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Cuando mis amigos traspasaron el portal del palacete del quai d'Orléans, y a pesar de la pose de serenidad que intentaba adoptar, yo no me sentía muy cómodo. Aquellos románticos tenían buen porte y yo conocía su habilidad para halagar a las mujeres. Temblaba ante la idea de que Laüme pudiera encapricharse de alguno de ellos.

Ella, decidida a mostrarse amable, los subyugó como era de esperar. La conversación, anodina al principio, giró pronto en torno a la historia y la filosofía, el arte y la religión, las ciencias y el porvenir del género humano. Estos temas, de ordinario trillados, tomaban aquí un relieve particular gracias a los puntos de vista originales y profundamente audaces de cada uno. Por mi parte, carente de cultura e incapaz de ideas nuevas, torpemente acodado en la chimenea de mármol, intentaba disimular mi amargura detrás de las volutas de humo de mi pequeño cigarro.

Fascinado por la gracia de su anfitriona, Delacroix trazó su retrato al carboncillo en el bloc de bocetos que le acompañaba a todas partes. La había imaginado en una pose lasciva, adornada con collares bárbaros y vestida a la antigua, rodeada de fieras que bufaban a sus pies. El atrevido dibujo me disgustó, pero divirtió mucho a Laüme.

– Su arte posee una gran fuerza, señor Delacroix. Lo felicito. Me gusta mucho mi cara en el retrato, pero las formas de mi cuerpo no se parecen demasiado a las que usted me ha dado. ¿Le gustaría basarse en el modelo real?

– Señora, sólo espero el instante -contestó Eugène, de repente tembloroso-. Mi taller del quai Voltaire está abierto para usted cuando lo desee. La veo como Salomé o como Judith, como Diana o Proserpina. Ya tengo mil ideas de composición para usted…

– ¿Qué le parecería empezar aquí y ahora? -propuso Laüme con una sonrisa encantadora.

Sentí un pinchazo en el corazón, y un gran silencio se hizo en el salón. Antes de que ninguno de nosotros hubiera podido abrir la boca, Laüme se puso de pie y empezó a desabrocharse el vestido.

– ¿Está segura, señora? -balbució Delacroix.

– Imagine la escena que le plazca y estaré con usted en un instante. Dalibor, amigo mío, ¿serías tan amable de ayudarme a deshacer estos lazos?

La invitación era una provocación grosera, estaba seguro. La comedia se detendría muy pronto y la exhibición se quedaría a medias, sin duda. Aplasté la punta de mi cigarro en el mármol frío de la chimenea y adopté el aire más divertido del mundo. Sonriente, tiré de una cinta, hice saltar un corchete. La primera parcela de piel se ofreció así a las miradas. Un minuto más tarde, los hombros estaban desnudos y todo el vestido cayó al suelo. Laüme apareció en lencería. Sus formas ya se revelaban. Mis mandíbulas estaban crispadas hasta el dolor. Hice una pausa, esperando a cada instante recibir la orden de detenerme allí.

– ¡Continúa! -ordenó en cambio Laüme-. ¡Date prisa!

Sudando, con las manos temblorosas, puse los dedos sobre la armadura del corsé y, mortificado, solté uno a uno los corchetes de nácar. El estuche de seda se abrió y se deslizó. Laüme ya sólo vestía una camisa ligera y una enagua de encaje.

– ¡Ya es suficiente! -dije-. Su teatro se ha hecho molesto. Ya nadie presta interés a su juego.

– Continúa, Dalibor -insistió el hada con una voz dura-. Quiero mantener la promesa que le he hecho hace un momento al señor Delacroix. ¡Obedece!

Desgarrado, pero demasiado débil para intentar la menor rebelión, tuve que ofrecer yo mismo a mis amigos la visión del cuerpo perfecto de Laüme, antes de hundirme en el sillón más cercano. Humillado, avergonzado, loco de celos y sofocado de rabia, dejé que ella misma retirara los alfileres que sujetaban su moño. El casco de sus cabellos se abrió en pesadas cintas. Tan vulnerable como la Venus de Botticelli, parecía sin embargo como acorazada de hierro. Nosotros, los hombres, permanecíamos mudos, estupefactos, anonadados por el poder sin rival de su belleza.

– Y bien, maestro, espero sus instrucciones.

Vacilante y febril a un tiempo, Delacroix hizo que Laüme se tendiera en una tumbona. La dibujó desde todos los ángulos, para destacar sucesivamente su busto, su nuca, la curva lumbar o los finos hombros. Como la más descarada de las coquetas, Laüme resaltaba con aplomo el impudor de sus poses, apretando sus senos y exhibiendo con complacencia la flor rosada de su sexo. Dumas bebía su vino a sorbitos mientras se deleitaba con el espectáculo, pero Gautier y Nerval desviaban la mirada púdicamente. Yo, ruborizado y con los sentidos trastornados, intentaba sostener las miradas despreciativas y groseramente provocadoras que me lanzaba Laüme. Estaba viviendo aquella sesión con tanto dolor como si me hubieran clavado agujas en el vientre. Me encontraba en la agonía.

Esta representación grotesca terminó al caer la noche. Delacroix había dibujado tantos croquis que su mano no podía ya sujetar el carboncillo. Con la ayuda de una doncella, Laüme se puso un largo picardías damasquinado y calzó sus pequeños pies con chinelas de terciopelo. Con naturalidad desarmante, dio las gracias a sus visitantes con gran cortesía, y desapareció al fin en las profundidades de la casa.

– ¿Lo que me dijo Hubert cuando nos conocimos es exacto? -me preguntó Alexandre-. ¿Es verdad que esta mujer está locamente enamorada de ti?

La pregunta era hiriente. Odié a Dumas por eso casi tanto como por haber observado con descaro el cuerpo de Laüme.

– Es una larga historia -mascullé-. Una historia imposible. No creerías una palabra si te la contara.

– Quizás algún día dejarás de lado tus reticencias. ¿Me permites esa esperanza?

– ¡Diablos, no! -repliqué con sequedad.

Una vez que el palacete quedó vacío de invitados, golpeé como un poseso la puerta de las habitaciones de Laüme, suplicándole que me abriera. Cuando consintió, le monté una escena digna de un adolescente traicionado.

– ¿Por qué este juego siniestro? -grité casi llorando-. ¿Por qué me has torturado así?

Pero no hubo respuesta. Insistí, exigiendo una explicación. Su obscena exhibición me había mortificado en lo más profundo, quería comprender qué había impulsado a Laüme a humillarme así ante mis amigos, pero ni mis chillidos ni mis pobres amenazas consiguieron que rompiera su silencio. Insensible a mi dolor, me miraba de arriba abajo en la pose más provocativa del mundo. Sus encantos revelados me habían calentado la sangre y mi mirada no podía apartarse de su pecho brillante, cuyo inicio veía combarse suavemente bajo su vestido entreabierto. Al contemplarla así en la penumbra, sentí crecer mi deseo. Allí estaba, carnal, violento, imperioso como el que me había poseído cuando Sandrine se había presentado en el quai d'Orléans. Quise aferraría con torpeza. Mi brazo rodeó su talle, mi boca buscó sus labios, pero el hada se escabulló como una anguila y, con una fuerza decuplicada por la cólera, me tiró al suelo sin esfuerzo. Erguida encima de mí, con un pie pisando mi pecho, parecía una Furia de la antigüedad.