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Pero no me rendí ante los razonamientos de Attar. A pesar de los tesoros de persuasión que desplegó, decidí proseguir mi viaje hacia el valle de Lalish. Un oscuro deseo me empujaba, una sed intensa que ni los gozos inefables del harén podían calmar.

– Que así sea -concluyó Attar con sincera tristeza-. Lo único que puedo hacer por ti entonces es indicarte la buena dirección.

En un mapa, señaló con el dedo una hondonada entre dos macizos montañosos en la región de la antigua Nínive.

– Aquí encontrarás a los hijos de Taus. Ten cuidado. Son kurdos que viven replegados en sí mismos. Nadie los frecuenta y ellos tampoco se mezclan con las demás comunidades. Vas al encuentro de la muerte, Dalibor. Pero no podrás decir que no he intentado disuadirte de semejante locura.

– Sólo puedo felicitarme por haberte conocido, Attar. No te olvidaré. Volveré a verte y te contaré lo que vea.

– ¡Optimista y pretencioso! ¡Rumí, te echaré de menos!

De nuevo envuelto en mis ropas de vagabundo, dejé Bagdad en solitario y emprendí la marcha hacia el norte, en dirección a Mosul, siguiendo la rivera del Tigris. Iba despacio porque me movía sin brújula ni mapa por un terreno accidentado, de relieve tortuoso, infestado de saqueadores. Una tribu de pastores me acogió una noche en un oasis donde pude aprovisionarme de pleno sin que me pidieran nada a cambio. Pero mientras dormía confiado, los mismos que me habían alimentado quisieron hundirme un puñal en el corazón. Me debatí como un diablo, logré apoderarme de un largo y afilado khandjar y me volví hacia ellos. Pegado a una roca los mantuve a raya con mi dominio de la esgrima antes de desbordarlos. Aquellos granujas no estaban acostumbrados a que se les resistieran y, encadenando las séptimas, las paradas y las contras que tan a menudo había practicado en la sala de esgrima, conseguí herir de muerte a dos de ellos. Los otros huyeron a todo correr. Exaltado por esta aventura, desaparecí en la noche entonando a voz en grito una canción de marcha de los granaderos de Napoleón que me había enseñado el señor Hubert en la época en que frecuentábamos la rue aux Ours.

Cuatro o cinco días después de aquel incidente, al final de un talud desemboqué en el extremo de una meseta que presidía un gran valle modelado con algunas eminencias muy suaves. El cielo estaba blanco y se reflejaba en un suelo del mismo color. Era un paisaje de creta, un desierto que empezaba allí. Mi cantimplora estaba casi vacía, pero no quise desandar el camino para ir a llenarla en el pozo más cercano. De modo que avancé, confiando en que la Providencia me permitiría descubrir una nueva fuente de agua. Sin embargo, mis esperanzas fueron vanas. Con el paso de las horas, la sed se agudizó, y el guijarro que me había puesto debajo de la lengua para retardar la deshidratación no sirvió de nada. Pronto me poseyó el delirio y una inmensa fatiga me trabó los miembros. Caminé hasta que la creta y la sal cedieron el paso a la arena. Al crepúsculo, recorrí la cresta de una duna inmensa. Bajo el peso de mis pasos, el frágil equilibrio de los cristales de roca se quebró, y la línea de la cresta se rompió lentamente, generando un sonido extraño, tan profundo como el de un cetáceo al zambullirse en lo más negro de las aguas. Quise correr para escapar al hundimiento, pero el suelo cedió bajo mis pies y me engulló por completo en un torbellino de polvo y sombras.

El amo de la frawarti

Un dátil se fundía bajo mi lengua, y miel mezclada con anís entraba en mi boca. Un perfume picante refrescaba mis fosas nasales. Abrí los ojos.

– Por fin has despertado. Has dormido mucho.

Sentado en una estera, con las piernas cruzadas, permanecía un desconocido esbelto y de aspecto distinguido. ¿Qué edad podía tener? ¿Cuarenta años? ¿Más? Difícil juzgarlo. Largos mechones de cabello espeso encuadraban sus sienes y sus pómulos salientes. Su perfil era noble; su figura, vigorosa.

– Me llamo Nuwas -dijo el hombre-. Eres huésped de mi casa. Que encuentres en ella la paz a la que aspiras.

La acogida era dulce y sincera. El timbre profundo y sereno de su voz inspiraba confianza. Intenté incorporarme.

– ¿Cómo me ha encontrado? -pregunté algo absurdamente.

– Malek Taus, mi dios, me condujo hasta ti -respondió Nuwas-. Tu cabeza asomaba apenas de una capa de arena, la fiebre te consumía y apenas un hilo de aliento levantaba tu pecho. Pero yo sabía que la vida no iba a abandonarte.

– ¿Has dicho Malek Taus? ¿Eres un adorador del demonio?

Nuwas se echó a reír.

– El gran dios Paon sólo es un diablo para los ignorantes, amigo. Para la gente como tú y como yo, es un guía y un protector. Es el amo de la sabiduría última, la que conduce por encima del bien y del mal. Si lo sirves con fe, él te ayudará como me ha ayudado a mí.

– ¿Ayudarme? ¿A qué?

– A liberarte de aquella que vino a ti, Dalibor Galjero. A dominarla y hacer que te obedezca, como me enseñó a mí a domar a Ta'qkyrin. Porque ése es el motivo secreto de tu viaje al valle de Lalish, ¿verdad?

– Sí -admití-. Así es.

– Entonces, ven conmigo.

Nuwas me ayudó a levantarme. Salí de la habitación apoyado en su hombro, porque aún me encontraba débil. Caminamos por un pasillo de muros encalados. El suelo estaba cubierto de tapices. Ningún sonido turbaba el silencio. Nuwas se detuvo conmigo ante un pesado portón de plomo con un complejo candado. Extrañas inscripciones grabadas en el metal adornaban lo que parecía ser la puerta de una celda. Una mirilla se abría al exterior para que se pudiera observar el interior del calabozo. Nuwas me indicó por señas que aplicara el ojo al orificio. Por un segundo, creí que se trataba de la propia Laüme y que él la había capturado y encerrado allí. De no ser por sus cabellos negros y sus ojos de jade, la muchacha sentada en la penumbra se parecería a ella como una hermana gemela. Su piel tenía la misma transparencia y su rostro una forma idéntica. Su belleza, no obstante, era más tranquila, más maternal. Era alta, un poco más que Laüme. Un largo hábito flotante, descolorido, disimulaba las formas de su busto erguido. La desconocida pareció sorprenderse de ser observada. Ella no podía ver mi cara, pero su mirada fija en la mía se hizo brillante, imposible de sostener. Retrocedí.

– Esta criatura se llama Ta'qkyrin -susurró Nuwas-. Su naturaleza es la misma que la de tu Laüme. Pero yo aprendí a domarla. Y voy a formarte en ese arte.

El amor es servidumbre. El deseo de la carne es servidumbre. Ni el uno ni el otro son dignos de un hombre libre. Esa fue la primera lección que recibí de Nuwas. La primera, porque hubo muchas más. Nadie estaba más legitimado que él para enseñarme. Ni siquiera Laüme…

– Soy casi como tú, Dalibor -me dijo Nuwas-. Una especie de hermano mayor que desea que te aproveches de su experiencia. Ta'qkyrin es para mí lo que Laüme es para ti: un ángel y un demonio al mismo tiempo. Una bendición que vino a mí sin que yo la pidiera y una desgracia que yo no merecía. Eso ocurrió hace mucho tiempo… siglos, eones. La religión de Cristo no era más que un culto incipiente. Yo era por aquel entonces un caballero parto. Mi pueblo se había adueñado de Oriente. Éramos rivales de Roma. Pero hubo traiciones y bajezas entre nuestros vasallos. Un día, vimos humaredas que se elevaban en el cielo. Había ciudades ardiendo en nuestras fronteras. Las legiones de Trajano avanzaban hacia nosotros: un muro de escudos y de espadas dispuesto a atropellarnos porque no teníamos aliados. Hubiéramos debido huir o someternos, así dictaba la voz de la razón, y, sin embargo, antes que vivir como esclavos o vagabundos, nos pusimos las armaduras y cubrimos nuestros caballos con grandes cotas de malla de acero. ¡Si nos hubieras visto, Dalibor! Éramos un puñado de hombres frente a un mar de invasores. Nuestro soberano nos colocó, lanza en ristre, en la cresta de una duna de ceniza blanca. Yo, a mis quince años, era el más joven de los combatientes de élite y ocupaba el centro exacto de la falange. Ocultos por la arena, aguardamos hasta el último instante para cargar, y después nos hundimos como una cuña en las filas del enemigo; conseguimos casi dispersarlo pero no logramos hacer que se replegara. ¿Cuántos más hubieran hecho falta para ganar la batalla? ¿Cien más?, ¿cincuenta? Tal vez sólo diez. Pero no fue así. El enemigo nos echó a tierra uno tras otro, mató nuestras monturas y nos masacró. Nuestros capitanes cayeron, después nuestros príncipes y al fin nuestro rey… Entonces me di cuenta de que estaba solo. Las hachas y las lanzas ya iban a caer sobre mí, cuando sentí un soplo en mi nuca. Una mano fina aferró mi talle. Creí que un enemigo había subido a la grupa de mi caballo para descabalgarme y me volví para hundir la espada en su cuerpo. Pero la que se había unido a mí era un ángel de las batallas, una mujer de belleza radiante, acorazada para la lucha y armada con un pesado martillo de guerra. Entre los dos hendimos la hueste enemiga. A cada golpe de la desconocida, una cabeza reventaba; a cada uno de los míos, un torso se abría. Ninguno de los campeones enemigos pudo rivalizar con nosotros. Atravesamos las columnas hostiles y huimos a las montañas. «Yo soy Ta'qkyrin -me dijo la criatura-. Soy tu frawarti, tu guardiana y tu consejera. Soy el alma de los guerreros muertos a tu lado en la batalla, nacida de las nupcias íntimas de su sacrificio con tu valor. Eso es lo que me ha traído a este mundo, y a partir de ahora velaré por ti y por tus hijos para siempre…»