios, bailar el vals sin perder el equilibrio y muchas otras materias fútiles constituyeron para mí nuevos objetos de estudio durante unas semanas. Aquello no me exaltaba tanto como los ejercicios marciales, y yo manifestaba cierta reticencia en seguir los consejos de mi maestro, lo que a veces hacía resurgir su rudeza de oficial.

– Siempre será usted algo palurdo, me temo -deploraba a menudo-. Quizá le convendrían unos correazos en los costados para obligarle a aplicarse… Pero en fin, en cuanto se ponga en ridículo una o dos veces y escuche las risas a su espalda, quizá se acuerde de mis consejos. No es asunto mío. En cuanto a mí, estimo que sólo queda curtirle. Para su primera salida, iremos mañana al Cenáculo.

– ¿Qué es eso? -pregunté con aire despistado.

– ¿El Cenáculo, señor? -replicó Hubert con una voz de pronto altanera-. Es el lugar donde de construye el espíritu de París, el salón donde el señor Hugo recibe a los mejores talentos de nuestra época. Es un honor ser recibido en él.

Al día siguiente, como me había prometido, Hubert me condujo a la rue Notre-Dame-des-Champs a la morada de un joven poeta picado de revolución literaria. Estaba abarrotado del sótano al altillo y no se podía dar un paso sin tropezar con un exaltado que recitaba versos o declamaba diálogos teatrales. Hubert me susurraba nombres al oído, pero yo no retenía ninguno. El viejo militar sentía un gran respeto por los escritores, una sensibilidad que estimaba curiosa y divertida en éclass="underline" un antiguo oficial de Napoleón capaz de llorar escuchando una oda. Me presentó a Hugo, el cual, como yo no tenía nada que darle a leer ni que decirle, ya que no había leído nada de sus obras, se desinteresó de mí en menos de lo que se tarda en apagar una vela. Mientras que yo molestaba a Hubert suplicándole que me sacara de aquel lugar donde me moría de aburrimiento, un joven extravagante me tendió la mano sin rodeos con una amplia sonrisa. Sus ojos oscuros chispeaban de buen humor y de energía. Su piel tenía un extraño tono mate, y sus rasgos eran los más redondos que jamás hubiera visto.

– Soy Dumas -me dijo-. Alexandre Dumas, autor dramático. ¿Usted es…?

– Dalibor Galjero -contesté estrechando la mano del mestizo.

– Y éste es el señor Hubert…

– Excelente maestro de armas, lo sé -comentó Dumas saludando al antiguo capitán-. He tenido algunas ocasiones de comprobar el alcance de sus talentos en la sala de la rue aux Ours. Desconocía su pasión por las bellas letras, señor. Estoy encantado…

Huber y Dumas intercambiaron algunas cortesías.

Dumas llamó a sus amigos y nos los presentó: estaban un tal Gautier, un pintor llamado Delacroix, y un De Nerval, de ojos febriles y cabellera desmelenada.

– ¿No les parece que este lugar es terriblemente irrespirable? -preguntó Dumas después de algunos minutos de conversación-. ¿Y si nos vamos a cenar?

Agregados a la pandilla, Hubert y yo acompañamos a aquellos agradables caballeros hasta un restaurante a orillas del Sena, donde ocupamos un gran salón. Nos sirvieron profusión de ostras y vino blanco, pulardas y salsas delicadas. Banqueteamos entre hombres hasta bien entrada la noche. Aquellos señores entusiastas se llamaban a sí mismos «Joven Francia» o «románticos». Decían amar al pueblo y despreciar a los burgueses, y pretendían vivir como aristócratas. Su compañía era alegre y divertida; a mi edad, eso me bastaba. Al final de la cena, el señor Hubert nos contó cómo le había roto la cabeza a un general austríaco en Austerlitz y cómo se había apoderado de la bandera de un escuadrón de lanceros rusos durante la batalla de Moscova. Se fumaban pipas y cigarros y se bebía absenta y coñac.

– Háblenos de usted, señor De Galjero -me dijo Dumas-. Aparte del hecho de que parece un gran muchacho y un buen amigo del señor Hubert, no sabemos nada de usted. Su acento es extraño. ¿Bajo qué cielos vio usted la luz, y a qué debemos el placer de su presencia en París?

– Mi nombre es Dalibor Galjero -precisé de entrada-. Sin partícula.

– ¡Eso no importa, querido! -exclamó Dumas-. Aunque como marqués que es posee una, el señor Hubert no la enarbola. Su ausencia o su presencia no indica, desde luego, el valor de un hombre. Pero no olvide el aspecto musical de la cuestión. En su caso, suena bien al oído. Bueno, prosiga, señor De Galjero.

En pocas frases, me inventé unos orígenes y una historia para justificar mi presencia en París.

– Crecí en Bucarest. Me enviaron a Alemania y a Francia para completar mi educación. Es eso que los franceses llaman el grand tour, creo. Pero París me gusta tanto que pienso quedarme.

– Muy bien… ¿escribe usted?

La pregunta me hizo gracia.

– ¡No, por cierto! ¿Por qué me lo pregunta?

– Porque tiene usted un aura extraña, me parece. Un perfume… o, mejor, un soplo misterioso, como el que acompaña a la gente que acostumbra frecuentar lo imaginario.

– Te equivocas, Alexandre -corrigió al punto Nerval-. El señor Galjero no es un autor. Es algo infinitamente mejor que eso: ¡es un personaje! Lo noté enseguida cuando fuimos presentados. ¡Sí! Sería un magnífico modelo para un héroe de novela. Aúnaprestancia y exotismo.

– Un héroe de novela o una figura de uno de mis lienzos -sobrepujó Delacroix vaciando su copa-. Su rostro es soberbio. En más joven, se parece a mi Sardanápalo. Me gustaría pintarle un día, si me lo permite. Debe de gustar mucho a las mujeres, señor. Lo adivino afortunado con ellas.

Había surgido un tema que obviamente me disgustaba mucho tocar. Súbitamente muy incómodo, sentí que me ruborizaba y balbucí una frase sin pies ni cabeza que hizo rugir de risa a los comensales.

– ¡Ah, vaya! ¿No será usted virgen, señor? -me pinchó con gentileza Dumas.

– La verdad es que nunca me he interesado por esas cosas -confesé, rogando al cielo por que el tema de conversación cambiara rápidamente.

Pero, ¡ay!, mi respuesta redobló el interés de mis nuevos camaradas.

– No está permitido, a su edad y con su prestancia, ser ignorante en este dominio -dijo Delacroix-. ¿Quiere que lo remediemos? Todos nosotros tenemos entrada en las mejores casas parisinas, y seguro que encontraremos a la chica de sus sueños, sean cuales sean sus inclinaciones. Le aseguro que el asunto puede estar resuelto en una hora.

– Es muy tarde, señores, y creo que vamos a dejarlos con sus frivolidades -se aprestó a intervenir Hubert-. Yo soy una especie de carabina del joven Galjero, ¿saben? Mi misión es velar por su moralidad. Beber y conversar en buena compañía es una cosa, pero frecuentar los lugares que ustedes se proponen hacerle visitar creo que todavía no es para él.