El veintiséis de mayo cruzaron el Yaruga por un puente nuevecito, blanco, que olía a resina. Los restos del puente viejo, unos maderos negros, tiznados, chamuscados, se veían dentro del agua y en la orilla.
Ciri estaba cada vez más inquieta.
Geralt se daba cuenta. Sabía cuáles eran sus intenciones, estaba al corriente de sus planes, del acuerdo a que había llegado con Yennefer. Estaba preparado. Pero, a pesar de eso, la idea de la separación le hacía mucho daño. Como si allí dentro, en el pecho, en las entrañas, debajo de las costillas, se hubiera despertado de repente un pequeño y dañino escorpión.
En una encrucijada, más allá la aldea de Koprzywnica, por detrás de las ruinas de una posada quemada, había un frondoso roble centenario que se cubría en primavera de flores menudas que parecían arañas. La gente de los alrededores, e incluso de la lejana Spalla, solía utilizar las ramas del roble, enormes pero bastante accesibles, para colgar en ellas tablillas y carteles con todo tipo de informaciones. Como servía para que las personas se comunicaran, el roble era conocido como el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.
– Ciri, empieza por aquel lado -sugirió Geralt, bajando del caballo-. Jaskier, tú echa un vistazo por este otro.
Las tablillas que colgaban de las ramas se agitaban al viento y traqueteaban al chocar entre sí.
Predominaban los mensajes, muy comunes después de una guerra, de búsqueda de familiares en paradero desconocido. También abundaban las declaraciones del tipo: Vuelve, te perdonamos, así como las ofertas de masajes eróticos y otros servicios análogos en los pueblos y aldeas de los alrededores. También había numerosos anuncios y propaganda de carácter comercial. Había correspondencia amorosa, había delaciones firmadas por gente simpática, había anónimos. Tampoco faltaban los carteles donde se expresaban las opiniones filosóficas de sus autores: en su mayor parte se trataba de memeces o de obscenidades repugnantes.
– ¡Ja! -comentó Jaskier-. En el castillo de Rastburg necesitan urgentemente un brujo. Ofrecen una buena paga. Alojamiento de lujo v comida exquisita incluidos. ¿Te interesa, Geralt?
– Para nada.
La información que estaban buscando la encontró Ciri.
Y en ese momento le anunció algo que el brujo se esperaba desde hacía tiempo.
– Me voy a Vengerberg, Geralt -le repitió-. No pongas esa cara. Sabes muy bien que es mi obligación. Yennefer me ha llamado. Me está esperando allí.
– Lo sé.
– Y tú vete a Rivia, a esa cita que mantienes en secreto…
– Es una sorpresa -la interrumpió-. No es un secreto, sino una sorpresa.
– Vale, una sorpresa. Yo, mientras tanto, resuelvo en Vengerberg todo lo que haya que resolver, recojo a Yennefer y dentro de seis días estamos las dos en Rivia. No pongas esa cara, ya te lo he pedido. Y no hace falta que nos despidamos como si no nos fuéramos a ver en siglos. ¡No son más que seis días! Hasta la vista.
– Hasta la vista, Ciri.
– En Rivia, dentro de seis días -insistió una vez más, haciendo girar a Kelpa.
Enseguida se puso al galope. Rápidamente la perdieron de vista, y Geralt sintió como si unas garras heladas, atroces, se le clavaran en el estómago.
– Seis días -repitió Jaskier, pensativo-. Desde aquí a Vengerberg y luego de vuelta a Rivia… Serán en total cerca de doscientas cincuenta millas… Eso es imposible, Geralt. Claro que, con esa yegua diabólica, en la que puede viajar a la velocidad de un correo, tres veces más rápido que nosotros, en teoría, en pura teoría, se puede recorrer toda esa distancia en seis días. Pero hasta esa yegua diabólica tendrá que descansar. Y ese asunto misterioso que Ciri tiene que resolver también le llevará su tiempo. Vamos, que es imposible…
– Para Ciri -el brujo apretó los labios- no hay nada imposible.
– Hombre…
– Ya no es aquella muchacha que tú conocías -le interrumpió bruscamente-. No es la misma.
Jaskier estuvo mucho tiempo callado.
– Tengo una extraña sensación…
– Cállate. No digas nada. Por favor.
Mayo llegaba a su fin. La luna menguaba, era ya muy fina, pronto habría luna nueva. Marchaban hacia las montañas visibles en el horizonte.
Era el típico paisaje de posguerra. Por todas partes, en mitad de los campos, se alzaban túmulos y tumbas. Entre las hierbas exuberantes de la primavera asomaban los cráneos y los esqueletos blanquecinos. Al borde del camino, los ahorcados colgaban en los árboles y al borde del bosque los lobos esperaban a que los débiles acabaran de desfallecer.
En las franjas negras de tierra, allí por donde había pasado un incendio, la hierba no crecía.
Se reconstruían aldeas y poblados, de los que apenas quedaban en pie unas chimeneas renegridas. Resonaban los martillazos y roncaban las sierras. Cerca de las ruinas unas mujeres ahuecaban la tierra quemada con sus azadas. Algunas, a trompicones, tiraban de rastrillos y arados, y las colleras de arpillera se les clavaban en los hombros escuálidos. En los surcos abiertos los niños buscaban lombrices y larvas.
– Tengo la vaga sensación -dijo Jaskier- de que aquí hay algo que no acaba de encajar. Aquí falta algo… ¿No tienes tú esa misma sensación, Geralt?
– ¿Cómo?
– Aquí hay algo que no es normal…
– Aquí no hay nada normal, Jaskier. Nada.
Era una noche calurosa, negra, sin viento, aclarada tan sólo por los lejanos destellos de los relámpagos y alterada por el rumor de los truenos. Geralt y Jaskier, acampados, contemplaron cómo en el horizonte, por el oeste, florecía el rojo resplandor de los incendios. No estaban demasiado lejos: el viento, que acababa de saltar, traía olor a chamusquina. También traía el viento retazos de sonidos. Escucharon -sin pretenderlo- alaridos de gente a la que estaban asesinando, chillidos de mujeres, gritos arrogantes y triunfales de bandas.
Jaskier no decía nada, pero no paraba de dirigir la vista al brujo, asustado.
El brujo, sin embargo, no pestañeaba. Ni siquiera volvía la cabeza. Su rostro parecía de bronce.
Por la mañana siguieron su camino. No miraban siquiera la columna de humo que se alzaba sobre el bosque.
Más tarde se toparon con una hilera de colonos.
Marchaban en una larga fila. Despacio. Cargaban con pequeños hatillos. Iban en completo silencio. Hombres, muchachos, mujeres, niños. No se oía un lamento, un llanto, una palabra de queja. Ni un grito, ni un gemido de desesperación.
El grito y la desesperación se veían en sus ojos. Ojos vacíos de gentes agraviadas. Desposeídas, maltratadas, expulsadas.
– ¿Quiénes son? -Jaskier no prestó atención a la inquina que asomaba a los ojos del oficial que vigilaba el paso de los desplazados-. ¿Por qué se les obliga a marcharse?
– Son nilfgaardianos -contestó de mala gana, desde lo alto de su montura, el alférez, un rapaz coloradote que apenas contaría dieciocho primaveras-. Colonos nilfgaardianos. ¡Han invadido nuestras tierras como cucarachas! Y como a cucarachas los barremos. Así se acordó en Cintra y así se puso por escrito en el tratado de paz. -Se inclinó y escupió-. Y lo que es yo -continuó, mirando a Jaskier y al brujo de forma desafiante-, si de mí dependiera, no dejaría marchar vivos a estos malos bichos.
– Pues yo -le replicó un suboficial de bigotes grises, mirando a su superior con unos ojos extrañamente desprovistos de respeto-, si de mí dependiera, yo les dejaría en paz en sus granjas. Jamás expulsaría del país a unos buenos agricultores. Yo estaría encantado viendo cómo la agricultura prosperara. Para que no nos falte de comer.
– Eres un auténtico zoquete, sargento -le regañó el alférez-. ¡Son de Nilfgaard! Esta gente no tiene nuestra misma lengua, ni nuestra cultura, ni nuestra sangre. Por muchas alegrías que nos diese la agricultura, habríamos criado una víbora en nuestro seno. A unos traidores, listos para atacarnos por la espalda. Igual te crees que el entendimiento con los Negros va a durar para siempre. No, no, que se vayan por donde han venido… ¡Eh, soldado! ¡Ése de ahí tiene una carretilla! ¡Hay que quitársela, venga!