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– Aparte de la curiosidad que suscita en el vulgo, la magia no se reduce a un hecho bruto -empezó Caetano-. Una visión del mundo la sostiene y la explica, una visión que reposa sobre una metafísica y una política.

El conde defendía una visión profundamente aristocrática de la historia. Despreciaba por encima de todo a los jacobinos y tenía la Revolución francesa por uno de los episodios más deplorables de la aventura humana.

– Nuestro continente ha emprendido una marcha descendente inexorable -decía-. Por doquier, las ideas republicanas ganan partidarios. Si dejamos a los pueblos gobernarse por sí mismos, los principios más viles triunfarán, y nuestra civilización estará condenada a corto plazo. Sería bueno escribir la crónica de esta decadencia que sufrimos desde hace demasiado tiempo por culpa del cristianismo y de sus hijos desnaturalizados, los seguidores de las Luces y el republicanismo. Por desgracia, estos horrores tienen todavía un gran porvenir. Sin embargo, el decreto pronunciado contra nosotros no es inexorable. Quizás exista un medio, algún día, de contrarrestarlo.

Yo estaba por aquel entonces tan poco instruido en esos temas que no podía concebir que la religión de Cristo y las Luces se sustentaran en el mismo principio.

– ¿Los volterianos no han combatido ferozmente el oscurantismo? -pregunté-. ¿Por qué asocia usted a los enciclopedistas con la gente de la Iglesia?

– Porque los unos proceden de los otros, querido amigo -me explicó Caetano-. De cara a la galería, fingen combatirse, pero los principios que los inspiran son los mismos. El cristianismo con su caridad y el jacobinismo con la suya son ambos contra natura. Glorifican a los débiles y denigran a los fuertes. Ésas son quimeras que hay que combatir con toda nuestra alma.

– ¿En dónde ve las quimeras?

Caetano me miró como si yo hubiese proferido una aberración.

– ¡Pero bueno! Pues en que la libertad que tanto alaban los demócratas no es más que una ilusión, un ideal cercenado de la realidad del mundo. Los hombres no pueden ser libres, y los pueblos menos aún. Sin amos, no son más que animales sin nada en común excepto los bajos instintos y la más abyecta mediocridad. Es así, y ninguna constitución del mundo podrá cambiar nada. Todos esos caballeretes que conspiran en sus ridículas sociedades secretas piensan que valen más que los príncipes a los que combaten. En realidad, su moral no es más elevada. El buen derecho que creen encarnar me produce pánico.

– Entonces, ¿en qué cree usted?

– En la fuerza, que nos guarda de la mediocridad, y en la belleza, que exalta. Esos son mis únicos faros.

Me hubiera gustado continuar la conversación, pero nuestras consideraciones se quedaron en ese punto.

Frecuenté mucho tiempo al conde Agabio Caetano. En contacto con él, me formé en cuestiones de política, que hasta entonces había descuidado por completo. No le costó demasiado que abrazara sus puntos de vista, puesto que coincidían con la moral del dios Taus. Así pues, me convertí en un muy consciente adversario de los demócratas modernos y en un reaccionario empedernido. Por fin, empecé a cansarme de Venecia. Estaba cansado incluso de toda Europa. Mi corazón, que se abría a la existencia, tenía hambre de un nuevo continente. Me fui a Genova y compré un pasaje para las Américas. Estábamos en 1854 y hacía doce años que había dejado París en compañía de Nerval.

La única particularidad de la travesía fue una lentitud excepcional. En aquella estación no soplaba casi ni una brisa en el Atlántico. Con el velamen extendido para recoger el menor soplo de aire, nuestro barco parecía una mariposa fijada con un alfiler en una plaza de corcho. Por fin, al término de varias semanas exasperantes, llegamos a Nueva Inglaterra.

Descendí por la costa desde Boston hasta Filadelfia, pasando rápidamente por Nueva York, que por aquel entonces no era más que un gran burgo provinciano sin interés. La ciudad de Benjamin Franklin me aburrió también enseguida. Compuesta principalmente de protestantes de origen sajón, tudesco y bátavo, su población era santurrona y desconfiada. No me sentía a gusto allí, y me resistía a prosperar entre aquellas gentes rancias y engreídas. Oí hablar de Atlanta y Nueva Orleans: más aristocrático y salvaje, el Sur que me describieron me pareció más adecuado a mis expectativas.

Por consejo de unos franceses instalados en las Indias occidentales desde finales del reinado de Luis XV, adquirí una plantación de algodón en los límites entre Georgia y Florida. Permanecí allí durante tres años viviendo como un gran terrateniente; compré ochocientos esclavos a los negreros traficantes de «madera de ébano» para hacerles desecar las marismas y extender mis dominios cultivables. En los manglares cercanos habitaban tribus seminolas con las que pronto entré en conflicto. Aquellos mestizos de negros e indios, hijos de esclavos huidos, lanzaron numerosos ataques para quemar mi residencia y liberar a mis negros. Los combatía al lado de mis vecinos franceses, quienes también sufrían sus asaltos. Protegido por los diversos genios familiares que había fabricado, partí yo solo en exploración por las vías de agua infestadas de caimanes y serpientes. Ningún blanco se atrevía a aventurarse en la zona, e incluso los guías indígenas se negaron a acompañarme. No obstante, a pesar de los peligros de la naturaleza y de las emboscadas tendidas por los seminolas, me convertí en un experto aventurero del bosque, que sabía salir indemne de situaciones imposibles y sobrevivir como de milagro a situaciones que a otros les hubieran costado la vida.

En poco tiempo adquirí una reputación de brujo y hasta de diablo que hubiera hecho estremecerse de envidia a Nodier y su corte de satanistas parisinos. En la noche cerrada, sin linterna ni planos, conduje columnas de mercenarios a través de los impenetrables cañaverales que crecían en aquellas aguas cálidas. Procurando no asustar a los pelícanos y flamencos que reposaban entre las hierbas, llevaba a mis asesinos a sueldo hasta diversos campamentos de salvajes localizados en el curso de mis expediciones en solitario. Los masacrábamos sin piedad, mujeres, niños y ancianos incluidos. Para aterrorizar a estas tribus, me aplicaba a despedazar los cadáveres del modo más horrible, metía sus cuerpos en sacos de cuero que cubría de símbolos fantasiosos trazados con letras de sangre y colgaba las bolsas de las altas plantas leñosas que crecían formando densas empalizadas. Morbosas y teatrales, esas puestas en escena asustaban hasta a mis compañeros más curtidos. Pero gracias a ellas reprimimos a nuestros adversarios en unas semanas y no tuvimos que volver a lamentar sus rapiñas.

Este éxito me valió una renovada notoriedad en la región. Querían casarme con hijas de buenas familias e incluso me presentaron a algunas bastante apetecibles. Mi elección recayó en Blanche de Sauves, la hija mayor de un plantador de tabaco de Pensacola. Alta, fresca y sana, Blanche era una de las mujeres más hermosas que se pueda imaginar. Sus ojos eran de un pasmoso verde pálido, y su piel, siempre protegida por una sombrilla, tenía una transparencia admirable. Creo que estuve enamorado durante algunos días. Le enseñé los juegos de la carne y la hice amar el placer. Su conversación me era indiferente, pero su cuerpo era soberbio y contemplarlo y gozar de él me procuraba una enorme satisfacción. Tenía una hermana, Constance, dos años más joven y casi tan seductora como ella. La benjamina era tan ingenua como la mayor, y me costó poco convencerla de que se me entregara. Blanche sorprendió nuestros retozos pero, en lugar de deshacerse en lágrimas o estallar en cólera, se dejó convencer y toleró esta relación. Durante algunos meses mantuvimos un ménage à trois en el mayor de los secretos. Dormía cada noche entre las dos, y empezaba con una lo que terminaba con la otra, sin que ninguna tuviera queja. Después ocurrió lo que yo había intentado evitar: Blanche se quedó encinta. Esto le produjo arrebatos de alegría y no quiso escucharme cuando le sugería que pusiéramos fin enseguida al enojoso incidente. Yo no quería un hijo. Eso me recordaba demasiado mi siniestra aventura con Sandrine.