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– Gérard es un niño que ha logrado contagiarle su fiebre, señor Nodier. No soy un buen cristianó, lo admito, pero desde luego mi fe no se dirige a Lucifer y su corte.

Nodier pareció muy decepcionado por esta revelación. Su atención hacia mí decreció notablemente. Sus visitas a la rue de Buci se espaciaron hasta cesar por completo. Eso no me molestó demasiado. No tenía nada que aprender de él, y hacía tiempo que había extraído todo lo que me interesaba de sus colecciones. Aturdido por el alcohol o la droga, soñaba alguna vez que me convertía en brujo. Pero ¿dónde encontrar manuscritos dignos de mi curiosidad?

– ¿Qué te parecería emprender un viaje? -le propuse un día a Nerval-. Estoy hastiado de borracheras. El cuerpo y el alma me piden nuevas experiencias.

– ¿Adonde quieres ir? -preguntó Gérard.

– He pensado en Inglaterra -dije sin convicción.

– ¿Y si fuéramos a Oriente? -propuso Nerval.

La estrella del rey Paon

Durante el último mes de 1842, Nerval y yo embarcamos en Marsella y navegamos rumbo a Alejandría vía Malta. Como buen místico que era, Nerval consideraba este periplo como una especie de redención, después de los años pasados en un lento deslizarse hacia la locura.

– He atravesado crisis terribles -me confesó-, pero yo soy el único responsable. Ahora quiero limpiar mi cuerpo y mi espíritu al sol nuevo del Nilo y del Eufrates. Allí fue donde comenzó el mundo. Allí es donde quiero renacer.

Yo le dejaba hablar y soñar con un nuevo principio, aunque sabía que el viaje no cambiaría nada en él. Los años lo habían envejecido terriblemente y envidiaba mi juventud, casi intacta desde que nos conocimos. En Egipto, remontamos el río hasta El Cairo, donde nos instalamos en el distrito copto. Vivíamos al estilo oriental, con un turbante en la cabeza y el cuerpo envuelto en una chilaba. En unos días fui capaz de hablar aceptablemente el árabe. El genio que tenía consagrado a las lenguas me permitía entender y practicar los idiomas más bárbaros casi sin demora. Este talento mío que no conocía fue la admiración de Gérard y le reafirmó en la idea de que yo no era en realidad un hombre. A menudo me miraba con un extraño brillo en los ojos y yo sentía que mil preguntas que no se atrevía a formular se agolpaban en su espíritu. Una noche que nos habíamos quedado a contemplar las estrellas en la terraza, bebiendo vino de Chiraz, una suerte de embriaguez rompió mis reticencias y me dejé llevar, si no a confidencias reales, a una especie de monólogo errático que impresionó sobremanera a mi amigo poeta.

– Tú tienes un secreto, lo sé -dijo-. Desconozco su naturaleza exacta, pero adivino que gira en torno a Laüme. Ni ella ni tú pertenecéis en realidad al mundo de los vivos, ¿no es así?

En ese instante fue cuando más cerca estuve de revelarle a Nerval toda mi historia. Reconocer la verdad, confesar mis crímenes, me habría aliviado enormemente. En lugar de eso, balbucí algunas frases oscuras que no valían mucho más que un mutismo completo. No obstante, Gérard devoró su magro contenido como un hambriento se lanza sobre los restos de un fabuloso festín. Se apropió de la materia hasta componer una historia que colmara los deseos de maravillas, la insaciable sed de misterios y de grandeza que lo habitaban y que devoraban lentamente su razón.

– Los dos estamos de búsqueda -exclamó-. Me parece que tú ya has encontrado lo que yo aún estoy buscando, pero aún no has llegado al final de tu camino. Tu espíritu sigue sediento, ¿no es así? Las preguntas que lo turban aún no han tenido respuesta. Y bien, amigo mío, busquemos juntos, porque los viejos cuentos nos aseguran que la verdad se persigue en grupo, aunque siempre se descubra a solas.

Así lo hicimos. En mayo, cansados de Egipto, realizamos un viaje a Beirut, donde vivimos entre los drusos, esos herejes que se hacen llamar musulmanes tan sólo para cubrir sus prácticas cismáticas y su filosofía más antigua que la del Profeta. Adeptos de la metempsicosis y curiosos de las cosas extrañas, me parecieron mucho más interesantes que los tristes imanes que conocimos en las mezquitas de El Cairo. Nerval quedó fascinado por su doctrina y se enamoriscó de una de sus mujeres, una bonita joven llamada Suleima, vivaz y de espíritu sutil. Parte de su familia vivía en un pueblo en las montañas del Antilíbano. Gérard y yo disfrutamos de la hospitalidad más generosa y más espontánea que pueda imaginarse. Una noche, mientras dormía como un niño en una habitación fresca, dos hermanos de Suleima vinieron a buscarme para conducirme por senderos de cabras hasta el borde del desierto. Sin darme ninguna explicación, me dejaron a la entrada de un desfiladero de rocas rojizas que terminaba en una pared lisa horadada por una gruta. Allí vivía un sabio. El anacoreta no era un anciano, sino un joven de unos veinte años. Gozaba de gran respeto entre los drusos, que lo honraban como a un santo. Se llamaba Nasran y me dijo que me había visto en sueños pisando la antigua tierra de los fenicios.

– Tú eres un rumí muy particular -me dijo, sonriente-. Lo sé. Un djinn camina tras tus pasos… a veces ocurre. Eso puede ser una suerte o una maldición. ¿Cómo lo vives tú?

La pregunta me pilló desprevenido.

– Todavía no lo sé -reconocí-. Ocurre que lo disfruto y también me mortifica. No he hecho nada para merecer lo que a veces considero como un don, ni para sufrir lo que siento como un castigo y una injusticia…

– Tu alma aún está turbada -juzgó Nasran-. Inclinar los platos de la balanza hacia el Bien o hacia el Mal sólo depende de tu buena voluntad, aunque la gente acudirá a ti para hacerte bascular hacia el blanco o hacia el negro. Sé paciente con ellos. Escúchalos. Pon en práctica sus consejos, te parezcan buenos o malos. Experimenta… Ésa es la única manera de aclarar tu espíritu y de reunir en ti la fuerza para oponerte a tu demonio, si por ventura un día quisieras romper las cadenas con las que te ha rodeado.

– ¿Quién te ha contado mi historia? -pregunté.

Pero Nasran se limitó a reír. Señaló con el índice hacia la bóveda celeste y me aconsejó seguir la estrella del rey Paon hasta encontrar a los hijos de Taus.

– ¿Qué es la estrella del rey Paon y quiénes son los hijos de Taus? -me preguntó Nerval cuando le relaté el episodio.

– Lo ignoro, amigo mío. El eremita guardó silencio sobre ese punto. ¡Pero me aplicaré a buscar!

No necesité mucho tiempo para averiguar lo que era la estrella de Paon. En un antiguo tratado de astronomía descubrí que los árabes llamaban así a Venus, el lucero del alba.

– ¿Venus? Pero es la anunciadora del sol, la portadora de la luz, la Lucifer de los antiguos.

– ¿Venus es la estrella de Satán?

Llegué a las orillas del Tigris a finales de noviembre. El aire era suave y claro; el calor, soportable. Instalado bajo las arcadas de estuco de un caravasar, a quienes me preguntaban les decía que yo era un comerciante en manuscritos antiguos que trabajaba para los coleccionistas rumís. Esa mentira tenía la virtud de procurarme un estatus respetable sin suscitar la codicia y, sobre todo, me proporcionaba un excelente pretexto para preguntar al populacho sobre los extraños asuntos que me interesaban sin que recayeran sobre mí excesivas sospechas.

– Busco textos relativos a los hijos de Taus -pregunté nada más llegar-. ¿Sabe si existen?

Al principio todos se encogían de hombros ante mis preguntas; después, un hombre bien vestido que permanecía detrás de mí me tocó en el hombro con su bastón.

– Los hijos de Taus tienen dos libros santos -me dijo sin presentarse-. El primer texto es el Mishefa Res o Libro negro. El segundo es el Kîteba Cilwe o Libro de la revelación. Pero son obras reservadas únicamente a los adeptos de su fe. No te los venderán ni te autorizarán a leerlos. ¿Por qué quieres saber esto?