Un poco enfadada porque se la consideraba profana, bostezó e hizo como que no pasaba nada. Pero no tardó mucho en desvelarse el secreto.
Fue después de que le asaltaran una serie de sueños provocados por las acuarelas de Wilma Wessela. Fascinada al parecer por aquel fragmento de la leyenda, la pintora había dedicado todas sus obras al tiempo que pasó Ciri en la Torre de la Golondrina.
– Tengo sueños muy raros a causa de estas imágenes -se quejó la adepta a la mañana siguiente-. Sueño con… cuadros. No situaciones, ni escenas, sino cuadros. Ciri en las almenas de la torre… Una escena inmóvil.
– ¿Y nada más? ¿Ninguna sensación excepto las visuales?
Nimue sabía, por supuesto, que una soñadora tan dotada como Condwiramurs sueña con todos los sentidos, recibe los sueños no sólo con la vista, como la mayor parte de las personas, sino también con el oído, el tacto, el olfato, e incluso con el gusto.
– Nada. -Condwiramurs movió la cabeza-. Sólo…
– ¿Sí, sí?
– Un pensamiento. Un pensamiento obstinado. Que en este lago, en esta torre, no soy señora, sino prisionera.
– Ven conmigo, por favor.
Sí, tal y como Condwiramurs se había imaginado, el paso a la terraza sólo era posible desde las habitaciones privadas de la hechicera. Unas habitaciones limpias, de un orden pedante, que olían a madera de sándalo, a mirra, lavanda y naftalina. Había que usar de unas puertecillas secretas y unos retorcidos escalones que conducían hacia abajo. Entonces se llegaba adonde había que llegar.
La habitación, a diferencia de las restantes, no tenía en las paredes revestimientos de madera ni tapices, estaba solamente pintada de blanco y por eso era muy clara. Y aún más clara, porque había allí una enorme ventana triple o, mejor dicho, puerta cristalera, que conducía directamente a la terraza que colgaba sobre el lago. Los únicos muebles de la habitación eran dos sillones, un enorme espejo de marco oval de caoba y una especie de caballete con un marco transversal en el que habían colgado un gobelino. El gobelino medía como unos cinco pies de ancho por siete de largo y alcanzaba con sus flecos el suelo.
El tapiz mostraba un acantilado rocoso sobre un lago de montaña. Un castillo enterrado en el acantilado, que parecía ser parte de la pared de piedra. Un castillo que Condwiramurs conocía bien. De muchas ilustraciones.
– La ciudadela de Vilgefortz, el lugar donde estuvo prisionera Yennefer. El lugar donde se terminó la leyenda.
– Cierto -repuso Nimue en apariencia indiferente-. Así se terminó la leyenda. Al menos en las versiones conocidas. Conocemos precisamente esas versiones, por eso nos parece que conocemos el final. Ciri escapó de la Torre de la Golondrina, donde, como has soñado, estaba prisionera. Cuando se dio cuenta de lo que querían hacer con ella, huyó. La leyenda da muchas versiones de esa fuga…
– A mí -la interrumpió Condwiramurs- la que más me gusta es ésa de los objetos arrojados tras de sí. Un peine, una manzana y un pañuelo. Pero…
– Condwiramurs.
– Perdón.
– Como he dicho, hay muchas versiones de la huida. Pero todavía sigue sin estar claro de qué forma Ciri fue directa desde la Torre de la Golondrina hasta el castillo de Vilgefortz. Si no puedes soñar con la Torre de la Golondrina, entonces intenta soñar con el castillo. Contempla atentamente este gobelino… ¿Me escuchas?
– Este espejo… Es mágico, ¿verdad?
– No. Me quito los granos delante de él.
– Perdón.
– Es un Espejo de Hartmann -le aclaró Nimue, al ver la nariz arrugada y el gesto enfadado de la adepta-. Si quieres, puedes mirar. Pero ten cuidado, por favor.
– ¿Es verdad -preguntó Condwiramurs con la voz temblorosa por la excitación- que con el Hartmann se puede pasar a otros…?
– ¿… mundos? Verdad. Pero no al pronto, no sin preparación, meditación, concentración y otro buen montón de cosas. Al recomendarte cuidado me refería a algo distinto.
– ¿A qué?
– Funciona en las dos direcciones. También puede salir algo del Hartmann.
– Sabes, Nimue… Cuando miro este gobelino…
– ¿Has soñado?
– He soñado. Pero algo muy raro. A vista de pájaro. Era un pájaro… Vi también el castillo desde el exterior. No pude entrar al interior, algo defendía la entrada.
– Mira el gobelino -le ordenó Nimue-. Mira la ciudadela. Mira con atención, concentra tu atención en cada detalle. Concéntrate mucho, graba con fuerza esta imagen en tu memoria. Quiero que, si consigues llegar allí en sueños, pases al interior. Es importante que entres allí.
En el interior, tras de los muros del castillo, debía de soplar una ventolera del demonio, en el hogar de la chimenea el fuego hasta aullaba, devorando muy deprisa el leño. Yennefer gozaba del calor. Su prisión actual era, cierto, infinitamente más cálida que el agujero húmedo en el que había pasado unos dos meses, pero de todos modos tampoco allí los dientes se quedaban parados los unos encima de los otros. En la mazmorra había perdido por completo el sentido del tiempo, tampoco se había preocupado nadie de informarle de la fecha, pero estaba segura de que era invierno, diciembre y puede que hasta enero.
– Come, Yennefer -dijo Vilgefortz-. Come, por favor, no te sientas incómoda.
La hechicera no pensaba sentirse incomoda por nada del mundo. Si estaba dando cuenta del pollo muy despacio y más bien desmañadamente, sólo era porque sus dedos apenas cicatrizados todavía estaban torpes y rígidos y le era difícil sujetar el cuchillo y el tenedor. Y no quería comer con las manos, anhelaba mostrar su superioridad a Vilgefortz y al resto de los comensales, invitados del hechicero. No conocía a ninguno de ellos.
– Con verdadera pena tengo que notificarte -dijo Vilgefortz, acariciando con los dedos el pie de la copa- que Ciri, tu pupila, se ha despedido de este mundo. La culpa de ello la tienes solamente tú, Yennefer. Y tu resistencia sin sentido.
Uno de los invitados, un hombre bajo y de cabellos oscuros, estornudó con fuerza, se limpió los mocos en un pañuelo de batista. Tenía la nariz hinchada, rojiza e innegablemente congestionada.
– Salud -dijo Yennefer, que no se había alterado en absoluto por las rabiosas palabras de Vilgefortz-. ¿Cómo es que estáis tan terriblemente resfriado, noble señor? ¿Había corriente mientras os bañabais?
Otro invitado, más viejo, grande, delgado, de horribles ojos pálidos, se echó a reír. Por su parte, el del resfriado, aunque el rostro se le arrugó de rabia, dio las gracias a la hechicera con un ademán de cabeza y una corta y acatarrada frase. Aunque no tan corta como para que no se le notara el acento nilfgaardiano.
Vilgefortz volvió el rostro hacia ella. No llevaba ya en la cabeza la estructura dorada ni tampoco la lente de cristal en la órbita ocular, pero tenía un aspecto todavía peor que entonces, en el verano, cuando lo vio mutilado por vez primera. El glóbulo ocular izquierdo, regenerado, ya funcionaba, aunque significativamente peor que el derecho. Su aspecto era para cortar el aliento.
– Tú, Yennefer -dijo arrastrando las palabras-, piensas seguramente que miento, que te engaño, que intento pegártela. ¿Con qué objetivo habría de hacer tal cosa? Me he conmovido tanto con la noticia de la muerte de Ciri como tú, qué digo, incluso más que tú. Al fin y al cabo, tenía esperanzas muy concretas relacionadas con la muchacheja, había trazado planes que iban a decidir sobre mi futuro. Ahora la muchacha está muerta y mis planes se han venido abajo.
– Eso está bien. -Yennefer, sujetando con gran esfuerzo el cuchillo en sus dedos rígidos, cortaba un filete relleno de ciruelas.