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Una vez en el pueblo de Nuwas, me quedé varias semanas en su compañía. Cada día que pasaba nos hacíamos más íntimos, y cada noche él entraba en mis sueños para iniciarme mientras dormía. Concebí la idea de no marcharme nunca del valle de Lalish, donde me sentía seguro y en compañía del único ser que me había comprendido.

– No debes encerrarte aquí, Dalibor -me aconsejó sin embargo Nuwas-. Cometerías un error. En todo caso, no antes de haber dominado a tu Laüme… Tienes que prometerme que no volverás antes de haberle puesto el collar a tu diablesa.

Se lo prometí, qué duda cabe, y decidí prepararme para mi viaje de regreso a Europa.

– ¿Qué camino vas a tomar? -me preguntó Nuwas-. ¿Por el oeste y por la Puerta, o por el sur y las ciénagas entre los dos ríos?

– Bajaré por el Tigris -declaré-. He reflexionado mucho sobre el modo de tratar los desafueros de Laüme y quiero atraparla en su propia trampa. Hay en Bagdad un hombre experto en los juegos del amor -dije pensando en Attar-. Iré a pedirle consejo.

La víspera de mi partida, tomé con Nuwas una cena frugal compuesta de queso, dátiles y miel. Después, con el corazón triste, regresé a mi habitación, una pieza vacía sin otro lujo que unos tapices amontonados que me servían de lecho. Dormía profundamente cuando, en mitad de la noche, percibí un susurro en mi oído. No era una voz de hombre ni de mujer. Era la voz del dios Paon.

– Levántate, hijo mío. He abierto para ti la prisión de Ta'qkyrin. Los glifos secretos han sido borrados y una gran felicidad te espera en sus brazos.

¿Era en verdad Taus el que me hablaba, o mi deseo, que empleaba una máscara para hacer que lo obedeciera? Lo ignoraba. Sin embargo, como si un hilo tirara de mí hasta el lugar prohibido, encontré el candado abierto y la puerta de plomo entreabierta. En el silencio de la noche, me deslicé en el calabozo que albergaba al hada desde hacía siglos. Sabía que estaba a punto de traicionar a Nuwas de la forma más ignominiosa, pero ¿no era la traición una enseñanza de nuestro dios? ¿No preconizaba Malek Taus el rechazo de toda moral? Al burlar la confianza de Nuwas, no dejaría de complacer al dios Paon…

Por un minúsculo tragaluz en la pared se filtraba un rayo de luna. En ese charco de plata permanecía Ta'qkyrin, que me esperaba. Antes de que la tocara, dejó caer el hábito a sus pies. Su sensualidad inflamó mis sentidos al instante. La visión de sus hombros redondeados, de sus senos voluptuosos, de su vientre duro, tan liso como el de Laüme, hizo que mi sexo se tensara. Su rostro se pegó al mío y su boca tocó mi boca; nuestras lenguas se mezclaron, nuestros dedos se enlazaron. Con ardor, con avidez, besé a Ta'qkyrin y acaricié sus curvas. Rodamos por el suelo. A horcajadas sobre mí, tomó mi verga enhiesta y la hundió en su interior. Durante largo rato permanecimos unidos, alternando lentitud y rapidez mientras nuestra felicidad iba en aumento. Ta'qkyrin gemía al igual que yo, que estaba sintiendo por primera vez el éxtasis de una cópula verdadera, lánguida, sensual y dulce. Experimenté un goce inmenso que pronto culminó en un espasmo devastador que sacudió mis músculos, comprimió mi corazón y hendió mi espíritu como un sablazo. Ta'qkyrin gozó conmigo y clavó sus dientes en mi piel para no gritar.

Lo repetimos y lo volvimos a repetir. Nuestro apetito de placer era inextinguible, nuestros cuerpos, infatigables. Ella y yo habíamos pasado demasiado tiempo privados del éxtasis y no podíamos detener nuestras caricias. Tiernas al principio, se hicieron cada vez más salvajes. Por fin, tomé a Ta'qkyrin como había visto a Fabres-Dumaucourt hacerlo con Laüme. El dominio que le impuse de este modo decuplicó mi vértigo. Me estaba colmando de sus besos dóciles cuando Nuwas irrumpió de pronto en la celda, la mirada fulminante, una espuma destilada por la rabia en las comisuras de los labios. Con un gesto violento, arrancó a su compañera de mis brazos y la arrastró por los cabellos hasta un rincón de la pieza, donde la golpeó con puños y botas mientras gritaba en una lengua desconocida para mí. Antes de que yo interviniera, sacó un látigo de su cintura e hizo llover terribles golpes sobre ella. Encogida, protegiéndose el rostro con los brazos cruzados, Ta'qkyrin recibió la paliza llorando.

– ¡Nuwas! ¡Detente! ¡Ha sido culpa mía! -exclamé, para poner fin a la venganza de mi maestro.

– ¡Vete, Dalibor! -me ordenó-. ¡Vete ahora mismo! ¡Coge tus cosas y márchate!

Aún quise interponerme, intenté arrancarle su arma. Fue en vano: el yazidi me rechazó y me echó de su casa. Volví a la carga y golpeé con el puño la puerta cerrada, pero el ruido de nuestro altercado ya había atraído a los vecinos. Me insultaron, me arrojaron piedras, me tiraron al suelo y me arrastraron lejos de la aldea. Medio muerto, con la boca llena de sangre y los párpados tumefactos por los golpes, no tuve otra elección que abandonar el valle de Lalish como había llegado. Con el espíritu turbado, los músculos rígidos, me orienté como pude y acabé por encontrar una senda hacia el sur que seguí en solitario durante varios días hasta llegar a las orillas del Tigris. Cubierto de polvo y ebrio de fatiga, llegué un mediodía cerca de una hoguera donde dos o tres pescadores asaban sus capturas de la mañana. Les pedí un poco de comida, pero me la negaron y me echaron a bastonazos. Esto me enfureció, y vacié en aquellos pobres diablos toda la cólera que había acumulado durante mi triste viaje. Su asesinato me calmó y me dio energía suficiente para continuar con serenidad mi periplo hasta Bagdad. En la antigua capital de los Abasidas, reencontré a mi amigo Attar, que abrió desmesuradamente los ojos cuando me presenté ante él.

– ¡Imposible! ¿Has vuelto con vida del valle de Lalish? Dalibor debes de ser el primer rumí que ha realizado esta hazaña desde hace siglos. ¡Cuéntame! ¿Has encontrado allá abajo todo lo que buscabas?

– Y más todavía. He encontrado el camino a mi otro yo.

– ¿Tu otro yo? -repitió el bagdadí alisando la punta de su barba con aire pensativo-. ¿Qué quieres decir con esas palabras?

– Si todavía me autorizas a penetrar en el paraíso de tus mujeres, te lo mostraré.

Aquello duró el tiempo necesario para hacer mía a cada una de las esclavas de Attar. Porque yo quería conocerlas a todas, y varias veces a cada una. Guardo un recuerdo radiante de los días pasados en el harén del mercader. Estoy viendo, como si la hubiera acariciado ayer, a una alta oriental, mestiza de blanca y asiática, de piernas largas y pecho menudo, de manos finas con uñas lacadas, cortadas en punta. Con ella aprendí diversas maneras de hacer surgir la humedad entre los muslos de una muchacha. Una circasiana de ojos azules me dio buenas lecciones con su boca, y dos jóvenes hermanas de origen egipcio me convirtieron en dulce y sabio sujeto pasivo de la sodomía… La naturaleza me ha dotado de un miembro generoso y de una emisión abundante, pero ningún hombre común habría podido colmar a todas las jóvenes del harén como yo lo hice en aquella ocasión. La muerte de los pescadores producida algunos días antes me había galvanizado.

«En la muerte de los otros residen los secretos de nuestra longevidad y nuestra vitalidad», me había revelado Nuwas. En el harén de Attar, en Bagdad, comprobé por primera vez toda la fuerza de esta máxima. Apenas había gozado y ya quería volver a empezar. Apenas había hecho gozar a una muchacha y ya me acercaba a otra. Boquiabierto, admirado, mi anfitrión no daba crédito a lo que veía.

– ¿Tu miembro no se encoge nunca, muchacho? Si es que un diablo del valle de Lalish te ha echado un conjuro, dime enseguida cómo embrujarme yo también, te lo suplico.

Por supuesto, no le revelé a Attar nada de mis auténticas aventuras. Inventé para él una fábula que se creyó sin dificultad.

– Los viajes me han espabilado -le expliqué-. Me he encontrado en el camino con algunas bellas gacelas que me han quitado todas las tonterías que llevaba en la cabeza. Además, tus sabias palabras ya me habían predispuesto a revocar la determinación de fidelidad que había tomado. La combinación de ambas cosas ha producido el resultado que ves…