»Yo era joven entonces y creí en sus promesas. Durante diez años, ella actuó como había prometido. Lo que había quedado de mi pueblo se extinguía lentamente bajo el yugo extranjero, pero yo era un hombre libre galopando por las estepas. Ta'qkyrin me protegía en los peligros y me daba su amor. Gracias a su brazo, que secundaba al mío, yo salía vencedor de todos los combates. A mi alrededor se reunieron hombres del antiguo reino y me convertí en su jefe. Al principio fuimos una banda, después, una tropa, y por último casi un ejército… "Yo puedo hacer de ti el nuevo rey de los hombres", me dijo Ta'qkyrin. "Tengo el poder de daros la victoria. Podréis reconstruir vuestras ciudades y levantar otras aún más grandes. Vuestros graneros reventarán de grano porque yo haré caer la lluvia en vuestros desiertos. Tú serás aclamado como un dios, y les daré la vida eterna a tus hijos. Este país será vuestro para siempre. Ningún invasor se atreverá a violarlo jamás…"
»Pero todas aquellas promesas tenían un precio, como ya adivinas, Dalibor: Ta'qkyrin exigía la sangre de inocentes en calidad de salario por sus milagros. Y como tú hiciste, al principio le entregué lo que reclamaba. Inmolé a sus pies niños nacidos de mi pueblo por docenas, pero nunca tenía bastante. Sus necesidades eran inmensas. Si por la mañana entrábamos como liberadores de una ciudad reconquistada, por la noche debía ofrecerle la oblación de los hijos y las hijas de los liberados.
»Así pasaron dos veces veinte estaciones, y quizás hubiéramos podido refundar nuestro imperio si yo no hubiera tenido tanto orgullo. Porque quise obtener para mí mismo la inmortalidad que Ta'qkyrin había prometido a mis hijos. "Ése es un don que no puedo darte, Nuwas", me advirtió cuando se lo pedí. "Mis fuerzas están consagradas a la reconquista. Mi magia no puede dispersarse…" Y fue esa negativa, sí, esa negativa, Dalibor, la que me dio la fuerza de alejarme de Ta'qkyrin y de buscar yo solo lo que ella me negaba.
»Una noche sin luna, dejé el campamento de mi ejército. Había saciado de sangre a la frawarti. Se había embriagado hasta el punto de sumirse en una inconsciencia beatífica. Ya solo, emprendí un camino extraño que ni siquiera Ta'qkyrin conocía. ¿Dónde había aprendido su geografía? Lo ignoro. Me sentía inspirado. Una voz hablaba en mí y me decía lo que tenía que hacer… Y después, se me apareció en sueños un ave de fuego, un gigantesco pavo real con el cuerpo revestido de estrellas. Todas las noches soñaba con él, hasta que una mañana no se marchó cuando desperté. Presente a mi lado, me guió más allá de la aridez de un desierto de piedras hacia el horno de un desierto de sal. Mi caballo cayó, pero yo seguí caminando. A mi alrededor ya no había nada, ni plantas ni animales ni insectos. Ni siquiera quedaba el polvo del suelo. Mis pies hollaban un terreno liso y blanco, sin elevaciones ni depresiones. Entonces, en pleno mediodía, el sol se veló y después se extinguió. Pero no se trataba de un eclipse. Era un astro de claridad mil veces más intensa que se había elevado de repente en el firmamento. Era Venus, el planeta del dios Paon, que lucía para mí con más viveza que Febo. Bajo sus rayos, otro mundo se me reveló, y también otra conciencia. Taus nació en mí y yo nací en él. Tuve la revelación de un secreto: un secreto único, que se borró apenas aprendido, que se destruyó apenas aplicado. No puedo reconstruir los trazos de aquella odisea íntima, ni para ti ni para nadie. Hoy no me queda de ella más que una sucesión de imágenes imprecisas. Volví a ver los cuerpos de los niños tendidos delante de mí, los cadáveres descuartizados, desmenuzados, en los que yo buscaba los secretos de la muerte y de la vida. Aquello se acabó tan de repente como había empezado. El viento pasó por mis sienes, el canto de los pájaros resonó con claridad en el amanecer; yo estaba tendido cerca de una fuente, desnudo. Contemplé mi figura en el reflejo del agua. Estaba tan delgado que podía contar mis huesos. Hacía meses que no me cortaba el pelo y me caía hasta la cintura. Una barba sucia ocultaba mi rostro demacrado, y debajo de mis uñas largas y negras se pudrían restos de la carne de mis víctimas. Su sangre seca manchaba mi piel como las pinturas de guerra en el torso de un bárbaro… Sin embargo, había recobrado la conciencia. Mi corazón latía con calma y mi cerebro parecía razonar mejor y más deprisa que nunca. Supe que había alcanzado mi objetivo, pero no exactamente aquel al que aspiraba. ¡No! Aunque había hecho brotar en mí la flor rarísima de la longevidad, el néctar de la eternidad se me escapaba todavía. El dios Paon no me había concedido la corona de oro que yo codiciaba. Sin embargo, sabía que disponía de siglos para conseguirla. Siglos, Dalibor, a condición de que cuidara mi cuerpo con frecuentes rituales y una ascesis escrupulosa… ¡Pero poco me importaban esos inconvenientes, porque el hada venida a mí ya no era la fuente exclusiva de mis poderes!
»Quise volver con mis hombres para conducirlos de nuevo a la batalla, pero no encontré ni rastro de mi ejército en ninguna parte. Ta'qkyrin, en venganza por mi partida, había conducido a mis rebeldes bajo el fuego de nuestros enemigos. No quedaba nada de nuestros logros pasados. La cólera de la frawarti era tan viva que rompió los juramentos que me había hecho e intentó matarme. Pero la fuerza de Taus no me abandonó. Luchamos y dominé al ángel guerrero. ¡Sí, Dalibor! ¡Tuve la fuerza! Cuando terminó el enfrentamiento, yo era su amo. Le negué todo nuevo sacrificio, y esa privación paralizó sus poderes: aunque podía seguir protegiéndome y concederme ciertos privilegios, su poder ya no bastaba para poner sobre mi frente la corona de un imperio. No me importaba, pues había conquistado el mayor bien que se pueda concebir: la vida eterna. ¿Qué más podía desear?
»Pasaron los años, las décadas y los siglos. Ta'qkyrin seguía a mi lado. Pese a su belleza, yo jamás la tocaba. Tentadora, perversa, manipuladora y provocativa, sin duda que lo fue. Ella creía que ése sería un medio seguro de recuperar su antiguo poder sobre mí. A pesar de mi deseo, no cedí: la ogresa se habría beneficiado demasiado. Desde el día en que salí del desierto de sal no volví a acariciarla, ni siquiera quise contemplar su desnudez, quizá su arma más poderosa. Le hago ocultar las curvas de su cuerpo bajo un hábito gris, le prohíbo las joyas y los adornos… Las frawartis son seres peligrosos, Dalibor, criaturas caprichosas y falsas que saben explotar nuestras debilidades mejor que nadie. No debemos confiarles nuestras esperanzas. No podemos deberles nuestras alegrías. Sólo así podemos hacer que nos obedezcan.