Tal era mi estado de ánimo cuando, una noche de febrero, el señor Hubert se presentó ante mi puerta acompañado por un des conocido. El hombre era sastre y debía, según las órdenes de mi maestro de armas, cortarme un chaleco rojo idéntico al que él mismo llevaba.
– ¡Esto no se hace, señor! -gimió el artesano-. ¡Le aseguro que esto no se hace! No comprendo cómo puede usted cometer semejante falta de buen gusto, señor Hubert.
El viejo soldado de Napoleón rió, pero no se dejó convencer. Por mi parte, yo no entendía nada de aquella maniobra.
– Esta noche es la gran noche -me explicó Hubert cuando la prenda ya cubría mi pecho-. Voy a llevarle a la Comedie Francaise. Se estrena una obra del señor Hugo. Todavía no se ha representado, y ya se habla de ella en todo París. Por nada del mundo hubiera querido que usted se la perdiera.
– ¿Y eso por qué? -pregunté, intrigado.
– Porque el espectáculo se dará tanto en la sala como en el escenario. ¡Creo que vamos a divertirnos mucho!
Mucho antes del Louvre, las calles que llevaban al teatro estaban tan atestadas que era imposible avanzar. A pesar del frío intenso del mes de febrero, nos dirigimos a pie por la rue Boucherie y la plaza Saint-Guillaume hasta la Comedie Francaise. Una multitud ingente aguardaba la apertura de las puertas. Ya entonces todo eran empujones, invectivas y fanfarronadas entre dos facciones que parecían detestarse. Hubert me tiró de la manga para conducirme hasta el grupo que formaban nuestros amigos. Gautier, Dumas y los demás vestían el mismo atuendo que nosotros.
– ¿Podría explicarme de una vez las reglas que rigen aquí, señor? -le pregunté a Hubert-. No entiendo nada de lo que pasa.
– Hugo va a ofrecer esta noche una pieza que rompe los cánones de nuestros viejos dramaturgos. Desde Luis XIV, todos los autores respetan las mismas reglas para construir sus obras. Hoy empieza una nueva era. Pero la vieja escuela no lo entiende así y viene aquí enfadada para perturbar la representación, abuchear a Hugo y armar escándalo.
– Felizmente, aquí estamos nosotros para proteger al autor y aclamar su genio…
Cuando por fin se abrieron las puertas del teatro, se formó un barullo indescriptible. Los ánimos se caldeaban a medida que se acercaba la hora de que se alzara el telón. Los seguidores de Hugo ocupaban el patio de butacas; los fieles a la tradición habían tomado posiciones en el anfiteatro. A mi alrededor las puertas chasqueaban, las voces se elevaban, las arañas hacían zumbar su triple corona de gas con ruidos de tormenta. El aroma de perfumes embriagadores recargaba el aire mientras las mujeres batían sus abanicos y sacaban gemelos de cobre de sus bolsas de seda. Los escotes eran audaces y abundaban los hombros desnudos. Aplaudidas a su entrada, las más bellas espectadoras hacían ademanes de ocultar el rostro detrás de sus ramos de flores, mientras se sonrojaban de placer ante los homenajes y las miradas.
La orquesta inició una especie de marcha y el espectáculo empezó al fin. Los actores no habían declamado diez frases cuando se lanzaron los primeros insultos desde el anfiteatro. La platea, ganada para la causa del autor, replicó con furiosas imprecaciones. Hubert sonreía como un niño. Los altercados entre partidarios y detractores de Hugo parecían divertirle mucho más que las remilgadas aventuras que se interpretaban en escena. En el tercer acto, la tensión estaba en el cénit. En respuesta a un insulto, Dumas le pidió a Gautier que le hiciera estribo con las manos para escalar la fachada de un palco donde se había refugiado el insolente que le había apostrofado. Aferrándose a las molduras doradas, se abalanzó sobre su enemigo y le sacudió sin contemplaciones. Hubo un intercambio de golpes que derivó en un principio de riña colectiva, mientras que la encantadora madeimoselle Mars, la actriz que interpretaba el primer papel, recitaba sus réplicas sin preocuparse del guirigay. Sentí que tiraban de mi frac, y recibí sin motivo un golpe de bastón en la nuca. Indignado, golpeé a mi agresor con fuerza y lo tiré al suelo. Sonaron los silbatos de los gendarmes y comprendimos que la policía estaba a punto de evacuar la sala. El motín se generalizó. Desde lo alto de su palco, Dumas nos hizo señas de reunimos con él en los corredores para evitar las molestias que pudieran causarnos las fuerzas del orden. Amante fogoso de varias actrices, conocía perfectamente aquellos lugares porque él mismo había hecho representar una obra suya algunos meses antes.
– ¡Vamos con Victor a los palcos!
– ¡Sí! ¡Victor con nosotros! -gritó Gautier.
– ¡Y mademoiselle Mars también! -añadió Nerval.
Dumas besaba entre risas a las actrices y a las bailarinas con las que se cruzaba por el camino. Hugo, como de costumbre, me pareció bastante feo y muy poco amable, a pesar de todos los cumplidos que hacían a su obra. Por suerte, no nos entretuvimos mucho en su compañía y nos fuimos a cenar a Procope, cuyos salones no abandonamos hasta el alba.
Viví de este modo hasta la primavera, compartiendo mi tiempo entre las pródigas locuras de los románticos y las austeras lecciones de Laüme. Después, en mayo, un criado me trajo una carta manchada, sin sello. Con sus cuatro esquinas plegadas sin más precauciones, la carta abrió un abismo bajo mis pies. Era Sandrine, que me suplicaba que la ayudara. La había dejado embarazada, afirmaba, y la gestación no iba bien. No tenía con qué sufragar sus necesidades, porque en su estado ningún pintor ni escultor de París la quería como modelo. A través de un criado de Delacroix, quise hacerle llegar una generosa suma de dinero, pero la operación acabó mal porque el emisario era un granuja que aprovechó la ganga para desaparecer con la bolsa. Afectado, Delacroix quiso reponer la suma, pero yo no podía aceptar que costeara un incidente que en nada le concernía. Sin embargo, el asunto me ponía en un grave aprieto. Quería ayudar a Sandrine y, sobre todo, recurrir a una practicante de abortos; quedaba lucra de lugar que yo me convirtiera en padre de una criatura. Laüme, estaba seguro, habría concebido unos celos y un odio inconmensurables. Vendí en secreto algunos de los objetos preciosos que decoraban mis habitaciones y logré reunir suficientes fondos para pagar a una practicante. Dumas me indicó una de buena reputación a la que conocía por haber solicitado él mismo sus servicios con frecuencia. Fuimos juntos a verla una noche al barrio Saint-Paul, donde vivía en un feo cobertizo adosado a la iglesia. La llevamos a Grenelle y la hice subir a la buhardilla donde vivía Sandrine.
– Espéreme aquí un momento -le dije cuando llegamos al rellano-. Es mejor que hable a solas con la chica antes de que usted entre.
Refunfuñando, la arpía se sentó en un escalón y puso su saco sobre las rodillas.
Al verme, la muchacha se arrojó a mi cuello y estalló en sollozos. Estaba delgada, casi tan desmejorada como cuando el veneno corría por sus venas en el Hótel-Dieu. Confesó que no había comido desde hacía días. Su barriga parecía enorme debajo del camisón. Hablé a gritos con Dumas, que se había quedado al pie de la escalera, y le pedí que fuera a buscar cuanto antes vino, queso, conservas y fruta. Esperé a que Sandrine hubiera comido para prepararla ante la operación que había planeado. No sin grandes dificultades conseguí, a fuerza de mimos y falsas promesas, que aceptara lo inevitable. Creo que las privaciones, la miseria y la desesperación habían debilitado sus defensas. En lágrimas, aterrada por lo que la esperaba, pero también llena de confianza por las palabras reconfortantes que yo no dejaba de pronunciar, estrechaba mi mano con la fuerza de diez hombres mientras veía como la practicante se preparaba. Por fin, la «hacedora de ángeles» se acercó a la cama. La vieja había sido cantinera en tiempos de la Grande Armée. En 1812 había estado en la campaña de Rusia, y Moscú había ardido ante sus ojos. Cuando el curso de la guerra dio un giro adverso para las huestes de Napoleón, había pasado de cantinera a enfermera, y acabó por operar o amputar ella misma a los heridos después de que el furgón que transportaba a los tres oficiales médicos de su regimiento se hundiera en las aguas heladas del Berecina. Habituada a realizar intervenciones descabelladas, la vieja no temía arrancar a un bebé de siete meses del vientre de una joven enferma. La operación fue espantosa. Sandrine chillaba de dolor y de miedo. Las cosas se complicaron. El primer intento fracasó y provocó hemorragias. Hubo que decidirse como último recurso a abrir el vientre de la paciente para extraer el feto. Las paredes se llenaron de sangre. Dumas vomitó y se desmayó. Contra toda previsión, yo resistí. Sandrine, por su parte, perdió el conocimiento. La vieja sacó al fin de la matriz la frágil criatura. La dejó sin contemplaciones encima de la mesa y se puso a coser la enorme herida de la joven. Una vez concluida la sutura, se acercó al niño. Estaba vivo, yo veía su cuerpecillo animado por la respiración. La mujer sacó un martillo quirúrgico con el mango usado, adornado con una vieja águila de cobre, y levantó el instrumento por encima del neonato. El golpe fatal iba a caer cuando yo sujeté con fuerza su muñeca y detuve la ejecución.