Özlem y Rüya no eran las únicas que sentían curiosidad por el occidental. Belkiz, una harpía arrugada de casi treinta años, la habitante más vieja del serrallo, pegaba a menudo el ojo a un agujero perforado en la pared para espiar con avidez la habitación de las jóvenes cuando el extranjero estaba allí. Özlem y Rüya lo sospechaban, pero no tenían el poder ni la audacia de oponerse. Belkiz, que compensaba su fealdad con su dominio de las artes amatorias, se encargaba del adiestramiento de las nuevas. Con unas lecciones -y algunas bofetadas- convertía a las corderitas obstinadas, que llegaban sucias y ariscas del campo o de los suburbios de Estambul, en odaliscas suaves y satinadas, prestas a satisfacer los deseos más comunes. Özlem y Rüya le debían sus talentos. Sobre todo, Belkiz conocía el uso de los hechizos, de los más embriagadores a los más terribles. Del alba al crepúsculo, velas negras brillaban en su guarida. En un armario secreto de su habitación guardaba frascos que contenían filtros que prolongaban el placer; otros, que usaba con frecuencia, eran destilaciones de azafrán que ahogaban a los abortos en los vientres. Belkiz era el ángel negro de la casa. Hasta Tâhir Bey, el propietario del establecimiento, la temía.
Una noche, con los ojos ennegrecidos con kohl y la cara blanqueada con pomada de plomo, la harpía se entretuvo largamente con las dos hermanas, poniendo agujas de ámbar en sus cabelleras, depilando sus cuerpos con azúcar, aceitando su piel, realzando con henna fresca los arabescos dibujados en sus miembros. Su voz era suave y sus gestos casi tiernos, propios de una araña engatusando a sus presas. Özlem y Rüya estaban secretamente aterrorizadas. Belkiz había traído un infiernillo de carbón, envuelto en una tela de terciopelo, y un cezve de cobre en el que enseñó a las muchachas a hacer un café fuerte, tan negro como la tinta en la que los sabios mojan sus cálamos.
– Esta bebida, preciosas mías, se la daréis al hombre que paga por dormir con vosotras -les dijo-. Esto despertará sus ardores y os hará merecer el dinero que os da. Cuando haya bebido, me traeréis la taza tocada por sus labios. Me la traeréis enseguida. En cuanto haya salido de la casa. ¿Haréis lo que os pido?
– Sí, Belkiz -prometió Rüya.
– Lo haremos -susurró Özlem.
Thörun Gärensen comprobó en el espejo de cobre que su nudo de corbata estuviera bien hecho y sacó del bolsillo un puñado de billetes pardos que tendió sin ni siquiera contarlos. Era la hora del Al-'Açr, la plegaria de la tarde. Fuera, todo se había paralizado. No se percibían los vagos rumores que ascendían de ordinario hasta la habitación. Sólo el leve tintineo de los brazaletes de las dos muchachas turbaba la calma perfecta del instante. Thörun se volvió hacia ellas y esbozó una sonrisa. Por primera vez en las tres semanas que hacía que él las frecuentaba, ellas le ofrecieron una tacita humeante. Mientras bebía el brebaje amargo, observó sus cuerpos desnudos sin sentir emoción. Sus vientres aterciopelados, sus senos puntiagudos, sus hombros brillantes, sus cabellos perfumados y sus muslos redondos no atraían ni sus manos ni sus labios. Su apetito iba a otra parte, imposible de satisfacer por el simple comercio de la carne. Las muchachas le miraban con sus grandes ojos llenos de interrogantes; se preguntaban qué esperaba, si rehusaba sus caricias. ¿Acaso podían comprender que sólo buscaba su presencia? Sí, su sola presencia le servía de muralla contra el miedo que lo había invadido. El miedo a la soledad pero, sobre todo, el miedo al deseo prohibido que le consumía y que sentía crecer en su interior un poco más cada día.
Thörun Gärensen dejó la taza vacía en la mano tendida de Rüya, masculló un «gracias» y, cuando el barullo de la calle fue de nuevo perceptible, dejó la casa sin mirar atrás.
Al abrir la puerta, una ráfaga de viento mezclado con lluvia azotó su cara. Era la peor estación en Estambul. Las nieves de diciembre y enero se habían fundido y se habían transformado en un barro pardo y pegajoso. La humedad lo invadía todo. Las callejas de los barrios populares ya no eran más que inmensos charcos de cieno maloliente en los que chapoteaban niños vestidos con harapos y donde los porteadores se hundían hasta las rodillas. Ablandado por el calor hábilmente mantenido que reinaba en el lupanar, Thörun tiritó al contacto con el aire frío que venía del mar de Mármara. Se levantó el cuello del abrigo, se puso los guantes y partió a grandes pasos en dirección al sur, dejando atrás los barrios viejos de Tophane y Karaköy para pasar a la otra orilla del Cuerno de Oro.
Mientras que él estaba atravesando el puente de Calata, el mismo donde, algunas semanas atrás, había disparado junto a David Tewp contra los acólitos de Ruben Hezner, Belzik hacía girar con un gesto seco la taza de kahve de la que él había bebido. En el fondo del recipiente, coagulado en brumos y estirado en hilos, el poso había dibujado unos arabescos. Inclinada sobre el recipiente, Belkiz observó un instante el oráculo en silencio. Testigos discretas de la escena, con los pechos apenas cubiertos por los flecos de un chal, Özlem y Rüya se daban la mano, estremecidas. Vieron estrecharse los ojos de Belkiz. El sudor perlaba su frente, y se enjugó las palmas de las manos en la falda para eliminar una repentina humedad. Quiso hablar, pero ningún sonido salió de su boca.
– ¿Belkiz? -se inquietó Rüya-. ¿Qué ves? ¿Qué hay? ¿Belkiz? ¡Belkiz!
Pero Belkiz no escuchaba, fascinada y aterrada a la vez por lo que estaba descifrando. Su atención se concentraba en las líneas torvas que dibujaban los pigmentos negros. Un hilo de saliva caía desde la comisura de sus labios. Con las pupilas tan dilatadas como cuando se embriagaba con kif, sintió que un pesado velo caía sobre su espíritu y lo envolvía como una mortaja. Cayó de rodillas, se dobló y entró en convulsiones. Hecha un mar de lágrimas, mordiendo su pequeño puño, Rüya se puso a chillar, mientras su hermana se precipitaba hacia la mujer caída. La muchacha intentó sujetar los miembros de Belkiz, pero la epilepsia decuplicaba las fuerzas de la vidente. Con los músculos tensos, la mujer se sacudía y se retorcía con violencia. Sus mandíbulas chocaban locamente, y se cortó la lengua sin que Özlem pudiese hacer nada por impedirlo. De pronto, un crujido de rama seca resonó bruscamente en la pieza. Belkiz cayó plana sobre su espalda y dejó de moverse: tenía la columna vertebral quebrada por la amplitud de los espasmos. En el umbral de la habitación apareció entonces la gruesa figura de Tâhir Bey. Sus ojos incrédulos iban de un lado a otro, del cadáver de Belzik a las siluetas de las dos hermanas aterrorizadas, manchadas con la sangre vertida. Özlem tendió la mano hacia la taza de café de la que había bebido el extranjero. Con un gesto vivo, que no admitía réplica, tiró la taza en las brasas de la estufa que calentaba la alcoba. Una llama de un verde intenso azotó el objeto e hizo estallar la loza con un ruido de cartucho percutido. Una llama de un color diabólico, tan diabólico como los secretos que Belkiz había leído antes de abismarse en la locura y la muerte.