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Mi espíritu, como el de todos los malos estudiantes, anidaba en otra parte. Los instantes pasados acariciando a Sandrine no dejaban de perseguirme. Cada minuto, cada segundo, su imagen surgía ante mis ojos. Su perfume parecía flotar alrededor de mí y mi boca salivaba ante la idea de posarse de nuevo en sus labios. Tenía hambre de ella… pero tuve que esperar tres noches antes de volver a estar a su lado en su habitación. Pretexté una salida al teatro con Dumas para poder dejar por unas horas la île Saint-Louis. Aunque algo mejor que la anterior, mi actuación no fue lo bastante brillante para permitirme consumar nuestra unión. Mi compañera no se mostró rigurosa conmigo por esta nueva debilidad. Nos lo tomamos a risa y encontramos cien maneras de olvidar mi fallo.

Con Sandrine se aligeraba el peso que me aplastaba cuando estaba en presencia de Laüme. Gracias a ella, me parecía recuperar un poco de mi libertad perdida. Me creí enamorado. Cuando la dejé aquella noche había tomado una resolución: quería hablar con Laüme, reconocer que no estaba a la altura de sus expectativas, que lo que esperaba de mí no estaba a mi alcance, y me sentía con la fuerza suficiente para romper el pacto que me ligaba al hada. Mis argumentos estaban preparados, mi decisión tomada. Me imaginaba como un príncipe en trance de abdicar por el amor de una corista, y la idea me exaltaba. Quería llevar una vida corriente al lado de una mujer dulce, que supiera amarme por lo que era y no por lo que ella quería que fuera. Durante tres siglos, Laüme había vivido sin ningún Galjero. ¿Por qué razón tenía ahora esa necesidad tan desesperada de mí? ¡No había tal razón! En el fondo, yo era un ser mediocre, incapaz de asumir el grandioso destino que ella me deparaba. Ella me había hecho escuchar la historia de Galjero y de Dragoncino para fortalecerme y para borrar la vergüenza que yo sentía cuando pensaba en mi infancia. Quería darme modelos, ejemplos de bravura y de valor, de ferocidad y de libertad… Pero en lo hondo de mi ser, yo sabía que no me parecía a mis ancestros. No me sentía capaz de repetir los crímenes que ellos habían cometido en nombre de Laüme, ni siquiera para conservar su amor, ni para merecer la vida eterna que me había prometido. No había nada excepcional en mí. Ninguna fuerza. Ningún coraje. Ninguna voluntad de poder. Ninguna necesidad de gloria.

Convencido de que el hada se rendiría a mis argumentos, crucé el umbral del palacete con la certeza de mis derechos y me presenté, pese a lo avanzado de la hora, ante la puerta de las habitaciones de Laüme. Las pocas sirvientas que aún estaban trabajando me informaron de que la señora había salido y no había anunciado la hora de su regreso. Me invadió una sorda aprensión. Corrí a los establos. Tal como esperaba, la berlina no estaba allí. Esperé en vano hasta la aurora. Pasó la mañana. Las tazas de café que engullía para mantenerme despierto pronto no bastaron para vencer mi sopor, y me dormí como una masa en un sillón cuando sonaban las tres y media. Mi espíritu estaba sumido en un sueño sin pies ni cabeza cuando un golpe rudo me azotó la mejilla. Me desperté sobresaltado y vi a Laüme ante mí, con los guantes en la mano, de pie en la penumbra, ataviada con un largo abrigo sobre los hombros que cubría su vestido con polisón. Era de noche y la estancia sólo estaba iluminada por unas velas.

– Vamos a salir -me dijo-. Toma tu frac y tu sombrero.

El tono de su voz no admitía réplica. Busqué apresuradamente mis ropas mientras ella hacía resonar los tacones de sus botines en el parqué del pasillo. Mis resoluciones relativas a Sandrine estaban olvidadas. Habían volado, se habían dispersado como cenizas arrastradas por un vendaval. La aparición del hada había bastado para que yo volviera a ser un trapo mojado. Consciente de mi debilidad, pero incapaz de vencerla, agaché la cabeza y seguí a Laüme sin conocer nuestro destino.

Caminamos junto al Sena, río abajo. De la île Saint-Louis pasamos a la île de la Cité, justo detrás de la catedral de Notre-Dame y del Palacio del Obispo. Allí, directamente adosado al río, había un edificio oblongo de ladrillo oscuro, con estrechas ventanas con barrotes, semejante a una prisión. Rodeado por una alta verja siempre abierta, albergaba una población de burgueses bien vestidos y de pobres diablos harapientos: era la morgue municipal.

– París no es solamente la ciudad de las artes y los placeres -anunció Laüme mientras atravesábamos el portal-. Es también un lugar de muerte y de miseria. Son muchos los desgraciados que ponen fin a sus días ahogándose en el Sena o arrojándose bajo un coche de punto. Las riñas entre legitimistas y republicanos, los duelos, las venganzas privadas y las emboscadas tendidas por los protervos sujetos de los bajos fondos engrosan aún más el número de los cadáveres cotidianos. Aquí traen a los que encuentran tirados en las calles. Aquí se los expone para que los curiosos puedan venir a reconocerlos. Vienen aquí como al teatro. Todas las almas fascinadas por la muerte se recrean en el espectáculo de los cuerpos asesinados. Yo también; me gusta este lugar. Y tú debes aprender a apreciar sus encantos y sus secretos. No hay brujería sin familiaridad con los cadáveres.

Descompuesto, asqueado por las palabras de Laüme y sin embargo incapaz de sustraerme a su influencia, entré detrás de ella hasta el corazón de la casa de los muertos. En una vasta sala glacial, vivamente iluminada con luz de gas, nos mezclamos con el gentío dispar que acudía en brisca de emociones repugnantes. Una pasarela metálica con barreras separaba dos hileras de mesas de mármol negro sobre las que reposaban los cuerpos, con la cabeza levantada por una almohada de granito. Bajo las camas de piedra, unos cajones metálicos contenían enormes bloques de hielo destinados a retrasar lo más posible la putrefacción de la carne. Lo que veía era una sucesión de monstruosidades que me obligaba a menudo a bajar la mirada. Laüme me tomaba del brazo y parecía exaltarse ante la visión de aquellas carroñas inmundas. Por sus venas corría todavía algo del necrófago Yohav: ¿cómo explicar si no los escalofríos de éxtasis que yo veía nacer en su piel? ¿Cómo entender los gruñidos de placer que emitía al contemplar un rostro hundido por la rueda de una calesa o un torso aplastado por la quilla de un barco?

– Ven -me dijo al final de nuestra penosa marcha por la galería-. Conozco un lugar mejor aún.

Sin dejar de colgarse de mi brazo, me arrastró a un pasillo poco frecuentado. Llamó a una puerta vidriada y apareció un hombre en bata que la conocía y que nos condujo al ala del edificio donde se depositaban los cadáveres recién recogidos. Era un privilegio adquirido a buen precio el poder asistir a la llegada de esos cuerpos. En menos de una hora, vimos llegar tres o cuatro despojos cuyas heridas supuraban aún, cuya piel estaba tibia y cuyos miembros aún no habían sido presa de la rigidez cadavérica.

– Percibo el poco de alma que les queda -dijo Laüme, anhelante-. Ella me habla, me cuenta su aventura y su miseria… y a veces también me revela secretos. Te enseñaré a verlas y a escucharlas.

Aquello era demasiado para mí. La cabeza me daba vueltas, mariposas de luz aleteaban en mi retina. Me deshice bruscamente de la presa de Laüme y salí casi corriendo de aquel lugar sórdido. Necesitaba aire.

El frío de la noche mi hizo bien. Acodado en el parapeto, el estómago encogido y el espíritu confuso, sentí que una mano fresca se posaba suavemente en mi nuca.

– La muerte te da miedo, ¿verdad, Dalibor?

La voz de Laüme era suave como la de una madre. La histeria mórbida parecía haberla abandonado. Me volví hacia ella. Su rostro había recuperado la calma. Me parecía verla como el primer día de nuestra unión, cuando yo no había mostrado aún mi impotencia, cuando ella me creía tan fuerte como Galjero y esperaba que fuera tan intrépido como Dragoncino.