– Te dejo a las mujeres y los niños, Dalibor -me dijo-. Es la mejor parte.
Con la misma navaja que los caravaneros me habían regalado unas horas antes, les rajé la garganta a las mujeres del grupo sin inmutarme. Fue cosa de unos instantes, porque el olor de la sangre me embriagaba como nunca y confería a mi brazo un vigor de poseso. Aquella furia criminal no se parecía a nada de lo que había experimentado hasta entonces. Los crímenes de Laüme de los que había sido testigo me habían repugnado; pero allí, en el desierto, en compañía de mi maestro, matar inocentes era un juego, la revelación de un placer insólito, el ejercicio de un poder nuevo y excitante. Este hechizo alcanzó su punto culminante cuando le corté la carótida al pequeño Zharan. Atrapé al chiquillo por los pies y lo alcé boca abajo para que se desangrara más deprisa. Su sangre se esparció por la arena en una mancha oscura a la que acudieron a libar grandes enjambres de moscas.
Estábamos ocupados en despojar a los cadáveres cuando descubrí a una superviviente, entre los fardos amontonados cerca de los dromedarios. Debía de tener unos quince años. A diferencia de los otros, no había sido contaminada por el agua envenenada, puesto que se debatió con fuerza cuando la agarré; me arañó y me escupió a la cara gritando como una estrige. En lugar de matarla de una puñalada en el corazón, la aturdí con una piedra y la inmovilicé en el suelo, atada de pies y manos.
– No la violes -me recomendó Nuwas-. Estos animales están llenos de parásitos.
– Sólo quiero averiguar si lo que pasó con el lagarto podría repetirse con un humano -contesté.
Busqué mi varita de ámbar entre mis cosas y me concentré en proyectar mi voluntad sobre la muchacha, como Nuwas me había enseñado. El resultado fue rápido y espectacular. El dolor que yo hacía nacer en sus entrañas pronto sacó de la inconsciencia a la muchacha. La incomprensión de la tortura a la que la sometía hizo que aumentara la intensidad de su terror. Se debatía como una demente e imploraba piedad en todas las lenguas que conocía, lo cual no alteró su destino. Muy pronto, su piel se ennegreció y se agrietó, su lengua se hinchó, y sus ojos crecieron en las órbitas hasta estallar. Sus cabellos ardieron como la paja y sus ropas se abrasaron de golpe, convirtiéndola en una antorcha. Pero la muchacha ya estaba muerta. Su cuerpo ardió mucho rato, crujiendo como un tronco colmado de resina. Observamos en silencio cómo se consumía hasta el final. Nuwas me tomó por el hombro y me llevó a la orilla del agua.
– Deshaz el sortilegio que he lanzado -me ordenó.
Necesité casi una hora para realizar sin errores la técnica que mi maestro me enseñó entonces. Se trataba, cómo siempre, de intensificar el deseo lo suficiente para hacerlo realidad, concentrándolo en una marca, en un dibujo, en un símbolo. Yo trazaba líneas fangosas en mis palmas y hundía los antebrazos en el agua. Tras dos ensayos infructuosos, unas volutas negras se formaron en torno a mis dedos y se enredaron en mis muñecas. La operación se prolongó durante uno o dos minutos y luego cesó de repente. Enseguida, una grulla vino a posarse en la orilla, y después otra. A continuación las zancudas vinieron también a posarse en el agua. Justo delante de nosotros, tres zorros dorados salieron de las hierbas para acudir a saciar su sed.
– Decididamente estás bien dotado, Dalibor -me felicitó Nuwas-. Pero si no hubieras matado a esas mujeres y niños hace un momento, esta operación te habría exigido días, quizá semanas, de esfuerzos. Y habrías sufrido al sentir el veneno impregnar tu cuerpo. El vigor robado a los muertos te ha ahorrado todo eso.
– Entonces, ¿será preciso que mate siempre antes de actuar?
– No es una necesidad. Pero la muerte es una de las dos fuentes de energía más importantes para los actos de magia. Los que quieren evitaría pierden mucho.
– ¿Cuál es la otra fuente?
– El deseo carnal. Su exacerbación o, por el contrario, su anulación absoluta. El libertino y el asceta son iguales en este terreno.
– ¿Cuál es tu preferencia, Nuwas?
– En este campo he elegido la sobriedad, Dalibor. Hace siglos que no toco a una mujer. Y no es una hipérbole.
– ¿Es el camino que yo debo seguir?
Nuwas se echó a reír.
– Sólo tú podrás contestar a esta pregunta, Dalibor, yo no puedo aconsejarte. Depende de tu inclinación personal. Yo opté por la castidad en reacción al comportamiento de Ta'qkyrin. La naturaleza de las frawartis es lujuriosa, amigo mío. Son seres de sombra que necesitan de los juegos de la carne para hacer más densa su encarnación. Ellas, que no han surgido de un acoplamiento, están fascinadas por la unión carnal. Por eso abusan de ella y la repiten a menudo, incluso con seres groseros. Ta'qkyrin no me ahorró nada de lo que tu Laüme te hizo sufrir a ti. Se entregaba a otros con frecuencia. En castigo, decidí privarla para siempre de todo lo que le daba placer. Le prohíbo el acceso a mi lecho igual que me prohíbo a mí mismo todo contacto carnal. Esta intransigencia me proporciona la fuerza necesaria para dominarla.
– No sé si mi voluntad será tan poderosa -dije yo.
– Entonces puedes probar la otra vía, la que te conducirá a vencer a tu frawarti en su propio terreno.
– No te entiendo.
– Domina las artes eróticas. Consume sin freno a todas las mujeres que se crucen en tu camino. Aprende los secretos del cuerpo. Familiarízate con el éxtasis y colma de placer a tu Laüme como ningún hombre podría hacerlo. Eso la volverá fiel y dócil.
– ¿Y dónde aprenderé esas maravillas?
– Francamente, no lo sé. Quizás en la India, o en Cipango. Tendrás que dar cien veces la vuelta al mundo para encontrar a un sabio en ese arte. Pero el tiempo carece de importancia, ¿verdad?
Nuwas me hizo permanecer todavía en el desierto veinte largos días. Me inició en otros secretos, me enseñó el dogma del dios Paon y me habló de la lucha infinita que los hijos de Taus libraban con los hijos del Dios único.
– Los que se llaman hoy en día yazidis son los descendientes de los fieles de Zoroastro y de Mitra. Todas las religiones antiguas se aglomeraron para resistir mejor la ola infecta de los adoradores de Jehová. Desde hace siglos nos oponemos a los valores de ese falso dios, pero nuestro crepúsculo toca a su fin, lo presiento. Un día cercano, bajo la presión de una terrible amenaza, los hombres rechazarán las tinieblas de la piedad universal y el yugo de la fealdad. Entonces sabremos que nuestra espera no ha sido en vano, y nuestros corazones se llenarán de una alegría inaudita. Ya lo veras, Dalibor. Te prometo que viviremos juntos ese instante.
De regreso al valle de Lalish nos encontramos con un peregrino a quien Nuwas conocía. Era un sacerdote yazidi flaco y sucio que volvía del este, adonde había ido a meditar en una de las torres del dios Paon.
– ¿Este hombre también posee una frawarti?-le pregunté a Nuwas cuando nos separamos del viajero.
– No, desde luego que no -respondió mi maestro con un punto de desprecio en la voz-. Ése no es más que un pequeño hierofante sin importancia, como la mayor parte de los que se aíslan en las torres. Son meditativos, contemplativos. Su fe es justa y sincera, pero no pueden compararse con hombres como nosotros, y no poseen ni la centésima parte de nuestros poderes.