– ¡Es mi hijo! -dije con dignidad-. Quiere vivir. ¡Nadie lo matará!
En mi vida me había sentido tan desamparado… Contra toda razón, Sandrine y su bebé habían sobrevivido. Malvendí algunos objetos adquiridos por Laüme tiempo atrás y con el dinero pagué los honorarios de un médico al que hacía acudir a diario a la habitación de Grenelle para que prodigara los mejores cuidados a mi hijo y a su madre. También liquidé las deudas de Sandrine y le proporcioné con qué vivir dignamente durante unas semanas. Mientras tanto, urgía encontrar una solución duradera a aquella situación inesperada. Mi idea era comprar una casita en Touraine o en Anjou y alojar allí a la joven para que ella criara al niño, lejos de miradas indiscretas y, sobre todo, lejos de Laüme… Eso supondría los gastos regulares consecuentes. Pero ¿cómo afrontarlos si yo sólo vivía de subsidios? Imposible continuar dilapidando los objetos preciosos que decoraban el palacete del quai d'Orléans. Debía encontrar otro medio, pero ¿cuál? Tanteé con discreción a Laüme sobre medios mágicos que permitieran obtener fortuna con rapidez.
– Existen -confirmó-, y son bastante sencillos. Pero todavía no estás listo para ponerlos en práctica. Quizá en dos o tres años, si trabajas con empeño…
¡Dos o tres años! Decididamente, era un plazo demasiado largo. ¡Necesitaba una gran suma de dinero, y pronto! Perdido, sin saber a quién dirigirme, fui a pedirle consejo a Dumas.
– Podría presentarte a editores si supieras escribir -me dijo, medio en serio, medio en broma-. Pero ¿tienes talento? ¿Te crees capacitado para imaginar historias sorprendentes como hago yo?
Estuve a punto de contestarle que conocía algunas historias que valían diez veces más que sus más locos hallazgos, pero me abstuve de hacerlo.
– No tengo tu genio, Alexandre -dije, lisonjero-. Ésa no es la solución.
– Pues te queda el robo, muchacho, o el juego… Es casi lo mismo.
– ¿El juego? ¿Qué tipo de juego?
– El whist o el faraón, tanto da, siempre que las apuestas sean importantes. Conozco a bribones que sólo viven de eso, ¡y algunos son casi ricos!
No tuve que insistir demasiado para que Dumas me introdujera en los círculos del juego. En París los había por todas partes, y en especial en el Palais Royal… En un antro cerca del restaurante Frères Provengaux, Alexandre me presentó a dos conocidos suyos que me iniciaron en los rudimentos de los naipes. Empujado por la necesidad, me revelé pronto como un alumno dotado y con suerte. Vi en las cartas un expediente para librarme de mis preocupaciones pecuniarias; vendí un último objeto valioso perteneciente a Laüme para financiar mis partidas de gran magnitud. La suerte del principiante me sonrió, y los torneos me reportaron bonitas sumas. Siempre bien aconsejado por Gautier en materia de elegancia, me permití gastos considerables en sastres y zapateros de renombre. Jugué nuevas partidas y volví a ganar, lo que me proporcionó una seguridad que iba a ser catastrófica. Desde entonces, la osadía se apoderó de mi juego. Mi buena estrella palideció muy pronto y caí en el círculo vicioso que conocen todos los jugadores: cuanto más perdía, más fuerte jugaba con la esperanza de saldar todas mis deudas de un solo golpe victorioso. Por desgracia, acabé perdiendo el doble y más de lo que había ganado al principio. Sumadas a las turbaciones causadas por Sandrine y el niño, estas pérdidas me llenaron de hiel. Me volví irritable, incapaz de concentrarme. Por un tiempo, conseguí disimular mi nerviosismo a Laüme, pero la máscara acabó por resquebrajarse. El hada me dirigió observaciones pérfidas sobre mis hábitos nocturnos e incluso me amenazó con prohibirme las salidas con mi círculo de amigos. Una sorda tensión se creó entre nosotros, como un viento maligno que se levanta antes de la tempestad. Por mi parte, yo estaba tan agotado, tan inquieto, que no tenía fuerzas para soslayar el enfrentamiento que se anunciaba. Y sin embargo, los acontecimientos no se desarrollaron como yo los había presentido, porque otra tempestad se desencadenó de repente…
Estábamos a finales de julio de 1830 y las calles de París se habían erizado de barricadas. Enardecido por algunos provocadores, el pueblo se sublevó durante tres días y tres noches. Por un momento se creyó que una segunda República iba a surgir del caos. Los voluntarios se enfrentaban a las tropas en sangrientos combates. Pero toda aquella agitación no me interesaba. Yo sólo maldecía a aquellos exaltados y sus luchas estériles porque contrariaban mi deseo de seguir frecuentando los círculos de juego de Palais Royal.
A pesar de los riesgos a los que me exponía y pese a la prohibición formal de Laüme, me deslicé al exterior. En las calles, no encontré más que insurgentes que arrastraban a sus heridos y regimientos de soldados dispuestos a abrir fuego contra cualquier civil. En aquellas circunstancias, recorrer París en solitario era peligroso. Tuve que dar rodeos inverosímiles por la orilla derecha y después por la montaña de Sainte-Geneviève, donde los republicanos me tomaron por un espía monárquico y estuvieron a punto de matarme. Mientras regresaba hacia el cruce del Odéon, una patrulla de la guardia municipal se lanzó a perseguirme sin motivo, y tuve que esconderme entre el heno de un establo para evitarlos. Rebotando de nuevo entre legitimistas y revolucionarios, llegué por fin a los jardines del Palais Royal, donde todos los establecimientos de juego estaban cerrados. Un conserje me informó de que cerca de la barricada de Charenton se celebraba una partida para los habituales. Necesité casi dos horas para llegar. En aquel barrio las casas estaban sucias y deterioradas, pero no se desarrollaban combates. Los postigos colgaban de las ventanas sobre fachadas leprosas y no había empedrado en la calzada. Era un laberinto de callejuelas sin iluminación. Sólo la luna, que brillaba alta en un cielo sin nubes, aportaba algo de claridad. El calor de la noche era pesado, sofocante.
Errante al azar, ya hacía tiempo que había perdido la esperanza de encontrar la dirección que me habían indicado. Al fondo de un patio percibí el chapoteo de un abrevadero de caballos regado por una fuente, y quise saciar mi sed. Mientras bebía, escuché de pronto a alguien que profería horribles amenazas. Una mujer pedía ayuda desde un piso. Tras subir una escalera en mal estado, entré en la única estancia de una vivienda miserable, donde un hombre golpeaba a una muchacha. Dejé sin sentido al agresor con un golpe de bastón en la nuca. Llorando a lágrima viva, la jovencita agarró mi ropa y me bendijo en nombre de todos los santos. Era una pobrecilla de la edad de Sandrine, tal vez dieciocho años, y embarazada. No hubiera carecido de belleza si su rostro no hubiera estado marcado con numerosos moretones. Conmovido por su desamparo, le entregué todo lo que había en mi bolsa y le aconsejé que dejara cuanto antes al hombre que la maltrataba de ese modo, pero ella no quería entender y aseguraba que el energúmeno la encontraría allá donde se escondiera. Al ver que ningún argumento sería suficiente para que superara sus temores, esperé a que el canalla se despertara. Le puse el pie en la garganta a propósito para asfixiarlo y le amenacé con las más terribles represalias si alguna vez volvía a golpear a su compañera.