Entonces, el dios Paon volvió a planear por encima de mí y su canto se mezcló con mi risa para entretejer una melodía rápida y alegre. Una corriente de energía formidable me reanimó y lanzó mi cuerpo de vuelta a la orilla del mundo de los vivos. Mis párpados se abrieron y mis dedos se hundieron en la arena. Dejé colarse uno a uno los granos de arena que tenía en las manos y observé el espectáculo, fascinado. Un hombre corriente habría visto en él el símbolo de la consunción del tiempo, que nos precipita inexorablemente hacia la nada. Para mí, en cambio, ya no significaba nada en absoluto, porque, como Nuwas, me había sustraído para siempre a la fuga del tiempo por mi sola voluntad… ¡Sí! Lo sabía en lo más íntimo de mi conciencia, mi viaje a las tinieblas había forjado en torno a mí una armadura perfecta sobre la que los años podrían deslizarse sin dejar huella. ¡A condición de seguir la vía de mi dios, yo me había convertido en inmortal!
– Tu cuerpo no sufrirá ningún cambio más, Dalibor -me explicó Nuwas cuando me reuní con él al pie de la montaña-. Taus te ha concedido este privilegio para recompensar tu orgullo, que ni el miedo ni la compasión han podido doblegar. Tu rostro permanecerá tal como está ahora, lo mismo que tu fuerza y tu belleza. Jamás conocerás el horror de la senilidad. Pero hay que respetar unas reglas.
– ¿Qué reglas? -pregunté.
– Hermano, ahora debes vivir en lo que los antiguos griegos llamaban hibris, es decir, la desmesura. Deberás crear tus propias reglas, porque el Bien y el Mal ordinarios ya no tienen sentido para ti. Ya no necesitas esa referencia. Olvídala para siempre, o la locura se apoderará de ti.
– ¿Y qué debo hacer?
– Yo te ayudaré. Es una tarea que debes cumplir con el fin de domar a tu frawarti, esa Laüme a la que deberás imponerte para ganar definitivamente tu libertad. Pero todavía no es el momento propicio. Has sobrevivido a las pruebas de la torre del dios Paon. ¡Regocíjate! Ven, vamos a celebrar el acontecimiento.
Nuwas saltó a su silla y se lanzó al galope gritando como un salvaje ebrio de libertad. Su ejemplo encendió el fuego en mis venas. Tomé la brida de mi caballo y partí en pos de él. Mi montura era un caballo árabe vivaz y siempre presto a la carrera. Feliz por mi brusca demanda, se entregó a fondo para alcanzar a Nuwas. Galopamos así más de una legua hasta perder el aliento, gritando como críos, jugando a adelantarnos y a cortarnos el paso, pasando por debajo de las ramas bajas tumbados en el cuello de nuestras bestias, saltando por encima de troncos caídos y rocas salientes… Detuvimos la cabalgada al borde del desierto. Mi corazón latía a punto de estallar y mi espíritu flotaba en una exaltación sin limites. Después de los años tristes de mi infancia, y de mi adolescencia acabada en el horror de la miseria, la humillación y el crimen, tenía un sentimiento de liberación, de realización. Sentía, en fin, que mi cuerpo y mi alma vibraban a un ritmo que era sólo mío. Y este renacimiento se lo debía a Nuwas.
Cabalgamos juntos el resto del día; él, feliz y orgulloso de su papel de iniciador, yo, exultante de descubrirme de repente enamorado de la vida y lleno de nuevos deseos. La tristeza y la incertidumbre me habían abandonado. El velo oscuro que desde siempre me había servido de horizonte, acababa de rasgarse por fin. Por la noche llegamos a un oasis encajonado entre las arenas. Un profundo estanque de agua clara ocupaba el centro y reflejaba la suave luz del sol poniente. Aquel refugio secreto albergaba una colonia de pájaros y de ibis, familias de zorros plateados y de ardillas de las dunas, manadas de antílopes y de gacelas. Entramos en el agua fresca al galope tendido y nos desvestimos para nadar en el estanque hasta que la luna y las estrellas se elevaron sobre nuestras cabezas. Estábamos a punto de dormirnos junto a la hoguera cuando nuestros animales tiraron de pronto de sus riendas y se estremecieron.
– Los caballos han sentido el olor de dromedarios que se acercan -me dijo Nuwas sin parecer inquietarse.
Agucé el oído y percibí el ruido de un pequeño grupo. Pronto vimos llegar a una quincena de nómadas que venían a buscar refugio en el oasis hasta el día siguiente. Nuwas se levantó para conversar un momento con el patriarca del grupo.
– No hay nada que temer de esta gente -me explicó-. Es una familia de mercaderes que hace un breve alto aquí. Dejémosles descansar.
La tribu se instaló a una distancia respetuosa de nuestra posición. Las mujeres cocieron tortas en las piedras de su hoguera y un hombre nos ofreció compartir su festín. Aceptamos con gratitud y Nuwas preguntó si uno de los viajeros o algún animal del convoy necesitaba cuidados, ya que él era curandero.
– Un niño tiene fiebre desde hace tres días -respondió el comerciante-. Es el segundo hijo de mi hermano. Si quieres verlo, te llevaré junto a él.
Nuwas tomó un saco de cuero de sus alforjas y me hizo señal de que le acompañase junto al enfermo. El niño debía de tener siete u ocho años. Temblaba a pesar del calor y su madre lo había envuelto en dos mantas, tal era su tiritera. Su piel estaba descolorida de un modo desagradable y todas las venas de sus ojos habían reventado. Nuwas extrajo de su saco una piedra blanca y la colocó debajo de la lengua del niño; después, con un trozo de carbón tomado de la hoguera, trazó unos signos misteriosos en las mejillas y la frente del chiquillo. En unos minutos, el niño dejó de agitarse. Sus ojos recobraron el brillo y su piel recobró un aspecto más lozano. Cuando la fiebre remitió, el muchacho escupió la piedra con una mueca de disgusto: el guijarro se había puesto tan negro como la pluma de un cuervo. Nuwas lo empujó al fuego con la punta de su bota y le preguntó al pequeño cómo se llamaba.
– Me llamo Zharan -respondió éste con voz clara.
Toda la familia de mercaderes festejó a Nuwas por aquella curación asombrosa. Le ofrecieron un lienzo de seda y un paquete de sal, hojas de tabaco y una piel de cabra recién curtida. A mí, que no tenía mérito alguno en el asunto, me regalaron un bonito cuchillo damasquinado y una lasca de cuerno para afilarlo.
– Esos viajeros son generosos -le dije a Nuwas cuando volvimos junto a nuestros caballos.
– Así es. Son gente de bien.
Dormí profundamente hasta que mi maestro me sacudió, poco antes del alba.
– Sobre todo, no hagas ruido y sígueme en silencio -susurró.
Nos acercamos al estanque y nos sentamos en una piedra plana de la orilla. Nuwas hundió los dedos en la tierra húmeda, trazó unos signos con el fango en sus palmas y durante un buen rato estuvo observando con intensidad los dibujos antes de hundir las manos en el agua. Bajo la luz en aumento, pude ver con claridad una nube de tinta que se difundía en el agua del estanque enturbiando y ensuciando su pureza. Esto duró un instante; pronto la mancha se diluyó y desapareció por completo, mientras que las aves zancudas que chapoteaban en la orilla echaban a volar entre gritos asustados. Los glifos habían desaparecido de las palmas de Nuwas.
– Volvamos a nuestro sitio -murmuró mi maestro- y esperemos.
No necesité mucho tiempo para comprender lo que acababa de hacer. Al despertar, los caravaneros fueron uno tras otro a beber a la charca. Feliz de verse libre de las fiebres, el pequeño Zharan saltó al agua con los pies juntos, perseguido por dos o tres chiquillos de su edad que jugaron un buen rato a salpicarse. Pero poco después, todos los que habían bebido o se habían mojado en el lago sintieron dolores, que fueron en aumento minuto a minuto, y sus gritos y lamentos resonaron por todo el oasis. Nuwas miraba, impávido, con una ligera sonrisa en los ojos.
El hecho de que Nuwas hubiera envenenado la charca gracias a sus glifos no me indignaba en absoluto. Me sentía tranquilo, indiferente. A unos metros de allí, aquella gente se retorcía de dolor y se vaciaba ante mis ojos sin suscitar en mí ningún sentimiento de compasión. Por el contrario, su muerte me divertía. Una risa maligna subió desde mi bajo vientre y sacudió todo mi cuerpo. Nuwas también reía a carcajadas. Para apreciar mejor el espectáculo, deambulamos entre los moribundos. Algunas víctimas agonizantes tenían aún fuerzas para mirarnos. Podíamos leer la incomprensión y el miedo en sus rostros. Nuwas sacó una cuchilla y se puso a degollar metódicamente a todos los miembros de la tribu, empezando por el patriarca.