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– ¿Y quién tiene atado tan corto a este joven pura sangre? -se asombró Dumas-. ¿Es su señor padre el que ha dado esas órdenes tan horribles?

– No, señores. Es una dama de gran belleza. Y si ella le sujeta las riendas, el motivo evidente es que se lo reserva para sí.

Las galerías del Palais Royal

Las semanas que siguieron me convertí en asiduo de los románticos. Delacroix compartía mi amor por los caballos; montábamos a menudo en Luxemburgo o en las Tullerías. Las paradojas, la impertinencia y la viva imaginación de Dumas me divertían. Nerval me intrigaba, y la conversación de Gautier era con frecuencia desconcertante. Hugo, a cuya casa acudíamos a menudo, era el único que no me gustaba demasiado: sus aires de grandeza me irritaban. Sin embargo, muchos lo consideraban un maestro. A su alrededor flotaba un aura malsana que me incomodaba en extremo. Mi presencia debía de producirle un malestar equivalente, porque él también evitaba dirigirme la palabra.

– Hugo es una especie de vidente -me explicó Gautier mientras me aconsejaba en la elección de guantes y sombreros en el establecimiento de un reputado peletero de la rue Saint-Honoré-. Es menos brillante que Nerval, que tiene fulgores increíbles, pero está más anclado en lo real. Sabe sacar partido de sus dotes, mientras que Gérard es un poeta en todo lo que hace. Hugo es un zorro. Sus escritos no son nunca espontáneos. Cada una de sus palabras es un cálculo, cada una de sus frases una ecuación. Todo lo suyo atrae y deslumbra, pero al final resulta bastante frío y estéril.

Yo no poseía en aquella época ninguna cultura literaria y me encontraba incapaz de juzgar las obras de tal o cual autor. Intenté leer los textos de mis nuevos amigos, pero mi espíritu aún no estaba lo bastante formado para comprender las sutilezas de sus escritos y disfrutar las variantes de sus estilos.

Sin embargo, me dedicaba a ello de forma asidua, porque hay que decir que mis jornadas estaban por entonces compuestas más de ocio que de estudio. Ya no veía mucho a los señores Syllas y Hubert. Iba a menudo a solas a cruzar aceros a la rue aux Ours o a pasearme a lo largo del Sena hasta el Louvre. En cuanto a Laüme, apenas la veía y no sabía exactamente en qué empleaba su tiempo. El palacete del quai d'Orléans era tan vasto que podíamos vivir en él sin encontrarnos. A veces, no obstante, ella me convocaba a su despacho para preguntarme cómo me encontraba y si mis lecciones iban bien, pero su solicitud no iba más allá de estas preguntas. Con el tiempo, mis celos habían menguado. Ignoraba si Laüme repetía en París los odiosos comercios que había mantenido durante nuestro viaje de Rumania a Francia y, sobre todo, no quería saber nada. Alguna vez había escuchado al cochero señalar con sus pasos desiguales su presencia delante de mi puerta a medianoche; pero como yo había tenido la fuerza de resistirme a su invitación callada, él no había insistido. Mis pensamientos, por aquel entonces, se volvían hacia mis camaradas románticos. Divertido por su compañía brillante, adopté la costumbre de acudir cada noche con ellos al teatro o a la ópera. Esas salidas eran agradables y me distraían con eficacia de mi obsesión por Laüme, y se prolongaban hasta muy tarde con alegres ágapes en los que nos encontrábamos con jóvenes modelos de los estudios de Delacroix o aprendices de actriz reclutadas por Dumas. Aquellas señoritas risueñas, nada ariscas, solían terminar bastante desvestidas en los salones de Véfour o de Procope, donde todos los poetas de la capital eran recibidos a mesa y mantel. Pasaban alegremente de unos brazos a otros, repartían besos en la boca, se dejaban tocar, y se burlaban de mí, que permanecía frío a sus guiños.

– El señor De Galjero no es para vosotras, picaronas -se reía Dumas-. Este gran lobo surgido de las brumas es propiedad de otra. Una misteriosa criatura mucho más bella que vosotras, al parecer. ¿No es así, Dalibor?

Molesto, yo no respondía y optaba por irme cuando llegaba la hora de los excesos más crudos.

Sandrine, que servía de modelo para las ninfas de Delacroix, era una de aquellas jóvenes coquetas. Su rostro expresivo tenía una frescura enternecedora. Su cuerpo grácil, poco formado, parecía el de una niña. Yo leía en su mirada que sentía hacia mí una atracción especial. Se me acercaba cada noche e intentaba engatusarme, Su sonrisa se volvía triste cuando yo me eclipsaba sin responder y la abandonaba a las manos y los besos de otros. Poco a poco, sin embargo, me dejé ablandar por esa muchacha en la que creía encontrar un poco de mi propia ingenuidad. Compartíamos cierta vulnerabilidad, y ella, con su belleza simple, alegre y picante, era lo contrario de Laüme. Sandrine no me intimidaba. Como mujer no era altiva, carecía de exigencias y de esa perfección que hacía que Laüme me resultara tan glacial, tan lejana, tan imposible de merecer.

Una noche, me susurró palabras de amor que me conmovieron. En esa ocasión no quise separarme de ella. Me llevó a su habitación, en las inmediaciones del barrio de Grenelle, donde iniciamos suaves abrazos que pusieron mi pasión al rojo. Pero a pesar del loco deseo que sentía por ella, mi verga no se irguió. De nada sirvió que Sandrine la acariciara con las manos, la recorriera con su lengua o la oprimiera entre sus senos: mi virilidad permanecía a media asta y no daba más signos de progreso que cuando Laüme se había echado sobre mí en la habitación del albergue rumano. Avergonzado, farfullé una torpes excusas y se me saltaron las lágrimas. Sandrine, comprensiva, me estrechó en sus brazos y murmuró dulces palabras de consuelo. Permanecimos así largo tiempo, nuestros cuerpos desnudos estrechamente unidos el uno contra el otro, pero obligados a una castidad total a pesar de nuestro deseo doloroso.

Cuando apuntaba el alba, debí regresar a la île Saint-Louis. Dejé a Sandrine a mi pesar, con la promesa de volver a verla muy pronto y murmurándole mil simplezas para alabar su belleza traviesa y prepararla para mi regreso. A pesar de mi impotencia, acababa de pasar las horas más luminosas de mi existencia, y habría estado a dos dedos de la felicidad perfecta si hubiera sido un hombre común. Pero yo era un Galjero, un hombre de un antiguo linaje marcado por el favor de un hada enérgica y peligrosa. Mis actos no respondían a las mismas leyes que los del común de los mortales; un juez sancionaba mis desvíos. Un juez que había adquirido todos los derechos sobre mí por haberme sacado un día de entre los muertos.

A medida que avanzaba hacia el palacete del quai d'Orléans mi miedo crecía. Miedo de enfrentarme a Laüme. Miedo de tener que responder de mis debilidades ante ella. Miedo de que, por arte de magia, lo supiera ya todo de mis intentos de engañarla. Pálido y tembloroso, con las rodillas flojas y un sudor agrio bajándome por las sienes, me hice anunciar. Mientras me ajustaba la ropa y me arreglaba la chalina, me disponía a soportar una escena terrible. Pero Laüme no me hizo ninguna pregunta sobre mi escapada.

– He establecido un nuevo programa para ti, Dalibor -anunció en un tono neutro-. A partir de ahora yo seré tu institutriz. Quiero convertirte en un mago. Es hora de empezar tu iniciación. Comenzaremos estudiando los rudimentos de la astrología…

A partir de aquel día y sin más preámbulos, lo esencial de mi tiempo se consagró a la austera ciencia de los astros. Laüme me explicaba los símbolos y me describía el curso de los planetas. Me enseñó a elaborar una carta astral y a interpretarla. Todo aquello era muy abstracto para mí y resultaba complejo. Por mucho que me aplicaba, las nociones de precesión de los equinoccios o de retrogradación me causaban aversión; confundía a menudo las imágenes de Virgo o de Escorpión, erraba al recordar la diferencia entre planetas en oposición y en quinconcio, tropezaba con la atribución de los dominios de las doce casas del zodíaco. Laüme era exigente y no comprendía mi falta de interés.