– Sobre todo, a éste no lo mates -me susurró Dumas como último consejo-. ¡Las piernas, ve a por las piernas!
Balbucí algo, pero mi mente no escuchaba. Ya no sabía dónde estaba ni qué tenía que hacer. Mis ojos se encontraron con los de Laüme, que giró enseguida la cabeza para sonreír ignominiosamente al gordo banquero Fabre-Dumaucourt. Congestionado, sudando quizá más que yo mismo, contenía apenas su furioso deseo de reemprender cuando antes la obra de fornicación. Hubo un «¡Adelante!» que no escuché. Enseguida, tomándome en corto, la hoja del pequeño Andrésy dio un golpe seco de muñeca con el que no logró desarmarme. Riendo, el barón se apartó y lanzó una serie de ataques vivos y largos que me hicieron retroceder varios metros. Dumas y Nerval tenían la cabeza entre las manos, y el cirujano convocado por los jueces abría ya su maletín para sacar las vendas. Paré de manera catastrófica las violentas estocadas de Andrésy. Aquello no tenía nada de académico ni de caballeresco. Yo luchaba por mi vida. Si no daba lo mejor de mí mismo en aquellos momentos, entonces, ¡sí, iba a morir! Este pensamiento fue el último; mi razón se calló de pronto para ceder el puesto a mi instinto. Recobrando mi agilidad y mi energía, empecé por hurtar mi cuerpo de costado, lo cual sorprendió a Andrésy, quien creía haber agotado mi capacidad de defensa. Entonces, bajé el brazo y deslicé mi hoja a lo largo de su pierna, apoyándome sobre el acero con todo el peso que me fue posible. Aullando de dolor, cayó en la hierba sin poder levantarse.
El primer duelo había terminado, sin ningún daño para mí. Escupí la saliva que se había acumulado en mi boca y respiré a pleno pulmón, haciendo oídos sordos a las injurias y protestas que llovían sobre mí. Mi golpe fue juzgado incorrecto, indigno de un caballero y, por lo tanto, inadmisible. Me importaba un bledo. Lo significativo era que me había desembarazado de esa sanguijuela de Andrésy sin haberle herido demasiado.
– ¡Perfecto! -me dijo Dumas echándome un abrigo sobre los hombros-. Tanto peor para las reglas del arte. Lo que cuenta es que sobrevivas. Usa todos los medios, no tengas escrúpulos. ¡Puedes librarte de los otros dos, Dalibor! ¡Mándalos a criar malvas!
Le hicieron un vendaje provisional al herido, y sus testigos lo evacuaron. Cuando sus gritos de furia se hubieron difuminado, mi segundo oponente se puso en línea. Era el memorable coracero Pierre de Sainte-Hermine. Bigotudo, altivo, la frente arrugada y los hombros rectos, el hombre era un guerrero nato. Tranquilo, seguro de sí mismo, no me provocó. Su frialdad y su silencio eran más terribles que la arrogancia del barón de Andrésy. Reemplazaron en mi mano la espada ligera por un sable de caballería. Quizá Sainte-Hermine pensaba asustarme al imponerme esa arma impresionante, pesada, hecha para infligir espantosas heridas a quien no pudiera pararla. Pero yo estaba habituado a ese tipo de hoja y Hubert me había educado bien en su manejo. Opuse al coracero una defensa franca, regular, sin intentar envites ni ardides, demasiado fáciles de desbaratar para un combatiente aguerrido como él. Para vencerle era necesario ser impecable y luchar de igual a igual. Aquel hombre era un león, poderoso pero honrado en sus golpes. Opté por el mismo estilo de combate. Nuestro enfrentamiento duró largos minutos sin que ninguno de los dos lograra obtener ventaja. Él tenía experiencia; yo tenía las reservas de fuerza que me confería mi juventud. Nuestras cualidades se equilibraban. Conocía las estocadas que me lanzaba por haberlas estudiado con Hubert; del mismo modo, él preveía las mías porque las había practicado con mi maestro en los entrenamientos. Pronto, sin embargo, ambos nos quedamos sin aliento. Extenuados, detuvimos un instante nuestros pasos de común acuerdo.
– Señor -me dijo Sainte-Hermine con una voz entrecortada por las bocanadas de aire que inhalaba en grandes cantidades-, señor, se bate usted bien. Y constato que somos de fuerza comparable. Le creí un adversario indigno cuando vi su mal golpe contra el barón de Andrésy. Frente a mí, en cambio, su actuación ha sido honrada. Por mi parte, estimo que ya es suficiente. Retiro mi querella contra usted. Después de todo, el dinero es un asunto vulgar y no merece que dos valientes se maten entre sí. Si usted acepta la perspectiva, seamos amigos, señor.
Feliz por esta declaración, estreché la mano de Sainte-Hermine. Sorprendidos por este giro inesperado, Dumas y Nerval se acercaron a mí para felicitarme, pero la gruesa voz de Fabres-Dumaucourt cubrió nuestras palabras:
– No cuente conmigo para que me muestre tan caballeresco, señor lechugino. En cuanto acabe con usted tengo prevista una cena exquisita con su señorita Laüme. La veo cada noche, ¿sabe? Y cada vez se la presento a nuevos compadres. Enloquece con lo que le damos. Es una yegua furiosa que manejamos con látigo y correa. Lástima que no haya querido usted acompañarnos para vernos cabalgarla una y otra vez…
Me abalancé sin esperar la orden de los jueces, ansiaba hacerle tragarse sus palabras. Picado en lo más vivo, empecé una combinación mal articulada de golpes y estocadas. Fabres era más ágil de lo que su gran barriga hacía suponer. Paró los golpes y me lanzó de vuelta uno que yo no conocía y con el que me hizo un feo corte en el hombro. Su ferocidad se agudizó con esta herida y redobló la violencia de sus ataques.
Con mis fuerzas consumidas por el enfrentamiento con Sainte-Hermine, no pude resistir tanto como quería. Pronto desbordado, no logré evitar el filo de su hoja que se deslizó por mi costado. El dolor desgarró mi vientre, y un raudal de sangre se deslizó por mi cadera. Los ojos del banquero se achicaron, sus labios se remangaron.
– ¡He convertido a tu Laüme en mi puta! -exclamó, fulminante-. Consiente todo lo que le ordeno y he sorteado el acceso a sus muslos. Su reputación está consolidada. Todos los fatuos de París se disputan los billetes para descargarse en sus agujeros. ¡La puta ha vendido todas las entradas!
Levanté mi sable para detener la lluvia de golpes que el hipócrita me asestó al final de una tirada. Nuestras espadas echaban chispas al chocar entre sí y sus ecos tintineaban en el alba fría. Los choques repercutían en mi brazo fatigado y me provocaban más sufrimiento aún que mis dos heridas. De pronto, cambié con rapidez de mano y aproveché el efecto sorpresa causado por esta variante para traspasar la defensa de Fabres. Mi hoja voló hasta el centro de su frente y hundió su jeta repugnante como un huevo que se casca en el desayuno. El banquero se derrumbó entre grotescas flatulencias de esponja que se escurre. Transido de dolor y casi desangrado, yo también caí. Jadeando, dejé que el cirujano cosiera con gruesos puntos mis heridas mientras, sonriente y soberbia, diosa negra del placer y del dolor, veía a Laüme acercarse a mí.
Vino de esponja
Me desperté sobresaltado. Al incorporarme reconocí mi habitación del quai d'Orléans. Era pleno día. El dulce sol de abril bañaba la pieza y una brisa tibia llegaba a mí por la ventana abierta. Laüme estaba allí, sentada en un diván, velándome. Durante varios segundos nos miramos sin hablar. Tenía ganas de escupirle mi odio a la cara a aquella criatura inmunda, pero mis labios permanecieron cerrados y mis manos no la tocaron.
– ¿Por qué? -pregunté al fin-. ¿Por qué se complace en hacerme sufrir y en entregarse a otros como una furcia?
– Debes saberlo todo sobre mí, Dalibor. Mis oscuridades. Mis exigencias. Mis crueldades. Esa es la condición para que llegues a amarme toda entera. No soy una santa. Ni tampoco una diosa. Soy la vida, con sus claridades y sus tinieblas, sus purezas y sus manchas… Es así. Deberás cambiar y fortalecerte si quieres soportar la verdad y merecer las maravillas que puedo ofrecerte.
– Pero ¿por qué ese deseo de darme lo que yo no estoy seguro de desear? ¿Por qué no me pide que perpetúe el linaje de los Galjero, como les exigió a mis ancestros? Puedo tener un hijo y entregárselo. Elija usted misma la madre a su gusto. Una muchacha de la calle, sana y fuerte. Le pagaremos para que se quede embarazada de mí y renuncie a todo derecho sobre la criatura. Después, me marcharé para siempre. Si usted lo educa, el niño la obedecerá en todo…