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Alquilé un apartamento en la orilla izquierda, en la rue de Buci. Era un segundo piso claro y tranquilo, modesto pero confortable. La noche de mi traslado, fui en peregrinación al cementerio de Père-Lachaise. No había estado allí desde el entierro de Sandrine, algunos años atrás. Medité largo tiempo ante la fosa donde se pudrían los cadáveres de mi amante y de mi hijo. ¿Todavía deseaba vengarlos? Era muy poco probable. Mi memoria apenas había conservado los rasgos del rostro de la muchacha, la luz de su sonrisa. En cuanto al niño, nunca lo había tenido en mis brazos… eran mis errores, fantasmas del pasado. Hiciera lo que hiciese, jamás podría devolverles la vida. ¿Debía consumir mis fuerzas por ellos?, ¿arriesgar mi vida en testimonio de fidelidad a su recuerdo? Lo dudaba. Como buques de guerra, extrañas nubes rugientes de electricidad navegaban por el cielo. Empezó a caer una lluvia oscura que me echó del territorio de los muertos como si no fuera bienvenido allí, como si no tuviera nada que hacer entre ellos. Cuando volví a casa había tomado una decisión.

Con la regularidad del empleado que acude al trabajo, salía de Buci a diario al caer la noche. Recorría los barrios más pobres de París en busca de una ocasión… Muchas veces estuve a punto de robar a un niño abandonado sin vigilancia jugando en el arroyo o en un solar, pero siempre ocurría algún incidente que frustraba mi tentativa en el último momento. Por fin, conseguí ganarme la confianza de una niña de la calle dándole unas monedas y ofreciéndole no sé qué baratija expuesta en un mostrador. Estábamos en Belleville, donde nadie me conocía. Con su manita en la mía, la conduje hasta el río y la llevé a la île Saint-Louis. Confiada, se creyó la fábula que le conté.

– En esa casa que ves ahí -le dije señalando la residencia de Laüme-, vive una dama muy bella. Le dirás que te envía Dalibor. Ella comprenderá, y entonces te vestirá de princesa y te convertirá en un ángel.

Y, con una sonrisa de ánimo y un golpecito en la espalda, empujé a la niña hacia la entrada.

Sin volverse a mirar, la pequeña entró en el patio del palacete mientras yo permanecía en un rincón observando la calle. Pasaron los minutos, y después las horas. La niña no volvió. Laüme había aceptado mi ofrenda y yo estaba loco de alegría… Repetí mi caza de este modo tres o cuatro veces. Los niños siempre desaparecían bajo la sombra del gran porche, pero yo no recibía ninguna señal en respuesta. Laüme parecía indiferente a mis esfuerzos, y mi despecho era inmenso. Creí haber agotado todos los medios posibles para rehabilitarme a sus ojos. Ahogaba en alcohol mi pena y mi enfado. Ya no encontraba placer en nada y no veía ningún horizonte en mi vida.

Gérard de Nerval, de regreso a París, sufría también de melancolía, íbamos juntos a beber absenta y a saturarnos de hachís o de éter. Gérard frecuentaba además los prostíbulos, al contrario que yo. Las mujeres, definitivamente, ya no me interesaban, mi cuerpo estaba muerto a todo deseo.

Un día en que visitaba a Delacroix con Nerval, me puse a hojear un álbum de dibujos. Entre los estudios y los dibujos retocados se encontraban los bocetos que el pintor había realizado durante la obscena sesión de poses en casa de Laüme. El corazón se me encogió, la sangre batió en mis sienes. Como si ella apareciese en realidad ante mis ojos en su divina desnudez, volví a sentir todo el poder del hada, su sensualidad bárbara, su erotismo de fiera, aquella mezcla infernal de lubricidad y de inocencia que fascinaba a todos los hombres. Yo estaba temblando.

– Soy incapaz de utilizar estos estudios -confesó Delacroix-. Ningún pigmento, ningún óleo pueden hacer justicia a la belleza de la señorita Laüme. Por desgracia, los siglos no conservarán de ella más que testimonios insignificantes.

Esos dibujos me hicieron montar en cólera. Los agarré bruscamente y los arrojé al fuego gritando. Delacroix chilló escandalizado y me golpeó. Nos enzarzamos en una pelea. Gérard pasó todos los apuros del mundo para separarnos, antes de que el pintor nos echara de su casa y me prohibiera la entrada a su estudio para siempre.

Aunque me había enemistado con Eugène, seguía frecuentando al señor Nodier. Venía a veces a visitarme a la rue de Buci e íbamos a deambular al azar, como otrora hiciera con el señor Syllas, mi profesor de francés. París todavía no había sido limpiado por Haussmann. La ciudad permanecía como en tiempos de los Luises y el centro apenas estaba más despejado que en la época medieval. Era una ciudad de obreros y artesanos lo mismo que de banqueros, frívolas e industriales. Los huertos florecían a dos pasos del Louvre. Los molinos giraban en lo alto de las lomas y se escuchaba el cacareo de los pollos en los patios del bulevar Saint-Germain.

– Esta ciudad está llena de símbolos y de misterios -me dijo un día Nodier-. Los frisos de los palacios contienen códigos. Las estatuas son señales, y muchos edificios de aspecto anodino son en realidad templos construidos según los cánones de la arquitectura sagrada. ¡Quiero enseñarle un lugar sorprendente!

Me condujo a la rue de Flandres. En medio de la calle, se detuvo ante una casa corriente que no se diferenciaba en nada de las demás, aparte de dos grandes puertas cocheras que se abrían a un vasto patio, al que accedimos sin que nadie nos dijera nada. Al fondo del patio, Nodier empujó una portilla de hierro comida de herrumbre que chirrió sobre sus goznes cuando la forzó con un golpe de hombro. Al otro lado había un jardín abandonado, un pedazo de bosque virgen. Árboles inmensos crecían al azar en medio de matorrales de zarzas y de hierba alta.

– Éste es el reposo de los herejes -me explicó Nadier, apartando una lápida con la punta de su bastón-. Aquí era donde enterraban a los brujos y a los apóstatas en tiempos de Luis XIV. Esta tierra no está consagrada, es impía. ¿Le sorprendería si le digo que hoy en día los adeptos de Satán vienen a celebrar misas negras y sabbats?

– Señor Nodier, se burla usted de mí. ¿Quién cree todavía en serio en el diablo en nuestros días? Es posible que las festividades que usted menciona existan aún, lo admito, pero son obra de almas extraviadas, ávidas de un marco decoroso para excitar sus bajas pulsiones. Nada más.

– ¿Así que no es usted satanista, señor De Galjero? Es curioso… yo hubiera dicho que lo era.

– ¿De dónde ha sacado esa idea? ¿Acaso tengo cara de loco?

– Tendrá que disculparme -dijo Nodier, visiblemente confuso-. Es ese Nerval. Creo que le considera a usted una especie de Fausto. ¿Sabe que él tradujo el texto de Goethe hace algunos años? Él… él… apenas me atrevo a decírselo, tan grotesco me parece…

– ¿De qué se trata, señor?

– Él cree que una diablesa ha subido desde los infiernos para acompañarle. Piensa que usted es un teúrgo venido a París para iniciar a los elegidos en la cultura de Hécate o de Proserpina, pero que Satán se ha vengado de usted convirtiéndole en el esclavo de un espíritu súcubo.

El sudor perlaba la frente de Charles Nodier y sus manos temblaban. Era evidente que el pobre hombre se había acercado a mí con la sola esperanza de ser admitido como discípulo del sacerdote de los demonios que se suponía que yo era. Me eché a reír y me vi obligado a desengañarle.