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Sandrine

– Carlos X y el gran ministro Polignac acumulan torpezas. Se limitan a llevar agua al molino de los nostálgicos de la República. Presiento que en Francia se está gestando una nueva revolución. La pólvora y las balas van a salir pronto de sus escondrijos. El régimen caerá antes de un año, le apuesto treinta luises.

– Acepto la apuesta, querido Dumas -contestó Théophile Gautier-. Y tú, Dalibor ¿qué opinas de la situación?

– Me importa un bledo -declaré con un mohín desdeñoso, encogiéndome de hombros-. ¡Que el diablo se lleve a los republicanos y a los monárquicos juntos! No entiendo nada de sus querellas y no quiero saber nada de ellas.

Esta respuesta tajante reflejaba mi pensamiento en aquellos momentos. No solamente la política no me interesaba, sino que tenía en mente otras preocupaciones graves. Desde hacía diez días sólo me importaba la salud de Sandrine. Había pagado de mi bolsillo todos los gastos de su restablecimiento, que me habían costado muy caros. Mi dinero procedía de Laüme. Cada mes, recibía de ella una asignación para satisfacer mis necesidades de fruslerías diversas, pero su largueza no era exuberante. Salvar a Sandrine no sólo había mermado mis reservas financieras sino que también había sumido mi espíritu en nuevas angustias, pues los remordimientos por haber provocado la desgracia de la muchacha disputaban con el arrepentimiento por no haberme desembarazado de ella de una vez por todas. Sandrine, desde que había vuelto en sí, no cesaba de declararme su amor. Desde que fue capaz de caminar, la hice llevar a su casa y contraté los servicios de una enfermera para asistirla en su convalecencia. Siempre que me era posible, acudía a Grenelle para visitarla y animarla a recuperar fuerzas; pero esta solicitud, esta piedad que sentía por ella eran al mismo tiempo trampas peligrosas para mí mismo. Cuando Laüme me había mostrado su confianza y yo había vuelto a creer en mi destino junto a ella, cuando ya no quería vivir más que para las promesas del hada, resultaba que estaba obligado a cuidar de una muchacha que nada podía aportarme y que se negaba a comprender que no podíamos vivir juntos.

– Tú me amas, Dalibor, yo lo sé -afirmaba la chiquilla apretando con fuerza mi mano y mirándome con ojos húmedos-. No quieres reconocerlo, pero me amas, porque me has salvado. Ésa es la prueba… sí, es la prueba que yo deseaba.

Ya podía yo protestar, intentar apartarla de mí con todas las demostraciones de la razón y los artificios de la apatía; de nada servía. Dejé de visitarla e incluso interrumpí por un tiempo los encuentros con mis amigos, por temor a que Sandrine volviera a ocupar su puesto en el círculo de amiguitas del que se rodeaban mis compañeros. Pero una mañana, mientras abría las cortinas de mi habitación, vi la silueta de la chica rondando por el barrio. Temblaba en su delgado abrigo, bajo la lluvia glacial que caía desde el día anterior. Nuestras miradas se encontraron y vi como sus labios pronunciaban un ruego mudo. Temí que se atreviera a llamar a la puerta. ¿Qué pasaría si Laüme se la encontraba? No podía correr ese riesgo por nada del mundo. Después de indicarle a Sandrine por señas que me esperara más lejos, me vestí a toda prisa y salí atropellando al criado que venía a traerme el desayuno.

– ¿Qué quieres de mí? -pregunté de inmediato a la pobrecilla-. No puedo vivir contigo, ya lo sabes, te lo he repetido cien veces, ¿por qué no quieres entenderlo?

– ¿Es por ella, verdad? ¿Por la mujer que vive aquí? Delacroix me dijo que tú eras el juguete de una dama que te alimentaba y te mantenía a su lado como un dócil cachorrito. ¿Cómo es ella? ¡Dintelo! ¡Quiero saberlo! ¿Es joven?, ¿es más guapa que yo? ¿No contestas? Eso es porque es vieja. Es una arpía que te tiene por su dinero, ¿verdad? ¡Dime que tengo razón! ¡Dímelo!

La voz de Sandrine, su exaltación, eran propias de una histérica. Los transeúntes se volvían a mirarnos en la calle. Sentí vergüenza. Por miedo a que se montara un escándalo tan cerca de la casa de Laüme, tomé a Sandrine de la muñeca y la llevé a cierta distancia, a una calle oscura, al fondo de un patio abandonado donde nadie se aventuraba. Allí se echó a llorar y se apretó contra mí con todas sus fuerzas.

– ¡Te amo, Dalibor! -gimió una vez más, siempre con esa palabra odiosa en la boca-. Te amo y seré tu amante si lo deseas. Quédate con tu madrastra y ven a verme cuando puedas… Me contentaré con sólo poder acariciar tu piel.

– No -dije-. Ni siquiera puedo hacer eso.

– ¡Entonces, aquí! -gritó-. ¡Aquí y ahora por última vez! Que pueda apretarme contra tu pecho, escuchar los latidos de tu corazón y besarte… ¡Una última vez! ¡No te resistas!

Tomó mi rostro entre sus manos y atrajo mis labios hacia ella. Su beso furioso inflamó mis sentidos. Sin que mi voluntad pudiera oponerse, mis manos aferraron sus hombros, desgarraron el tejido de su abrigo y de su vestido, abrieron su corpiño para hacer salir sus senos y ofrecerlos a mi boca ávida… Sandrine gemía, se retorcía; levantó los bajos de su falda, y sus dedos encontraron mi sexo. Era una columna de sangre erguida por el deseo repentino. Hundió mi miembro hasta su matriz y se abrió. Yo gritaba. Mis lumbares emprendieron una danza furiosa. La lluvia había redoblado y azotaba mi espalda con agujas heladas. El cuerpo de Sandrine se cubrió también de miríadas de gotas que reflejaban la textura delicada de su piel como minúsculos espejos. Todos mis sentidos se exacerbaron. Por primera vez, una mujer me daba placer y lo recibía de mí. Nos hundimos el uno en el otro, arañándonos con las toscas baldosas del suelo, salpicados por el agua fangosa de los charcos. Sandrine gemía aún. Yo estaba tembloroso y febril. Me puse en pie y me arreglé la ropa con torpeza; después, salí corriendo en dirección al río, sin siquiera dedicarle una mirada a aquella chica de las faldas remangadas y el busto desnudo que había hecho de mí un hombre.

Fue necesario que Dumas se tomara la molestia de hacerme llevar un mensaje para que yo consintiera en dejarme ver de nuevo en la ciudad.

Puedes volver con nosotros-decía el mensaje-. Delacroix nos asegura que tu Sandrine posa ahora para otro pintor y que no quiere volver a vernos. La niña rechaza todo lo que le recuerda a ti. Tu calvario ha terminado y tienes vía libre, amigo mío…

Fue como si abrieran la puerta de mi prisión: durante dos semanas, había vivido temiendo un retorno de Sandrine al quai d'Orléans. Así pues, aquella misma noche estaba de regreso en el Véfour, donde lo celebraron con incontables copas y botellas… Así llegó el nuevo año. Laüme me enseñaba astrología y yo me esforzaba en ser un buen alumno. En febrero, me consideró preparado para iniciarme en los secretos del salón verde, el consagrado a los misterios de las hierbas y las plantas. La actitud del hada hacia mí era la misma desde nuestra visita a la morgue: se mostraba afectuosa, cierto, pero se mantenía distante. Si bien alguna vez me pasaba la mano por la mejilla o jugaba con una mecha de mi cabello, no me besaba. Yo la seguía tratando de usted, dichoso de que no hubiera sabido nada de mi sórdida aventura con Sandrine. En cuanto a cómo pasaba sus días cuando no me estaba enseñando ninguna disciplina, apenas sabía nada. Sus aposentos me estaban vedados y yo no intentaba forzar la frontera que delimitaba mis idas y venidas en el palacete. La única información acerca de ella de la que estaba casi seguro era que había dejado de admitir hombres en su cama. Laüme vivía ahora casi tan encerrada y prudente como una monja de clausura.

– Los calores de la señora ya pasaron -me había dicho un día el cochero cojo cuando me crucé con él en el patio-. Ya no tengo que llevarla fuera ni buscar sementales para satisfacerla. Me aburro.

Aunque lo soez de las palabras y la falta de respeto de las frases me habían dolido, la información me había alegrado. En ese momento podía estar seguro: yo, Dalibor, me había convertido en el centro de las preocupaciones de Laüme, y el hada no tenía otro proyecto que el de formarme hasta la hora sublime en la que, al fin, ella haría de mí su amante único y eterno.