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– ¿Así está bien? -Jaskier se arrodilló y estiró el cuello encima del tronco-. ¿Maestro? ¡Eh, maestro!

– ¿Qué queréis?

– Estabais de broma, ¿verdad? ¿A que me vais a decapitar a la primera? ¿De un solo tajo? ¿Eh?

Al verdugo le centellearon los ojos.

– Sorpresa -rezongó con mala idea.

De pronto, la multitud se desplazó, abriendo paso a un jinete que había irrumpido en la plaza sobre un caballo cubierto de espuma.

– ¡Alto! -gritó el jinete, agitando un enorme pergamino enrollado, lleno de sellos rojos-. ¡Detened la ejecución! ¡Orden de la condesa! ¡Dejadme pasar! ¡Detened la ejecución! Aquí traigo el indulto para el reo.

– ¿Otra vez? -refunfuñó el verdugo, soltando el hacha, que ya había alzado-. ¿Otro indulto? Esto es un rollo.

– ¡Un indulto! ¡Es un indulto! -rugió la multitud. Las mujeres de la primera fila empezaron a quejarse, más fuerte aún. Bastantes personas, sobre todo chavales, silbaban y abucheaban.

– ¡Silencio, honorables señores y burgueses! -gritó el alguacil, desenrollando el pergamino-. ¡He aquí la voluntad de su señoría Anna Henrietta! En su inconmensurable bondad, en homenaje a la consecución de la paz que, como es sabido, ha sido alcanzada en la ciudad de Cintra, su señoría otorga su perdón al vizconde Julián Alfred Pankratz de Lettenhove, alias Jaskier, y le concede el indulto de su pena…

– ¡Mi adorada Armiño! -dijo Jaskier, con una sonrisa de oreja a oreja.

– …y ordena al mismo tiempo que el susodicho vizconde Julián Pankratz et caetera abandone sin demora la capital y las fronteras del condado de Toussaint y que jamás regrese a ellas, pues no cuenta con el favor de su señoría y su señoría no quiere ni verlo. Sois libre, vizconde.

– ¿Y mis posesiones? -gritó Jaskier-. ¿Eh? Mis bienes, arboledas, bosques y fortalezas os los podéis quedar, pero devolvedme, me cago en vuestra estampa, mi laúd, mi caballo Pegaso, mis ciento cuarenta ducados con ochenta reales, mi abrigo forrado de mapache, mi anillo…

– ¡Cierra el pico! -exclamó Geralt, abriéndose paso con el caballo por entre la multitud, que no paraba de echar pestes y no parecía dispuesta a apartarse-. ¡Cierra el pico, cabeza de chorlito! ¡Baja de ahí y ven para acá! ¡Ciri, ve por delante! ¡Jaskier! ¿Es que no me oyes?

– ¿Geralt? ¿Eres tú?

– ¡Déjate de preguntas y baja de ahí ahora mismo! ¡Ven aquí! ¡Sube de un salto!

Atravesaron el gentío, recorrieron al galope una estrecha callejuela. Ciri iba delante, seguida por Geralt y Jaskier a lomos de Sardinilla.

– ¿A qué viene tanta prisa? -preguntó el bardo a la espalda del brujo-. No nos persiguen.

– De momento. A tu condesa le gusta cambiar de opinión y revocar de buenas a primeras lo que había decidido antes. Reconócelo: ¿sabías que te iban a indultar?

– No, no lo sabía -musitó Jaskier-. Aunque reconozco que contaba con ello. Mi Armiño me quiere mucho y tiene muy buen corazón.

– Vale ya de tanto Armiño, cojones. Acabas de librarte de una buena por ultrajes a su majestad, ¿es que quieres liarla por reincidente?

El trovador se calló. Ciri frenó a Kelpa, les esperó. Cuando llegaron a su altura, miró a Jaskier y se enjugó las lágrimas.

– Mírale -dijo-. Así que… Pancracio…

– En marcha -les apremió el brujo-. Salgamos de esta ciudad y de las fronteras de este condado encantador. Ahora que estamos a tiempo.

*****

Casi ya en la frontera de Toussaint, en un sitio desde el que se veía la montaña Gorgona, les dio alcance un correo oficial. Traía consigo a Pegaso, que venía ensillado, así como el laúd, el abrigo y el anillo de laskier. No hizo ni caso a la pregunta relativa a los ciento cuarenta ducados con ochenta reales. El ruego del bardo de que le diera de su parte un besito a su señora lo escuchó con cara imperturbable.

Remontaron el curso del Sansretour, convertido en un pequeño pero brioso arroyo. Dejaron de lado Belhaven.

Acamparon en el valle de Neva. En un lugar que el brujo y el bardo recordaban.

Jaskier se estuvo aguantando mucho tiempo. Sin hacer preguntas.

Pero al final hubo que contárselo todo.

Y acompañarle en su silencio. En aquel silencio odioso, pesado, purulento como una llaga, que se hizo después del relato.

*****

Al día siguiente, a mediodía, llegaron a Los Taludes, en Riedbrune. En toda esa zona reinaba la paz, el orden y la concordia. La gente era atenta y confiada. Había una sensación de seguridad.

Por todas partes había postes con ahorcados.

Dejaron atrás la ciudad, dirigiéndose hacia Dol Angra.

– ¡Jaskier! -Geralt se dio cuenta de una cosa de la que debería haberse dado cuenta hacía tiempo-. ¡Tu inestimable tubo! ¡Tus siglos de poesía! ¡El correo no los tenía! ¡Se han quedado en Toussaint!

– Pues sí, ahí se han quedado -reconoció el bardo con indiferencia-. En el ropero de Armiño, bajo una pila de vestidos, bragas y corsés. Y ahí pueden quedarse por los siglos de los siglos.

– ¿Me lo quieres explicar?

– No hay nada que explicar. En Toussaint tuve tiempo suficiente para leer detenidamente todo lo que había escrito.

– ¿Y bien?

– Voy a volver a escribirlo otra vez. Desde el principio.

– Entiendo. -Geralt asintió con la cabeza-. En pocas palabras, que has resultado una calamidad como escritor y como favorito. Hablando con más claridad: todo lo que tocas lo jodes. Claro que, mientras tu Medio siglo aún tienes la oportunidad de corregirlo y volverlo a escribir por entero, con la condesa Anarietta no tienes nada que hacer. Bah, un amante expulsado de forma ignominiosa. ¡Sí, sí, no pongas esa cara! No estabas destinado a ser conde consorte en Toussaint, Jaskier.

– Ya se verá.

– Conmigo no cuentes.

– Nadie te pide nada. Pero sí te digo que Armiño tiene muy buen corazón, y es una mujer muy indulgente. Es verdad que se puso de los nervios cuando me pilló con la joven baronesa Ñique… ¡Pero seguro que ya se le ha pasado! Habrá comprendido que los hombres no estamos hechos para la monogamia. Me habrá perdonado y estará esperando que…

– Eres un tonto de capirote -afirmó Geralt, y Ciri, con un rotundo gesto con la cabeza, dio a entender que pensaba lo mismo.

– No voy a discutir con vosotros -dijo Jaskier, mohíno-. Menos aún, tratándose de un asunto íntimo. Os lo repito: seguro que Armiño me perdona. Le escribo una balada apropiada al caso, o un soneto, se lo mando, y ella…

– Ten compasión, Jaskier.

– Bah, la verdad es que no se puede hablar con vosotros. ¡Venga, sigamos! ¡Vuela, Pegaso! ¡Vuela, mi cometa manialbo!

Cabalgaron.

Era el mes de mayo.

*****

– Por tu culpa -le echaba en cara el brujo-, por tu culpa, amante desterrado, también yo he tenido que salir pitando de Toussaint como si fuera un bandido o un proscrito o un apestado. No tuve tiempo siquiera de ver a…

– ¿A Fringilla Vigo? No la habrías visto. Poco después de vuestra partida, todavía en enero, se marchó. Sencillamente, desapareció.

– No me refería a ella. -Geralt carraspeó, viendo cómo Ciri aguzaba el oído, interesada-. Quería ver a Reynart. Presentarle a Ciri…

Jaskier clavó la vista en las crines de Pegaso.

– Reynart de Bois-Fresnes -farfulló- pereció, a finales de febrero, en una escaramuza con unos bandoleros en el paso de Cervantes, cerca de la atalaya de Vedette. Anarietta le honró, a título póstumo, con la orden de…

– Cállate, Jaskier.

Jaskier se calló, más obediente que nunca.

*****

Mayo duraba y crecía. El intenso amarillo de la cerraja desapareció de los prados, sustituido por la peluda, sucia y volátil blancura del diente de león.

Todo estaba verde y hacía calor. El viento, salvo cuando lo refrescaba alguna tormenta pasajera, era espeso, ardiente y pegajoso como el aguardiente de miel.