Quise contestar, pero fui incapaz. Una espuma brotó por la comisura de mis labios y mis músculos temblaron en un principio de crisis de epilepsia. Mientras Dumaucourt golpeaba su verga contra el rostro de Laüme para escupir largos chorros de semen en su cara, sentí brotar en mi bajo vientre una micción caliente. Placer y dolor mezclados me arrancaban estertores patéticos y grotescos que se mezclaban con los jadeos de Fabres y de Laüme. Una vez vacío su saco, el sátiro secó su arpón en la seda de los cabellos rubios. Laüme le dejó hacer. Le chorreaban largos hilos de crema blanca que ella tomaba con la punta de los dedos para extenderlos como pomada por su torso y su vientre. Vomitando un nuevo insulto, Fabres la abofeteó sin contemplaciones. En lugar de provocar su cólera, ese gesto puso a Laüme aún más mimosa. Exhaló un bufido de éxtasis y quiso volver a meterse en la boca el sexo del viejo gallo, pero éste ya había tenido suficiente. Se deshizo de ella de un empujón, recogió su frac y la dejó que se diera a sí misma el placer que todavía deseaba. Su cuerpo se encabritó una última vez y después se quedó jadeando, miserable y frágil a los pies del financiero. Fabres se echó a reír.
– Volveré, madame, ya que tanto le gusta que la llene. Y con algunos compañeros, desde mañana mismo. Cuatro o cinco, quizá. Dicen que soy un egoísta, pero usted es decididamente demasiado bella y demasiado fácil para que no se dé a conocer su disposición a la galantería. Tengo mil ideas para nuevas diversiones. Y el joven señor Galjero podrá seguir admirando nuestras locuras, ya que tanto le agrada…
Dumaucourt pasó por encima del cuerpo de Laüme y se eclipsó silbando como un patán. La tensión que invadía mis músculos se relajó, mi respiración se hizo regular. Laüme estaba como ebria, sumida en un torpor profundo. Me deslicé cerca de ella y puse la mano en su hombro. Su carne estaba gélida. Apestaba al fluido del hombre derramado por todas partes. La cubrí con una estola. De manera ingenua, a la desesperada, yo aún quería creer que había sido obligada por Dumaucourt pero, mientras la levantaba para llevarla a su cama, ella se despertó y me rechazó como si fuera un extraño. La luz maligna que brillaba en sus ojos acabó de arruinar mis pobres ilusiones. Asqueado, dejé que mi cólera se desbordara.
– ¡Lo mataré! -prometí-. ¡Mataré a ese Dumaucourt! ¡Mataré a todos los que te toquen y se interpongan en mi camino! ¡Y eso también vale para usted!
– Por fin unas palabras que me gustan, mi pequeño -contestó Laüme, divertida-. Coge un puñal y clávamelo en el corazón, si puedes y te atreves.
De mis ojos brotaron llamaradas de odio.
– ¡Tendría que haberme dejado en la horca de Bucarest! -escupí-. ¡Es usted peor que un monstruo! ¡No quiero volver a verla nunca!
Giré sobre mis talones, descendí la escalinata y corrí como un loco al azar por las calles hasta que sentí que me estallaban los pulmones.
El castillo de las brumas
– ¡Ya es la hora, Dalibor! -gruñó Alexandre Dumas-. Vamos, muchacho, despierta.
Tres días habían pasado desde que Fabres-Dumaucourt había descubierto las delicias del cuerpo de Laüme. Setenta y dos horas pasadas en casa de Dumas en el tormento, el delirio y la fiebre, anestesiado por dosis de láudano y de opio que me suministraba Nerval. Setenta y dos horas de respiro antes del momento fijado para mis duelos.
– Si quieres renunciar y huir, es tu última oportunidad, Dalibor. Cuando subamos al coche, será demasiado tarde. ¿Qué decides?
– Ya lo sabes, Alexandre. Aunque tenga que morir hoy, debo batirme. No cambiaré de opinión.
Dumas suspiró y me estrechó contra su corazón. Nerval me abrazó a continuación.
– Sentimos una gran amistad por ti, Dalibor -me dijo este último-. Si desaparecieras hoy, nosotros te inmortalizaremos en nuestras obras.
– Voy a vencer -contesté-. Estoy seguro. Pero que eso no os impida darle mis rasgos a uno de vuestros héroes. Me sentiría muy feliz…
Un coche nos esperaba en la calle.
– ¿Adonde vamos? -pregunté.
– A Montmartre. El encuentro tendrá lugar en el castillo de las Brumas. Es un sitio tranquilo. La policía no vendrá a interrumpirnos.
El viaje hasta la Butte transcurrió en silencio. La muerte planeaba sobre mi cabeza, pero quizá yo era el menos inquieto. La vida ya no tenía sabor para mí, tenía prisa en abandonarla cuanto antes Sólo me importaba el golpe fatal que quería asestarle a Dumaucourt. Resoplando, relinchando, los caballos del tiro subieron con dificultad la cuesta del antiguo monte de los Mártires. El sol se elevaba cuando llegamos al lugar fijado. El campo de batalla era un terreno herboso que se extendía detrás de un alto edificio en las inmediaciones de la casa solariega. No sé por qué recibía el nombre de «castillo de las Brumas», pero Nerval parecía ver en ello la señal de un secreto.
Ya había seis coches apostados en el camino que llevaba al jardín. Entre ellos, reconocí el de Laüme. Nerval y Dumas fueron a hablar con los testigos de las partes contrarias. Acordados los últimos detalles, vinieron a buscarme. A algunos pasos de mí, los tres hombres con los que debía enfrentarme me observaban y se partían de risa. Por los gestos obscenos de Fabres, comprendí que el banquero estaba describiendo a sus amigos cómo había poseído a la Galjero ante mis ojos. Sus compadres no dejaron de mofarse hasta el momento en que Laüme bajó de su coche para caminar sobre el rocío hasta el terreno señalado para los combates. Todos los hombres levantaron sus chisteras para saludarla, pero Fabres no pudo por menos que fanfarronear todavía a su espalda, balanceando la pelvis para remedar una cópula. Aquello fue demasiado para mí. Me arrojé sobre él y hubo un conato de pelea a puñetazos, pero me sujetaron de la cintura y Dumas me sacudió con fuerza para hacerme entrar en razón.
– ¡Un duelo es un asunto grave, Dalibor! ¡Contente! Si lo olvidas, humillas a tus testigos. Respeta nuestro compromiso contigo.
Apretando las mandíbulas, dominé mis nervios, aunque mis manos temblaban y el sudor goteaba ya de mi cara. Me quité el frac y el chaleco. En camisa, con el cuello abierto, tomé posición.
– Puesto que tres querellantes os exigen una satisfacción -me anunció uno de los jueces-, nos ha parecido conveniente dejar al azar el orden de su actuación. El sorteo ha sido efectuado. Al señor barón de Andrésy le corresponde el honor de ser el primero.
Me pusieron una espada en la mano. De forma maquinal, hendí el aire con ella para juzgar su equilibrio y me sentí en desventaja. El arma era demasiado ligera para mí, menos poderosa que la pesada claymore que yo empleaba en el entrenamiento con el señor Hubert. Mi adversario vino a ponerse frente a mí y se obligó a un desganado saludo. Su rostro era agudo, sus labios finos se remangaban sobre sus dientes minúsculos, perdidos en unas grandes encías. Me pareció muy enervado, e impaciente por atravesar mi cuerpo con su acero.