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– Baja -dijo el cochero de malos modos mientras me abría la puerta.

De nuevo, la lluvia empapó mi camisa y mis pies húmedos pisaron la grava.

– Alguien te espera ahí dentro -dijo el hombre-. Tómate tu tiempo para entrar. No hay prisa.

Como un sonámbulo, entré en la sala donde se exponían los muertos. A pesar de lo temprano de la hora, ya había necrófilos recorriendo las filas. Tembloroso, tan pálido como los despojos tendidos sobre el mármol, emprendí un largo examen de los cadáveres sin reconocer a ninguno de ellos. Después, un empleado vestido con un blusón se acercó a mí.

– Es por aquí -me dijo como si me conociera.

Lo seguí hasta el lugar donde se depositaban bloques de hielo sobrantes. Sandrine estaba allí, tendida sobre una consola de chapa, con un sudario tieso de escarcha ocultando su desnudez. A su lado reposaba mi hijo. Vertí sobre sus despojos todas las lágrimas que tenía en el cuerpo, jurando que nunca los olvidaría, prometiendo por encima de todo que haría lo imposible por castigar su asesinato. Los velé durante largas horas.

Por fin, me preguntaron si podía sufragar los gastos de su entierro. Yo no llevaba nada encima, así que condujeron al niño con su madre a la fosa común del gran cementerio del Norte. Los seguí a pie bajo la lluvia batiente. El empleado de la morgue, compadecido de mí, me había dado un par de zuecos negros y una blusa vieja, tomados de un muerto. En el recinto de los pobres, lloré hasta la noche…

¿Cuántas veces lo había intentado? ¿Diez, quince? Treinta, quizá… Pero siempre aparecían los mismos síntomas. Cada vez que intentaba franquear alguno de los puentes que conducían a la île Saint-Louis, la náusea y un pánico insuperable me poseían. Ese barrio de París se había vuelto inaccesible para mí, mejor protegido que si estuviera rodeado de verjas y cañones. Laüme seguía viviendo allí, yo lo sabía. Había creado nuevos guardianes para impedir que me acercara. A menudo yo pasaba largas horas mirando las ventanas de su mansión desde la orilla, preguntándome por qué no me había matado a mí también y qué estaría tramando ahora que yo no estaba allí para asegurar la descendencia que deseaba. A pesar de la muerte de Sandrine, a pesar incluso de la muerte de mi hijo, yo seguía sintiendo la misma mezcla de odio y posesión, de repulsión y de fascinación absoluta que me invadieron la primera vez que la vi. La detestaba y sólo pensaba en encontrar un modo de matarla, pero la amaba todavía, y esos deseos contradictorios me volvían loco.

Así pasaron meses y años. Yo me convertí en un miserable entre los demás, un pobre diablo sin dinero ni amigos, sin techo ni oficio. Vivía de las basuras arrojadas en los patios, mendigaba en el porche de las iglesias, y en ocasiones robaba conejos en las conejeras de Montmartre o de Chaumont. Cuando reunía tres monedas, iba a la taberna a emborracharme con vino de esponja, esos restos de vinazo recogidos por los taberneros de los fondos de las garrafas y de los charcos del mostrador y guardados en una botella para los necesitados. Seguía llevando los zuecos que me dieron en la morgue y hacía mucho que no me atrevía a frecuentar los barrios elegantes de los románticos. Había aprendido a temer a la patrulla, que arrojaba a la cárcel a los vagabundos y borrachos como yo, roídos de pulgas y apestosos de grasa. No sé exactamente cuánto duró aquella miseria. Quizás era necesario que la conociera para curtirme y cambiar… Porque cambié. Sí: a pesar de mis desgracias y mis tormentos, mi carácter se volvió más tenaz, más decidido. Sentía confusamente que mi hora aún no había llegado y que ocurriría un acontecimiento inesperado que justificaría todas mis penas. Ese pensamiento me daba valor y era lo único que me mantenía con vida.

Un día, una mano se tendió hacia mí, la de Gérard de Nerval… ¿Por qué milagro se cruzaron nuestros caminos? Mi amigo me reconoció cuando yo estaba tendido junto a un muro, en un barrio que él jamás frecuentaba, adonde sólo la providencia había conducido sus pasos. Horrorizado por mi aspecto, Gérard me llevó a su casa y me cuidó. Me dio alimento, me lavó, me vistió y, sobre todo, no me hizo preguntas. Durante varias semanas, el tiempo que necesité para recuperar fuerzas, vivimos así, sin mantener una verdadera conversación. En realidad yo casi no podía hablar. Nerval, con su aguda sensibilidad, comprendía que yo me había convertido en un salvaje y contaba con que el paso del tiempo me devolvería la confianza y las palabras. Por eso guardaba celosamente el secreto de mi presencia en su casa y de mi decadencia.

– ¿Cómo les va a Dumas, a Gautier y a Delacroix? -pregunté al fin, una noche, mientras terminábamos una cena frugal.

– Alexandre está en plena gloria -me explicó Gérard-. Théophile está celoso y escribe como un poseso para igualarle. Sus textos son mejores, pero el público todavía no lo juzga a la altura de su rival. Creo que un día se cambiará la torna. En cuanto a Eugène, nunca había sido tan feliz. Los tres se acuerdan a menudo de ti. Te echan de menos, y se alegrarían mucho de volver a verte.

Mis ojos se humedecieron.

– A mí también me gustaría mucho -reconocí-. Quizá dentro de unos días consiga reunir el valor para presentarme ante ellos.

– ¿Qué falta cometiste, amigo mío, para caer en la miseria abyecta en la que te encontré y de la que no intentabas salir?

– Una falta muy grave, en efecto, de la que te ahorraré los detalles. Pero quizás algún día pueda redimirme de ella. ¿Has tenido…?

Se me cerró la garganta y mi voz se extinguió como una rama seca rota en las manos de un niño.

– ¿He tenido noticias de Laüme? ¿Era ésa tu pregunta?

Asentí bajando los ojos.

– Muy pocas, en realidad. No da que hablar. Esa discreción, por cierto, es uno de los numerosos misterios de los que se rodea. El simple hecho de poseer un inmenso palacete en la île Saint-Louis debería situarla entre los nombres destacados de la capital, pero nadie parece conocerla, o poco menos. Su nombre circuló bastante en la época de tu triple duelo, se murmuraba como una contraseña entre bribones redomados y canallas. Supongo que Fabres Dumaucourt lo puso de moda. Y después, pasó. Ahora Laüme Galjero parece haberse convertido en una perfecta desconocida.

– Sin embargo, su casa sigue habitada -dije, con la esperanza de hacerme entender con medias palabras-. Pero yo no puedo ir.

Gérard suspiró y alzó los ojos al cielo.

– Iré a hacer indagaciones, si de verdad lo deseas. Pero mi consejo es que te olvides de esa mujer que no ha hecho sino perjudicarte.

– Imposible. Imposible…

La noche siguiente Gérard regresó con noticias:

– Laüme está allí. He podido hablar con la portera de una casa contigua que la ve desde hace mucho tiempo. Pero sale poco y recibe aún menos.

– Entonces sus hábitos no han cambiado mucho. ¿Has podido pasearte libremente por la isla? ¿No has sentido ninguna náusea extraña, un pánico repentino e irracional?

– Nada de eso -respondió Nerval sin entender-. ¿Por qué lo preguntas?

Balbucí algunas palabras sin sentido y evité contestarle.

– Mañana hay una comida en casa de Nodier -dijo Nerval-. Es un buen amigo, y asistirán todos los que aprecias. ¿Por qué no aprovechas la ocasión para mostrarte por fin? No puedes seguir viviendo como un ermitaño, Dalibor…

La mano de Nerval estrechaba la mía y sus ojos sinceros buscaban retener mi mirada esquiva.