– Confía en mí -le supliqué-. Os quiero a los dos más que a nada.
Era tan canalla que quizás incluso hasta era sincero al pronunciar estas palabras.
Bajé los escalones de cuatro en cuatro y me reuní abajo con el cochero. Sin explicaciones, le ordené fustigar sus caballos hasta el barrio de Charenton. No estaba seguro de poder encontrar el lugar y temía perderme en el laberinto de callejuelas que era el barrio, pero un instinto infalible de depredador me guió hasta la sórdida plaza en la que me había refrescado aquella vez. Golpeé la puerta con el puño de mi bastón. Salió a abrir el hombre. Me reconoció enseguida y adoptó un aire arrogante.
– ¿No te has olvidado de mí, verdad? -pregunté.
– No, señor -dijo entre dientes.
– Prometí volver para ver si tratabas bien a tu mujer. ¿Está aquí?
– ¿Dónde iba a estar?
– ¡Déjame verla!
Entré con autoridad y el marido se apartó gruñendo. Junto a una estufa, Lorette daba el pecho a su hijo. Su rostro se iluminó al reconocerme.
– Tu chiquillo -pregunté-. ¿Es varón o hembra?
– Es un varón, señor -contestó con orgullo la joven.
– ¿Tu esposo se ha enmendado? -me interesé.
Lorette se encogió de hombros e hizo un mohín de disgusto.
– Mi mujer acaba de dar a luz -mentí-. Busco una nodriza. Te ofrezco un puesto seguro. Tendrás una paga decente, comida, ropa limpia y una habitación para ti sola. Tu marido podrá visitarte una vez a la semana. ¿Qué dices?
Lorette me miró con tanta sorpresa como interés. Me sentí aliviado. Mi trampa iba a funcionar, sin duda.
– No se puede cerrar este negocio tan deprisa, señor -dijo el hombre, acercándose-. Hay que pensarlo. Además, Lorette no tiene nada de ama de leche. No tendrá bastante para alimentar a dos chiquillos. Vuelva dentro de unos días y le habré encontrado una nodriza mejor dotada para el oficio.
– Mi proposición sólo es válida ahora. Hay que tomarla o dejarla.
Las cinco monedas de oro que puse en la mano del patán decidieron el asunto. Lorette metió sus cosas en un viejo saco de tela y, con su hijo envuelto en pañales en brazos, se sentó junto a mí en el coche. Fuimos hasta la île Saint-Louis.
La muchacha me envolvía en una mirada de gratitud y fervor. Mi repentina llegada para salvarla de la miseria debía de parecerle un milagro.
– Es usted un santo, señor -me dijo cuando entrábamos en el patio del palacete-. Y presiento que este lugar será para mí como un paraíso.
El cochero la llevó a una salita alejada de la zona habitada por el resto del servicio. En cuanto a mí, con el cráneo atenazado por una horrible migraña y el estómago revuelto por mi traición, fui a avisar a Laüme.
– He traído a Sandrine -dije con voz neutra.
– Has tardado bastante. ¿Tu hijo también está aquí?
– Sí.
Los ojos del hada brillaron, y su boca se abrió como si fuera a morder. Sin una palabra, se acercó a un cajón y me entregó con solemnidad la daga que ya me había enseñado antes.
– Has traído a los corderos hasta el matadero. Eso está bien. Ahora te toca quitarles la vida.
Tomé el puñal y lo deslicé debajo de mi abrigo. Con Laüme pisándome los talones, llegué a la habitación donde la falsa Sandrine esperaba, dándole el pecho otra vez al niño. Iluminado por el fuego de la chimenea, su rostro era hermoso, y la gran abertura de su escote dejaba entrever un bonito cuerpo. Con el arma empuñada oculta a la espalda, di un paso hacia ella. Laüme permanecía cruzada de brazos en el vano de la puerta y sopesaba todas mis acciones. En el momento en que iba a descargar el golpe sobre Lorette, mi voluntad se vino abajo.
– No puedo hacerlo -dije volviéndome hacia Laüme-. ¡No mataré a estos inocentes, ni siquiera por ti!
Arrojé la daga y, sin escuchar los gritos de sorpresa de Lorette, tomé a la infeliz por la manga y quise salvarla obligándola a salir de la casa de inmediato. Pero la sombra del cochero cojo bloqueaba el pasillo. El criado se abalanzó sobre mí con la rapidez de una fiera e hizo restallar su fusta en mi sien antes de que yo pudiera luchar.
Cuando recobré el conocimiento, mis muñecas y mis tobillos estaban atados con cuerdas. Me hallaba tendido en el suelo, en la misma habitación estrecha a la que habíamos llevado a Lorette, quien también estaba atada y tenía una mordaza en la boca. Rodaba hacia mí con ojos enloquecidos.
– Has roto el pacto, Dalibor -decretó Laüme inclinándose hacia mí-. Ya me he hartado de tus mentiras, de tus debilidades, de tus robos. Creías que yo no veía nada, pero lo sabía todo, ¡todo! Incluso que esta pordiosera que me has traído no es la madre de tu hijo, ni este mocoso el fruto de tus devaneos. Habría podido perdonártelo todo, menos esta última comedia. Decididamente, eres un gusano. No quiero saber nada más de ti. ¡Contempla la suerte que les reservo a los débiles!
Con un gesto firme y terrible, Laüme le rebanó la garganta a Lorette. La muchacha sacudió los pies y todo su cuerpo vibró. Tardó mucho rato en vaciarse. Durante su larga agonía, pudo comprender también cuál iba a ser la suerte de su hijo porque Laüme, el rostro iluminado con una mirada demente, desnudaba de sus pañales a la criatura con el fin de entregarla a su cuchilla. Tras poner al bebé en la mesa, dejó caer el acero perpendicular a su cuello y lo decapitó limpiamente. El pequeño cráneo rodó y cayó al suelo con un ruido blando, y guiñó los ojos e hizo un rictus patético antes de quedar inmóvil. Un manantial de sangre brotó del tronco mutilado y traspasó mi ropa; sentí su calor en mi torso y mi vientre. Laüme sostuvo en alto el minúsculo cadáver y dejó que la sangre goteara sobre su rostro, mientras estrujaba las carnes fláccidas del crío como si apurara un odre. A continuación, cayó en la histeria y dio el espectáculo más monstruoso que pueda imaginarse. En ella vivía aún el espíritu de Yohav, el enano que la había mancillado para siempre. Y sin embargo, en el exceso y el paroxismo de horror que alcanzó aquella noche se desplegó el cénit de su belleza. Jamás la había visto tan sensual, tan espantosamente deseable, ni siquiera cuando la vi extasiarse bajo el rostro del banquero Dumaucourt. No obstante, el gozo espontáneo y vergonzoso que me poseyó en aquella ocasión no se repitió entonces. Las magias roja y negra que obraban en ella no tenían nada de eróticas. Lo que realizó sobre los cuerpos de Lorette y de su hijo iba más allá del entendimiento: mi equilibrio se rompió, y mi razón prefirió desvanecerse antes de estallar en pedazos.
Sumido en la inconsciencia, no comprendía qué querían de mí. Unas manos corrían sobre mi cuerpo, las manos ávidas de los rateros de la calle. Se apoderaron de mi abrigo, me arrancaron la bolsa de la cintura, hasta me quitaron las botas… Yo grité. Me arrastraron por el pavimento húmedo y me molieron a golpes. Después, todo cesó de pronto. Tan deprisa como se habían abatido sobre mí, los miserables se dispersaron, dejándome medio desnudo, magullado, y ya más pobre que ellos. Me incorporé y froté la sangre que brotaba de un corte en mi arco superciliar. Estaba al borde del Sena, en la orilla izquierda; era al alba. Frente a mí veía la île Saint-Louis. Bajo un puente cercano dormían unos vagabundos envueltos en andrajos. El viento me traía su hedor. Laüme había ordenado que me arrojaran allí como si fuera un desperdicio. Tenía hambre y frío, las heridas me dolían y, sobre todo, me maldecía por haber causado la muerte de Lorette y de su hijo.
Temblando, me puse a caminar sin rumbo. Empezó a caer una lluvia intensa, pero no me detuve. De pronto, unos caballos resoplaron a mi espalda y unas ruedas herradas rechinaron en el pavimento. Al volverme reconocí el coche de Laüme. El cochero me hizo señas de que subiera. Obedecí. El coche estaba vacío y me dejé caer en la banqueta de cuero, aliviado, convencido de que el nada había querido darme una lección y que ahora enviaba a su esbirro a buscarme. Pero, lejos de regresar al palacete del quai d'Orléans, el coche se detuvo delante de la morgue.