– He pasado por la muerte -dije, casi temblando-. No me fascina…
– Yo también, yo he conocido casi el fin -susurró-. Hace mucho tiempo, mis enemigos casi me acabaron conmigo. Pero encontré en las sombras una riqueza insólita que antes no conocía. El mundo de los muertos es tan fascinante como el de los vivos, Dalibor. Podemos aprender tanto de él… Yo he sobrevivido gracias a él. Un día, tú descubrirás sus bellezas y sus tesoros, te lo prometo.
Entonces, por primera vez desde hacía meses, Laüme me besó. No era el beso de una madre ni el de una amiga, sino un verdadero beso de amante, largo, profundo, apasionado… Cuando se apartó, quise prolongar nuestro abrazo y la tomé del talle, pero ella me rechazó con tanta ternura como firmeza.
– Seamos pacientes, ¿quieres? No deseo forzar las cosas. Todo llegará a su tiempo y entonces todo irá como es debido.
Regresamos despacio a casa, caminando uno al lado del otro.
Laüme apoyaba su mano en mi brazo y en ese momento yo me sentía orgulloso de ir a su lado.
Durante varias semanas, temí que la visita a la morgue se repitiera. Sabía que Laüme iba sola a veces, pero nunca más me impuso ese penoso ejercicio, y pude consagrarme a las ocupaciones que había dispuesto para mí. Después del francés, fue necesario que emprendiera estudios de latín y griego en paralelo a mis deberes de astro logia. El genio familiar creado para ayudarme en ese terreno obró maravillas. En menos de un mes fui capaz de, sin ningún maestro y sólo con algunas lecturas personales, dominar esas dos lenguas con tanta soltura como un viejo profesor de la Sorbona. Con fervor, y con la continua preocupación de satisfacer el menor deseo de Laüme, leí a Tolomeo, Hipócrates y Galeno.
En el palacete del quai d'Orléans había miles de obras. Todas eran preciosas, muchas eran raras. Algunas, únicas en el mundo, desconocidas por los mayores bibliófilos, jamás referenciadas, eran como el sueño imposible de un erudito. Laüme las había conseguido en los cuatro rincones de Europa, a lo largo de siglos de existencia, sin un Galjero a su lado, y yo no había adquirido aún el derecho de consultar la integridad de esos volúmenes, y ni siquiera de aventurarme solo en todas las colecciones. Según su pertenencia temática, los libros estaban clasificados en salas diferentes, todas cerradas con llave y de difícil acceso. Para mis estudios de astrología, base de todas las ciencias brujeriles, Laüme sólo me había abierto el salón azul, un pequeño y agradable espacio del último piso de la casa, habilitado especialmente bajo el tejado de manera que se pudiera observar el cielo. Conforme a los planos trazados por Laüme, un gran ventanal abierto en el techo y un telescopio permitían observar las estrellas en las noches de primavera y verano. Altos muebles de cajones que permitían ordenar las cartas celestes extendidas, astrolabios de Arabia, efemérides abiertas en atriles y numerosos tratados doctos convertían el lugar en un mundo aparte, consagrado a la ciencia de los astros.
Aunque nunca las había visto, yo sabía que el palacete encerraba otras salas como aquélla. Laüme me había hablado del salón verde, dedicado a las plantas; del salón gris, donde un día estudiaría la magia de las piedras; del salón blanco, dedicado a la magia ceremonial, y, en fin, de otros espacios aún más protegidos, las celdas de estudio roja y negra donde, me juró ella, un día estudiaríamos juntos los grandes misterios de la sangre y de la muerte.
Como yo mostraba una evidente buena voluntad y, poco a poco, me impregnaba de algunos rudimentos de astrología, Laüme no se oponía a que siguiera frecuentando a mis amigos románticos.
– Gustar a los espíritus elevados parisinos es una especie de patente -aseguró-. Seducirlos y frecuentarlos es un ejercicio saludable y que empezará a curtirte.
Así que, con el pleno consentimiento de mi mentora, fuera de mis horas de estudio solitario continué viendo a mis amigos artistas y dramaturgos. Nuestros encuentros en el Palais Royal eran numerosos y habrían sido placenteros si no fuera porque Sandrine se había empeñado tontamente en reconquistarme. Sin comprender por qué yo le manifestaba una repentina frialdad después de las dos noches que pasamos juntos, jugaba sus cartas para recuperar mi corazón. Por mi parte, hechizado por las palabras de Laüme después de nuestra visita a la morgue y estimulado por la renovada atención que me dedicaba, evitaba mostrar el menor interés por la muchacha. ¿Cómo había podido rivalizar esa chica con el hada que me quería por compañero? Era imposible. Tuvimos algunas escenas. Ella me exigía explicaciones que yo era incapaz de darle. Si yo le hubiera revelado la verdad de los lazos excepcionales que me unían a Laüme, me habría tildado de loco y se habría negado a creerme. De modo que me vi empujado a la mentira y la lasitud. Al rechazar sus avances sin miramientos, me mostré duro y pérfido, lo cual en el fondo no iba demasiado con mi carácter. Me daba mucha pena. Mi actitud acabó por desanimar a Sandrine. La pequeña se dejaba ver aún en nuestras reuniones pero, después de haberse conducido con mis amigos de la manera más licenciosa con el fin de suscitar mis celos, en posteriores reuniones se encerró en una actitud lánguida que no atraía a nadie. Adelgazó, se desmejoró. Sus mejillas se chuparon y sus ojos se hundieron en las órbitas. Al final dejó de venir. Me sentí a la vez aliviado e inquieto. Delacroix me llevó aparte bajo la galería.
– ¿Sabe que Sandrine está en el Hótel-Dieu, muchacho? ¿Y que es por culpa de usted?
La noticia sacaba a la luz mis temores más secretos. Horrorizado, sentí que palidecía de golpe y tuve que apoyarme en un pilar.
– ¿Por culpa mía? Pero ¿cómo?, ¿por qué? No querrá usted decir que…
– Su ligereza le ha provocado una desesperación tan profunda que no ha podido soportarla. Ha intentado torpemente poner fin a su vida. Lo he sabido hoy mismo. La desdichada se debate entre la vida y la muerte.
Me negué a escuchar más y llamé enseguida a un coche de punto para acudir a la cabecera de la infeliz. El Hótel-Dieu era un lugar abominable, peor aún que la morgue. Más que atendidos, los enfermos eran almacenados allí. Los médicos de verdad eran escasos y prestaban unos cuidados irrisorios a los indigentes que no tenían medios para pagarse un médico que los atendiera a domicilio, como solían hacer los burgueses y otras gentes en buena posición. Encontré a Sandrine agonizando en una sala común, entre cuatro decenas de paralíticos, tuberculosos y otros tísicos a punto de franquear las aguas heladas del Estigio. Para poner fin a su existencia, mi pequeña amante se había tragado unos polvos venenosos para eliminar las ratas, que se vendían por cuatro perras en el mercado. El rostro descompuesto, la carne deshidratada, parecía una momia milenaria con su piel gris y sus ojos apagados. Su respiración era ronca y sus miembros ya estaban casi rígidos por la muerte. Terriblemente emocionado, me eché al pie de su cama y le supliqué que me perdonara. Una señal, sólo quería una señal para lavar mi conciencia.
– Sea cual sea su culpa para con ella, ya es tarde para pedirle perdón, hijo mío -me dijo una buena hermana de rostro arrugado, que se acercaba a pasitos-. La pobrecilla no puede oírle. Esta niña no pasará de la noche, seguramente…
– ¿Qué han dicho los médicos? -pregunté, afligido-. ¿Ninguno ha dado esperanzas?
– ¿Ninguno? -se asombró la religiosa-. ¿Qué dice? Ningún médico ha visto a esta muchacha. La trajo aquí una amiga que sólo pudo pagar su cama y algunos cuidados ineficaces. Nada más.
– ¿Cómo? -exclamé-. ¿No la ha visto aún ningún médico?
– Ninguno. Pero si tiene dinero, yo puedo hacer venir a uno enseguida.
– ¡El mejor! ¡Pagaré al mejor médico de este osario! ¡El mejor de París, pero salven a esta muchacha, se lo ruego!
Dejé mi bolsa llena entre las manos de la sorprendida hermana y me abalancé sobre el lecho de Sandrine para suplicarle que volviera entre los vivos. Aún estaba bañando su rostro con mis lágrimas cuando un hombre con bata blanca se inclinó sobre ella…