Выбрать главу

– De acuerdo -acepté-. Mañana les daremos una sorpresa.

Los secretos del arsenal

Mi inesperada aparición entre los románticos fue saludada y festejada como si de una resurrección se tratase. En realidad, casi lo era.

– ¡Dalibor! ¡Le hemos buscado por todas partes! -gritó Dumas en cuanto me vio-. Hemos inundado a su Laüme de notas sin recibir ninguna respuesta. ¡Pardiez! ¿Dónde se había metido, muchacho?

Estrechándome contra su pecho hasta ahogarme, Alexandre no quería soltarme.

– Deje algo para los demás, Dumas -bromeó Gautier-. Nosotros también echábamos de menos a nuestro joven príncipe rumano.

En los salones del señor Nodier, hice una ronda por las mesas para saludar a todos mis amigos. El champán corría a raudales y todos rivalizaban por hablarme y escucharme.

– ¡Y bien! -resonó de pronto una voz profunda en tono de broma-. ¡Resulta que soy el anfitrión y no soy el rey de la fiesta! ¿Quién es este joven a quien solamente yo no conozco?

Charles Nodier se abrió paso entre la concurrencia y avanzó hacia mí. Era el señor de la casa, el conservador de la biblioteca del Arsenal, en cuyos salones cenábamos aquella noche. Menos prolijo que Dumas, menos talentoso que Nerval, Nodier se preciaba no obstante de ser también escritor. Era un hombrecillo afable de cabellos claros, figura delgada y ojos muy vivaces. Después de la cena nos leyó algunos de sus escritos recientes, que me gustaron. A pesar de su atmósfera sombría, sus trabajos desprendían un encanto que tocaba mi sensibilidad.

– Veo que le gustan las historias de fantasmas, señor De Galjero -me dijo, contento de haber encontrado en mí a un oyente fascinado-. Si quiere, le contaré otras.

– Su imaginación no tiene límites -dije yo, en parte para halagarle.

– ¡No lo crea, señor De Galjero! Yo invento algunas, es cierto, pero la mayoría de ellas son leyendas que recojo del pueblo humilde. París es una ciudad de espectros y de vampiros, de nigromantes y brujos. Usted no me creerá, pero aún en nuestros días hay en cada calle un laboratorio de alquimia instalado en una buhardilla. En cada casa, o casi, actúa una decidora de la buena ventura, un adivino o un astrólogo. En el barrio de Les Halles, cerca del antiguo cementerio de los Inocentes, conozco cuevas donde se esconden dólmenes galos, piedras sacrificiales todavía manchadas con la sangre de las víctimas muertas en nombre de dioses paganos. Se dice que esas piedras nunca han dejado de ser alimentadas. Aquí existen cultos misteriosos, señor De Galjero, secretos ancestrales que se siguen transmitiendo. ¿Lo hubiera creído?

Reprimí la risa. Nodier hacía girar los ojos evocando esos misterios. Era un intelectual, pero también un exaltado impresionable, que se electrizaba con facilidad con sus propias fantasmagorías. De todos modos, me resultaba muy simpático.

– Nuestro amigo es demasiado modesto para decírtelo -me explicó Nerval-, pero bajo su dirección la biblioteca se enriquece a diario con manuscritos de gran valor. Yo vengo a veces a consultar textos de alquimia o grimorios de magia para alimentar mi imaginación.

– ¡Grimorios de magia! -exclamé-. ¿Es posible verlos?

Encantado de mostrarme sus colecciones, Nodier me abrió enseguida las puertas de sus salas de lectura. Era un poco como volver a encontrarme en el salón azul o en el salón verde del quai d'Orléans. Los meses de estudio allí pasados me permitieron comentar con cierta soltura algunos volúmenes raros. Nodier se extasió ante mi erudición.

– ¡Pero si es usted un erudito en la materia, señor Dalibor! -exclamó cuando mencioné algunas referencias sólo al alcance de expertos-. Su saber no debe perderse. ¿Por qué no escribe un folleto sobre este tema que tan bien domina? Si lo desea, le daré acceso sin restricciones a las estanterías para que pueda completar su documentación.

Me encogí de hombros, y a punto estuve de declinar la proposición, pero la oportunidad de husmear a placer en las colecciones acabó por parecerme harto interesante, de modo que acepté. Desde aquel día, siempre estaba en el Arsenal. Me pasaba allí días enteros, y a veces también las noches. Laüme me había enseñado un poco durante los meses en que viví en su casa, pero ese poco era más de lo que podría acumular un bibliotecario en toda su vida, aunque fuera un apasionado como Nodier.

Empecé por hacer un censo de las colecciones, y comprendí enseguida que la mayor parte de los volúmenes no tenían ningún interés práctico. Todos los presuntos grimorios impresos, del Picatrix a La gallina negra o a La magia sagrada de Ahramelín el mago, eran fantasías forjadas en el curso de los siglos por encargo de la Inquisición para desacreditar a la auténtica brujería. Más interesantes eran, en cambio, los relatos de apariencia anodina que, bajo el pretexto de la ficción, contenían gemas de sabiduría antigua. Y aún más preciosos resultaban los delgados manuscritos redactados en papel de mala calidad, auténticos grimorios de brujería. Eran obras de brujos del campo, de curanderos, de magos toscos, sin erudición, pero herederos escrupulosos de algunas antiguas artes que habían llegado hasta ellos.

Fue en uno de aquellos humildes folletos donde un día descubrí unas líneas que aceleraron los latidos de mi corazón. Una escritura parda, fina, apenas descifrable, relataba en francés antiguo la manera de crear un genio para curar. También explicaba cómo deshacerse de un genio que se hubiera vuelto fastidioso… Hice una copia tan exacta como me fue posible del documento antes de arrojarlo a la estufa para que nadie, jamás, utilizara aquel saber. Durante meses, practiqué en secreto el procedimiento para matar al guardián de la île Saint-Louis. Seguía viviendo en casa de Nerval y me ganaba la vida redactando textos de bibliofilia para Nodier. Mis ingresos eran modestos, pero bastaban para asegurarme la subsistencia. Por fin, empleando todo mi saber y poniendo toda mi voluntad en la obra, completé el ritual indicado para aniquilar al guardián. Realicé el trabajo en los altillos del Arsenal, donde me había hecho una especie de guarida y había ido acumulando el material necesario. La operación me dejó extenuado, casi incapaz de respirar, y transcurrieron varias horas antes de que pudiera volver a bajar a los corredores de la biblioteca. ¿Lo había conseguido? Imposible saberlo todavía. Con fiebre, encorvado por los dolores físicos que me había causado el ritual, caminé hasta el puente Marie y me adentré en la plataforma. Avancé diez metros, veinte… cincuenta y hasta cien. Llegué a la esquina de la rue Saint-Louis-en-l’Île, con el espíritu enardecido pero sin sentir ningún pánico. Llegué a la rue de la Femme-Sans-Tete y me detuve junto al palacete de Laüme. La puerta cochera estaba cerrada, pero todas las ventanas de su planta estaban iluminadas.

Aquella noche volví a casa de Nerval demasiado feliz con mi victoria como para estropearla por la impaciencia. No sabía lo que haría a continuación. Quizá vengar la muerte de Sandrine y matar a Laüme. Quizás, al contrario, demostrarle al hada que yo no era un mediocre y que aún tenía la voluntad de enfrentarme a ella para obligarla a darme la herencia de mis ancestros. Durante semanas permanecí indeciso. Pero no inactivo.

Fortalecido por mi primer éxito personal en brujería, decidí confeccionar un genio para alejar de mí toda preocupación económica. Elaborar la criatura requirió un mes lunar, al término del cual descubrí abundantes monedas entre los adoquines. Primero fueron monedas sueltas caídas de los bolsillos de los transeúntes; después, muy pronto, joyas o fruslerías de oro en los lugares más incongruentes. No pasaba una hora en mis paseos sin que me agachara para recoger una perla, un collar de plata o un pesado brazalete de plata chapada en oro. Esto se hizo tan frecuente, tan banal, que pronto dejé mis recolecciones, pues esos objetos deformaban mis bolsillos y estropeaban la línea de los trajes que me había hecho cortar por un sastre de renombre. Mi fortuna llegó en el momento justo, porque Gérard, en aquella época, empezó a sufrir crisis nerviosas y necesitaba drogas que no se podía costear. Cuidé de él como él había cuidado de mí. Pretextando un compromiso, dejé el empleo de bibliotecario que me había dado Nodier. En el Arsenal había hecho copias de textos valiosos y había destruido o dejado ilegibles los originales. Los brujos no son humanistas, revelan poco y les gusta guardar para su uso exclusivo las verdades que consiguen descubrir. Me empeñé en confeccionar un nuevo genio para curar a Nerval, pero esta vez fracasé lastimosamente. El estado del poeta no mejoraba. Su familia insistió en que se trasladara al campo para reposar, y así me quede otra vez solo en París.