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– ¡Antes, tendrás que merecerme, Dalibor! Tendrás que probar que eres digno de mí, porque tengo muchas dudas.

Cerró su puerta con doble vuelta de llave y me dejó allí, sumido en la amargura, ardiendo en deseo insatisfecho, con el alma desgarrada por el tormento. Jadeante, me puse un traje y salí a la noche para intentar calmarme. Caminé hasta el círculo de juego de Palais Royal. Creí que las cartas me proporcionarían una evasión a mi desgracia; pero distraído por pensamientos desagradables, encadené las partidas perdidas. Mi angustia y mi inconsciencia beneficiaron a tres adversarios con los que contraje en pocas horas deudas enormes, muy superiores a las que hasta entonces me tenían sumido en la miseria. Furioso contra mí mismo, bebí más de la cuenta para olvidar mi infortunio, y confraternicé con otro malaventurado que, como yo, buscaba consuelo en la absenta.

Con el cerebro entre las brumas del alcohol, me dejé arrastrar por mi nuevo amigo hasta una casa de mala nota detrás de Saint-Eustache, donde unas criaturas groseras se vendían por cuatro cuartos. El día apuntaba, gris y triste, cuando me tendí junto a una fulana gorda y de piel áspera como la de una rana. La zorra apestaba a alcohol tanto como yo. Quiso dedicarse a su labor, pero mi sexo no era más que un gusano incapaz de erguirse. Aburrida, se durmió y se puso a roncar, mientras yo me hundía en un torpor etílico del que no desperté hasta la una de la tarde. Ya sobrio, huí enseguida de aquel tugurio. Nerval vivía no lejos de allí, y fui a llamar a su puerta. Me recibió sin mostrarse sorprendido de aquella visita improvisada.

– ¿Es ella, verdad? -preguntó después de servirme un bol de café humeante-. Es tu Laüme la que te hace sufrir.

– Es un demonio -reconocí, sin medir mis palabras-. Un ángel perverso. Estoy atrapado en sus redes y nunca podré liberarme. Siento que va a matar mi alma y me hará atravesar los siete círculos del infierno. Lo sé. Lo que he visto hasta ahora no es más que el principio.

Nerval encendió un cigarro y vertió un dedo de coñac en un vaso que me tendió.

– Te compadezco sinceramente. Con todo mi corazón. Tus palabras no son simples metáforas, lo adivino. También tú vives bajo el imperio de una fuerza que te sobrepasa, ¿no es así? Yo sé lo que es eso… Sí, sé el precio que hacen pagar las criaturas celestes por su amor. Ese precio es la razón.

Por un breve instante, la esperanza renació en mí, porque las palabras de Gérard eran tan justas que creí que hablaba por experiencia y no como poeta.

– ¿De verdad sabes lo que quiero decir? -exclamé.

– Laüme es una mujer atormentada. Demasiado inteligente. Demasiado bella, mucho. Son cualidades difíciles y exigentes. La solución está en la compasión que tienes que ofrecerle. No eres tú quien necesita ayuda, Dalibor, ¡es ella!

No, decididamente, Nerval no comprendía quién era en realidad Laüme. Su intuición lo percibía tal vez, pero su lógica se negaba a admitirlo. Y contarle mi historia, hablarle del primer Galjero, de Dragoncino, de Alessia Cornaro y del maestro Tzadek, no habría servido más que para hacerme tratar de execrable folletinista o de alienado. Sin embargo, no quería volver al quai d'Orléans. Para calmar mi angustia, Gérard, que había sido estudiante de medicina, me dio una solución de láudano que me adormeció hasta la noche. Durante mi sueño, vi a Sandrine ensangrentada en su camastro y a su hijo a punto de ser aplastado por el martillo de la practicante de abortos; a Raya, que agitaba su muñón hacia mí y se reía de mis fracasos; vi el rostro simiesco de Forasco, y a mi padre tendido sobre los cuerpos profanados de mis jóvenes hermanas; vi a Flora Ieloni con sucaballo gris caracoleando delante de mi horca, y a Laüme entregándose como una bacante a hombres sin número…

Por fin, hacia la medianoche, Gérard me llevó al Véfour para cenar. Dumas y Gautier ya estaban allí.

– No te dejes abatir, Dalibor -dijo Alexandre para consolarme-. La diversión es un bálsamo. Si tu Laüme juega contigo, es justo que tú juegues con ella. Provoca sus celos. Domínala. Las mujeres son imposibles si renunciamos a la pretensión de ser los amos.

Atento a los consejos de mi amigo, aquella velada me mostré como el comensal más animado en las libaciones de los románticos. Olvidando mi reserva del pasado, acogí con fervor de novicio a todas las muchachas que quisieron echarse en mis brazos. Me embriagué con el perfume de su piel, me aturdí aspirando sus cabellos y sentí latir más deprisa mi corazón cuando me atrevía a besarlas en la boca. Pero esa excitación era falsa, forzada, y no pude abandonarme a aquellas bagatelas sin sabor. El disgusto por la carne me poseyó de nuevo y pronto rechacé los avances de las guapas traviesas. Al alba, regresé a casa de Nerval, donde pasé aún tres días fumando hierbas de África en su sofá.

Por fin, me decidí a hacer propósito de enmienda con Laüme. Había resuelto seguir a partir de entonces un ritmo de vida a su conveniencia. Mis excesos de cachorro malcriado debían cesar. Estaba decidido incluso a dejar mi círculo de amigos para consagrarme al estudio exhaustivo de los astros, de las plantas o de cualquier otra materia que el hada quisiera indicarme. En una palabra, quería ser sensato para ganarme de nuevo su confianza y obtener tanto su amor como su cuerpo. En cuanto al problema que suponían Sandrine y su bebé, me había decidido por la peor solución. Con la muerte en el alma, quería encargar a cualquier maleante de Palais Royal que estrangulara a la muchacha y que depositara al bastardo en la explanada de una iglesia para que fuera confiado a la caridad pública. Esta forma de obrar era la única que aportaba una solución definitiva a la paternidad intempestiva que me amargaba la existencia desde hacía tanto tiempo. Firme en mi decisión y con el corazón casi ligero, regresé a mis habitaciones. Al pasar por un corredor, escuché el murmullo de una conversación. Me sentí intrigado. Entré sin hacerme anunciar. Tres hombres conversaban formalmente con Laüme. Mi corazón dejó de latir cuando los reconocí. Algunas noches antes los había conocido en una mesa de juego. Yo les debía dinero y venían a reclamar la deuda. Con los brazos cruzados, el rostro ensombrecido por una cólera sorda, Laüme me lanzó una mirada tan maligna que mi buen humor saltó en pedazos como un cristal fino.

– No pagaré tus deudas, Dalibor -me anunció con frialdad-. No es porque no pueda, la cantidad me parece irrisoria, pero tus deudas son el signo de tu debilidad, y eso no lo soporto. Si eres tan estúpido como para conducirte como un niño, debes asumir tú solo las consecuencias; cualesquiera que éstas sean, yo no intervendré para solventar tu error.

– ¿Está usted en condiciones de cumplir sus compromisos, señor? -preguntó enseguida uno de los jugadores, dirigiéndose a mí.

– No lo estoy -reconocí.

– Puesto que la señora no desea asumir sus deudas, le exigiremos reparación en el campo de honor -declaró otro de ellos-. Aquí tiene nuestras tarjetas. Nuestros padrinos se pondrán en contacto con los suyos para concretar los detalles. Nos atrevemos a esperar que no tendrá usted la cobardía de evadirse. Le va el honor en ello, Galjero. Suponiendo que esa noción le sea familiar…

Mis dedos se cerraron sobre tres cartulinas. Descompuesto, con los ojos húmedos por lágrimas de cólera y amargura, ni siquiera verifiqué la identidad de mis adversarios. Como un niño humillado, dejé la pieza sin decir palabra, cabizbajo, y sólo me fijé en la concupiscencia que asomaba en los rasgos abotargados del visitante de más edad cuando miraba a Laüme. Pasé la noche en blanco, sin saber qué resolución tomar, el vientre atacado por calambres. Sentía deseos de abandonar París para irme a una provincia lejana y esconderme para siempre. Pero al amanecer, algo parecido al orgullo vino a vivificarme. Decidido a afrontar mi destino, me presenté finalmente en casa de Dumas para pedirle que actuara de testigo. Por una feliz coincidencia, Nerval estaba en casa de Alexandre.