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Mi buen humor y mis aptitudes para el libertinaje llenaron de alegría a Attar. Reiteró la proposición que me había hecho tiempo atrás.

– Ayúdame en mis negocios, Dalibor. Los franceses acaban de apoderarse del país en torno a Argel. Esto nos coloca en mejor posición para comerciar con la Puerta. Me gustaría enviarte allí como emisario. ¿Qué dices?

Con el tiempo, yo sabía que volvería a Francia para imponerme a Laüme, pero la perspectiva que me proponía Attar me sedujo.

– ¿Esa gente aceptará a un rumí?

– Se adaptarán -replicó el mercader con un encogimiento de hombros-. Pero todo iría mejor si te hicieras musulmán, tu alma se añadiría a la Luz verdadera y nuestros negocios serían más fructíferos.

Mi rechazo a la conversión no desanimó a Attar.

– ¡No importa! -dijo-. Ve a Estambul y abre un bonito despacho para nosotros. Si posees el sentido de los negocios que presumo, prosperaremos mucho, y pronto trataremos hasta con Londres y París.

Las locas esperanzas de Attar no se concretaron exactamente como había pensado. Instalado en Constantinopla durante dos años enteros, realicé transacciones excelentes y me hice aceptar por los turcos.

En las orillas del Bósforo, adquirí un pequeño palacio deteriorado que hice restaurar por una cuadrilla de obreros a los que pagaba mal y a los que tiranizaba a placer. Reuní una colección de volúmenes de magia árabe y otros tratados raros, a veces adquiridos a precio de oro en los anticuarios del Cuerno de Oro. Pues yo ya era una especie de mago: necesitaba aumentar mi saber so pena de conocer un rápido declive y no poder mantener la juventud que había arrancado a los espectros de la torre de Paon. «Los poderes de la brujería son como un fuego que reclama siempre más combustible para seguir brillando», me había advertido Nuwas. Necesitaba siempre más esfuerzos, más excesos, más locura, para hacer brillar la llama que el dios Taus había encendido en mí.

Cuando mi mansión estuvo acondicionada a mi gusto, compré una decena de muchachas a las que convertí en mis concubinas y con las que proseguí las enseñanzas iniciadas en casa de Attar. Para mi desgracia, desde que las tropas francesas habían tomado la ciudadela de los piratas de Argel y los rebeldes de Grecia habían conquistado su independencia -en una palabra, con el fin de los berberiscos y de las colonias del Peloponeso-, los mercados de esclavos de Oriente sufrían una grave penuria de mujeres blancas. Los productos de Tripolitana, de Judea o de Capadocia que me procuraba no me daban satisfacción sino a medias.

Fue durante este período cuando un correo me informó de la muerte de Attar. Mi amigo me legó todos sus bienes, y por un tiempo consideré seriamente instalarme en Bagdad. Sin embargo, una noche, después de una última orgía, preferí degollar a mis esclavas, sepultar los cadáveres en mis bodegas y partir para un nuevo viaje.

Hibris

De Estambul pasé a Italia. Desde hacía mucho tiempo sentía curiosidad por el país en el que había vivido Laüme junto a Galjero y a Dragoncino. Recorrí toda la península durante meses, de Milán a Nápoles. Residí largo tiempo en Florencia, y encontré uno a uno los lugares donde se había detenido el hada. Visité Corsignano, en el corazón de la Toscana, y vi con mis propios ojos los vestigios de la villa Áurea comprada al legado Nicola da Modrussa. Descendí después a Roma, donde pisé las ruinas del palacio que ella recibió de César Borgia en recompensa por sus talentos de envenenadora, y donde había estado a punto de morir envenenada por el maestro Tzadek y por Yohav, el enano con apariencia de niño. Más tarde subí a Venecia por el puro placer de descubrir la ciudad, compré una bonita mansión cerca de la Salute y viví allí muy castamente. Mis jornadas comenzaban tomando café en Florian o en Quadri. Después iba a trabajar a las diversas bibliotecas públicas con la esperanza de descubrir manuscritos interesantes. Nodier solía alabarme el carácter excepcional de las colecciones venecianas, y pronto pude constatar que sus palabras eran ciertas. Sobre antiguas estanterías descubrí tesoros revestidos de polvo, manuscritos tan preciosos como los conservados por Laüme en el quai d'Orléans. Galvanizado por mis lecturas, reemprendí con interés renovado el estudio de las ciencias ocultas: completé mis conocimientos de astrología y palingenesia, y me inicié en la alquimia y en la magia ceremonial.

Desde el fracaso del genio sanador destinado a curar a Nerval, no había moldeado ningún otro espíritu familiar. Se me ocurrió intentar de nuevo la experiencia. Reforzado con mi nuevo saber, fabriqué una especie de fantoche, una estatuilla realizada a la manera china. La figura representaba un combatiente de rasgos agresivos, con colmillos en la boca, que blandía una espada y un guantelete. Le atribuí mi protección física. Para activarlo y verificar su eficacia, grité invectivas contra Viena y los Habsburgo en el Quadri, guarida de los oficiales de la guarnición austríaca, unos bravucones que no toleraban la menor provocación. Sin embargo, nada sucedió. Ya podía afanarme en montar un escándalo y proferir los peores insultos en las narices de aquellos individuos, que ninguno de ellos se llevó la mano al sable ni levantó el puño contra mí. Era como si oyeran los maullidos de un gato. Aunque satisfecho, de todos modos atravesé también la plaza de San Marcos para presentarme ante sus adversarios del Florian.

– ¡Abajo la República! -grité-. ¡Muerte a los carbonarios! ¡Viva Austria-Hungría! ¡Gloria a Metternich!

Pero en aquella academia del motín republicano ni me molestaron ni me insultaron, lo mismo que había sucedido con los partidarios del Imperio. Satisfecho con el rendimiento de mi fetiche, puse todos mis esfuerzos en el estudio, para mejorar mis futuras producciones. Mil ideas bullían en mi cabeza. Quería hacer oro, y después provocar la muerte mediante hechizos. Seducir a las mujeres y hacer fértiles los desiertos… Tal vez fuera ese entusiasmo pueril el que atrajo a mí a un gentilhombre italiano. Era un hombre al que había visto varias veces, aunque sin prestarle atención. Sabía que, como yo, frecuentaba las bibliotecas, pero ignoraba qué buscaba en ellas y poco me importaba. El, por el contrario, hacía tiempo que había advertido cuáles eran mis intereses. Me abordó una mañana de verano en un pasillo en el que nos cruzamos. El calor era tan agobiante que el hombre agitaba ante sí un gran abanico de cartulina.

– Soy el conde Agabio Caetano -me dijo con una sonrisa afable-. He notado que se interesa mucho en las artes ptolemaicas. Eso me intriga, señor…

Apenas mayor que yo, sabía ser encantador y me gustó de inmediato. Con él volví a saborear en cierta medida aquello que me cautivaba de mis amigos franceses: la vivacidad de Alexandre Dumas, la profundidad de Théophile Gautier, el misterio de Gérard de Nerval… Conversamos mucho rato en aquella ocasión y prometimos volver a vernos pronto. Caetano, descendiente de una familia veneciana muy antigua, poseía un austero palacio en el barrio de Dorsoduro y se interesaba desde su más tierna edad por el mesmerismo, la magia y la brujería.

– Un interés de orden puramente intelectual y recreativo -precisó-. No vaya a creer que soy uno de esos supersticiosos que creen en historias de aparecidos y mandrágoras. No. Pero en cambio, todas esas leyendas me divierten, y a menudo encuentro en ellas una profundidad y una verdad que superan con mucho a las inculcadas por la Biblia y los doctores de teología.

Caetano era propietario de un fondo de varios miles de volúmenes consagrados a los temas más extravagantes. Éstos iban de la necromancia a la espagiria, pasando por la teúrgia, la magia ceremonial, las mancias, la astrología, desde luego, pero también la criptografía, la esteganografía, la herboristería… Me invitó a su casa y me mostró manuscritos originales de Agripa de Nettesheim, del Maestro Eckhardt, Ramón Llull y John Dee. En nuestra conversación barajamos todo tipo de temas y comentamos, más allá del esoterismo, un buen número de asuntos religiosos o filosóficos.