– Pero ¿cuántos? -insistí.
– Quizá diez en todo Oriente. Bastantes menos en Occidente. Más allá, no lo sé.
– Diez en Oriente y sólo un puñado en Europa -repetí, pensativo.
– No los conozco a todos -matizó Nuwas-. Quizá sean más numerosos de lo que creo. Pero no intentes saberlo, Dalibor, ni encontrarlos. Ellos no podrían ayudarte ni tú tampoco podrías hacer nada por ellos. Tienes que afrontarlo solo. Es mejor así…
Me pareció que Nuwas dejaba sus explicaciones a medias; cuando me disponía a animarle a que abandonara sus dudas, se puso en pie y subió a su caballo sin decir palabra. Caminamos en silencio durante dos días; nuestros comentarios se limitaban a lo estrictamente necesario en aquellas montañas de los confines de la Ruta de la Seda. Dos horas antes del alba del tercer día, llegamos a un bosque petrificado en la ladera de una montaña de esquisto. Lejos y por encima de los troncos desnudos se elevaba una torre cuya forma recordaba a la que había visto en Damasco. Nuwas sujetó las riendas de mi caballo.
– Un tesoro te espera en la cima de esa colina -me dijo-. Debes ir.
– ¿Tú no me acompañas?
– Sabes bien que eso es inútil. Te esperaré aquí. Ahora, ve…
Con el corazón palpitante, subí la pendiente pedregosa, agarrándome a los troncos para superar el fuerte declive. Por fin, después de horas de esfuerzo, hollé la cima y contemplé el monumento. Como su hermana de Siria, la torre estaba adornada con azulejos claros que formaban variaciones infinitas sobre el tema del pavo real. La construcción se hallaba en buen estado e incluso parecía haber sido objeto de trabajos de reparación recientes. La puerta se abrió sin ruido cuando la empujé. En contraste con la viva luz del exterior, la oscuridad parecía impenetrable. Llevaba una lámpara de aceite en una bolsa colgada de la cintura. Encendí mi chisquero, prendí la mecha y avancé.
Primero vi que los muros estaban decorados con los mismos motivos que en el exterior: pavos reales multicolores del suelo al techo. Di algunos pasos con la esperanza de encontrar una escalera, pues había visto que el diámetro de la construcción no era demasiado grande. En lugar de eso, el único pasillo, que partía de la entrada, parecía no acabar nunca. Atravesé una larga galería abovedada, desierta y silenciosa, cuyo techo se hacía más bajo a medida que se modificaban los dibujos de las paredes. Éstos se estilizaban metro a metro, y los colores se fundían hacia un negro cada vez más definido. Las aves se afilaban en delgadas líneas entrelazadas, que serpenteaban formando volutas hipnóticas, espirales cuya dinámica se aceleraba mientras que las paredes del pasillo se estrechaban y el techo bajaba. Finalmente, tuve que ponerme a gatas para continuar avanzando por aquella galería, que se había vuelto tan estrecha como el cuello de un embudo. Una oleada de calor se abatió de pronto sobre mí, envolviéndome por completo y enrareciendo el aire. Tuve la impresión de estar atrapado en un horno y el miedo se apoderó de mí. Quise desandar el camino, pero ya era tarde. Fui arrastrado por una corriente horizontal que ningún esfuerzo de voluntad podía contrarrestar. Enloquecido, mirando los tejidos y trenzados que corrían por las paredes, jadeaba buscando llenar mis pulmones de oxígeno. El ahogo me paralizaba, y un dolor intenso estalló en mi cerebro en el mismo instante en que la llama de mi lámpara se extinguía. El sufrimiento era tan violento que por un instante creí que caería en la inconsciencia. Sin embargo, tensé los músculos y golpeé con los puños los muros que me encerraban como la fosa de un cementerio. En mi vida, en «mis» vidas, jamás había tenido tanto miedo, ni siquiera cuando el verdugo de Bucarest había cerrado el nudo de cáñamo en torno a mi cuello.
Un grito desgarró mis pulmones, una última llamada, a la que respondió otro grito, después otro y un tercero aún. Por todas partes a mi alrededor se elevaban voces. Estridentes, agrias, discordantes y abominables. Me perforaban como agujas, me cortaban como navajas de afeitar… voces de niños, las voces de todos los niños que yo había entregado a la ogresa Laüme en el quai d'Orléans.
Entonces los vi avanzar hacia mí: se arrastraban como larvas pálidas, salían de los muros para cubrirme con sus cuerpos helados y murmurar sus lamentos en mis oídos. Su peso enorme se abatió sobre mí y me envolvió como un sudario. Sus rostros se habían paralizado en el instante en que la vida los había abandonado, sus bocas babeaban sangre y sus ojos me lanzaban miradas de odio, a mí, el cómplice de su asesina. Cerré los párpados pero eso no bastó, su imagen se infiltraba en mi espíritu como una serpiente, como una miríada de escorpiones que había acudido a despedazar mi alma con la misma ferocidad que yo había puesto en despedazar y torturar su carne… Supe que nada podía hacer contra aquella banda demoníaca. Mi espíritu protector no era lo bastante poderoso para repeler el asalto de aquellos espectros. Ni siquiera el hada Laüme hubiera podido vencer a aquellos fantasmas salidos del limbo para buscar venganza. Sin embargo, cuando ya creía desfallecer, una forma brillante apartó a las apariciones y les hizo soltar su presa. Apareció un rostro: era el de Lorette, la muchacha de Charenton a quien había querido ofrecer en lugar de Sandrine.
– Dalibor Galjero -dijo con una voz tierna-, vengo a escuchar su arrepentimiento y a perdonarle. ¿Quiere contarme sus remordimientos? ¿Quiere confesar su pena por habernos sacrificado a mí y a mi hijo? Llore sinceramente nuestras muertes y nuestros sufrimientos, Dalibor Galjero. Llore por los inocentes enviados a la muerte para saldar su deuda con Laüme. Confórtenos con su amor y nosotros lo acogeremos como a un padre y un protector. Hágase humilde, reniegue para siempre del demonio Laüme, abjure de su fe en ella, y nosotros borraremos su sufrimiento para alimentarle con la leche de nuestra infinita mansedumbre…
Una vergüenza abominable surgió de lo más hondo de mi ser. Mi alma cedió a los remordimientos. Me deshice en lágrimas y uní mis manos para implorar a Lorette que me perdonara por mis crímenes pero, en el mismo instante en que iba a expresar mi contrición, mi corazón se cerró de golpe. Un vigor surgido de algún centro de orgullo me galvanizó de pronto y me hizo estallar de rabia. Escupí al rostro del espectro en vez de humillarme ante él, y rechacé la penitencia que me exigía. Fue como si una bola de gas ardiente incendiara mis venas y mis nervios. Lorette se irguió ante mí, terrible y vengadora:
– Esa Laüme ha hecho de ti el monstruo en el que te has convertido, Dalibor Galjero. El dolor y la muerte van a purificarte de la podredumbre con la que ella ha cubierto tu alma.
El segundo asalto de los niños sacrificados surgió de la oscuridad. Se aglutinaron sobre mí como las ratas que yo había lanzado en otro tiempo sobre mi padre y mis hermanas incestuosas. Mi piel se desgarró bajo sus colmillos de humo, mis huesos se rompieron entre sus mandíbulas, mis músculos fueron roídos por el filo de sus dientes acerados. Enloquecido de dolor, llamaba a la muerte con todas mis fuerzas, pero el orgullo de no haber cedido al arrepentimiento me daba fuerzas para afrontar aquel tránsito sin desfallecer. Y entonces, cuando ya tocaba el firmamento de las tinieblas, surgió un ave de fuego, un pavo real gigantesco del color del sol, que me atrapó con sus garras y me arrebató a los vengadores con un gran grito majestuoso.
La puerta de plomo
Nada volvió a ser como antes. Todo en mí había cambiado. Llevado por Taus, el rey pájaro, había franqueado océanos de fuego y me había hundido en el corazón de inmensas extensiones de basalto y de ébano, en territorios sin luz ni oxígeno donde nada carnal podía existir. Mi alma fue calcinada, destruida, recreada, reducida otra vez a la nada para ser de nuevo recompuesta y batida como una hoja de acero en el yunque. Recuerdo que gritaba de dolor, pero nadie acudía a mi llamada. También estaba el miedo. Y después, nada más que un silencio perfecto en el seno de una perfecta oscuridad. Una calma absoluta, la calma de la renovación y la metamorfosis.