La orden se cumplió con sumo celo. Empleando no sólo las porras y los puños, sino también los tacones.
Jaskier carraspeó.
– ¿Hay algo acaso que no os complazca? -El mocoso del alférez le recorrió con la mirada-. ¿No seréis un nilfgaardófilo?
– ¡No lo quieran los dioses! -Jaskier tragó saliva.
Muchas de las mujeres y niños que pasaban por delante de ellos con la mirada vacía, desfilando como autómatas, tenían la ropa hecha jirones, la cara hinchada y llena de moratones, los muslos y las pantorrillas manchados con churretes de sangre. A mucha gente había que sostenerla para que pudiera caminar. Jaskier miraba a la cara de Geralt y empezaba a asustarse.
– Ya va siendo hora de que sigamos nuestro camino -musitó-. Hasta otra, señores.
El alférez no volvió siquiera la cabeza, absorto como estaba vigilando si algún colono transportaba más equipaje del previsto en la paz de Cintra.
La columna de colonos seguía pasando.
Se oyeron unos agudos, desconsolados, doloridos gritos de mujer.
– No, Geralt -le imploró Jaskier-. No hagas nada, te lo suplico… No te entrometas…
El brujo volvió la cara hacia él, y Jaskier no reconoció esa cara.
– ¿Entrometerme? -se hizo eco de sus palabras-. ¿Intervenir? ¿Salvar a alguien? ¿Jugarme el cuello por algún principio, por alguna idea noble? Oh, no, Jaskier. Ya no.
Cierta noche, una noche agitada, iluminada por los lejanos relámpagos, el brujo se despertó de un sueño. Tampoco en esta ocasión estaba seguro de si no habría salido de un sueño para ir a parar a otro.
Nuevamente, sobre los restos de la hoguera se elevó una luz palpitante que asustó a los caballos. Nuevamente, en el interior de esa luz apareció una fortaleza, unas columnas negras, una mesa en torno a la cual había unas mujeres sentadas.
Otras dos mujeres no estaban sentadas, sino de pie. De negro y blanco y de negro y gris.
Yennefer y Ciri.
El brujo gimió en sueños.
Yennefer había tenido razón al desaconsejarle, de forma categórica, el uso de su atuendo masculino. Vestida como un muchacho, Ciri se habría sentido como una estúpida ahí, en esa sala, en presencia de aquellas mujeres tan elegantes, deslumbrantes con tanta pedrería. Estaba satisfecha de haberse dejado engalanar con aquella combinación de negro y gris, se sentía halagada al sentir la completa aprobación de las miradas dirigidas a sus mangas abombadas, con rajas, y a su alto talle, rodeado por una cinta de terciopelo con un pequeño broche de brillante en forma de rosa.
– Un poco más cerca, por favor.
Ciri se sobresaltó levemente. No sólo por el sonido de aquella voz. Yennefer, como podía verse, también había tenido razón en otra cosa: le había desaconsejado el escote. Ciri, no obstante, se había empeñado, y ahora tenía la impresión de que una corriente le recorriera el pecho, y por todo el busto, casi hasta el ombligo, tenía la carne de gallina.
– Más cerca todavía -insistió la mujer de pelo moreno y ojos negros, a la que Ciri ya conocía. La recordaba de la isla de Thanedd. Y, aunque Yennefer le había explicado a quién se encontrarían en Montecalvo, le había descrito todo y le había enseñado todos los nombres, Ciri, desde el primer momento, había empezado, mentalmente a llamarla doña Lechuza.
– Bienvenida -dijo doña Lechuza- a la logia de Montecalvo. Doncella Ciri.
Ciri se inclinó cortésmente, tal y como le había recomendado Yennefer, pero al estilo varonil No fue una reverencia de doncella, no bajó los ojos de un modo humilde y sumiso. Respondió con una sonrisa a la sonrisa amable y sincera de Triss Merigold y con una inclinación de cabeza algo más profunda a la mirada amistosa de Margarita Laux-Antille. Aguantó las ocho miradas restantes, aunque taladraran como barrenas. Como agudas puntas de picas.
– Siéntate -le indicó doña Lechuza, con un gesto en verdad soberano-. ¡No, tú no, Yennefer! Sólo ella. Tú, Yennefer, no estás aquí como invitada, sino que has sido llamada para ser juzgada y castigada. En tanto que la logia no decida tu suerte, te quedarás de pie.
Para Ciri, en un abrir y cerrar de ojos, se había acabado completamente el protocolo.
– En tal caso, yo también me quedaré de pie -dijo, y no precisamente en voz baja-. Yo tampoco estoy aquí como invitada. También a mí se me ha convocado para hacerme saber mi destino. Eso lo primero. Y lo segundo, el destino de Yennefer es mi destino. Lo que vale para ella, vale también para mí. Eso no se puede romper. Con el debido respeto.
Margarita Laux-Antille sonrió, mirándola a los ojos. La sencilla y elegante Assire var Anahid, tan nilfgaardiana ella, con su nariz levemente aguileña, asintió con la cabeza, tamborileando suavemente con los dedos en la superficie de la mesa.
– Filippa -intervino una de las presentes, que tenía el cuello envuelto en un boa de zorro plateado-. En mi opinión, no hay por qué ser tan tajantes. O, al menos, no hoy, no en estos momentos. Ésta es la mesa redonda de la logia. Todas nos sentamos como iguales. Aunque se nos vaya a juzgar. Creo que podríamos convenir todas en que…
No acabó la frase. Paseó la mirada por el resto de las hechiceras. Una tras otra, dieron su aprobación con la cabeza: Margarita, Assire, Triss, Sabrina Glevissig, Keira Metz, las dos bellas elfas. Sólo la otra nilfgaardiana, Fringilla Vigo, de cabello negro como el ala de un cuervo, seguía inmóvil, muy pálida, sin apartar los ojos de Yennefer.
– Así sea. -Filippa Eilhart hizo un gesto con su mano ensortijada-. Sentaos, pues, ambas. Con mi oposición. Pero la unidad de la logia ante todo. El interés de la logia ante todo. Y por encima de todo. La logia lo es todo, el resto no es nada. Confío en que lo entenderás, ¿no es así, Ciri?
– Perfectamente. -Ciri no pensaba siquiera en apartar la mirada-. En particular, que yo formo parte de esa nada.
Francesca Findabair, la hermosísima elfa, se rió con una sonora risa argentina.
– Felicidades, Yennefer -dijo con su melódica e hipnotizante voz-. Se nota que has dejado tu huella. Es oro de ley. Se ve que ha tenido una buena escuela.
– No es difícil verlo -Yennefer dirigió una fogosa mirada a la concurrencia-, porque es de la escuela de Tissaia de Vries.
– Tissaia de Vries ya no vive -dijo con calma doña Lechuza-. No está sentada a esta mesa. Tissaia de Vries murió, y su muerte ha sido lamentada y llorada. Al mismo tiempo, ese hecho constituye una cesura y un punto de inflexión. Vivimos nuevos tiempos, comienza una nueva era, asistimos a grandes cambios. Y a ti, Ciri, la que fuiste alguna vez Cirilla de Cintra, el destino te ha asignado un papel fundamental en estos cambios. Sin duda, ya sabes cuál.
– Sí, lo sé -gruñó Ciri, sin hacer caso de los gestos de Yennefer, que intentaba apaciguarla-. ¡Ya me lo explicó Vilgefortz! Mientras se disponía a meterme una jeringa de cristal entre las piernas. Si ése es el destino que me aguarda, entonces muchas gracias.
Los oscuros ojos de Filippa echaban chispas heladas de furia. Pero quien replicó a Ciri fue Sheala de Tancarville.
– Aún tienes mucho que aprender, niña -dijo, cubriéndose el cuello con el boa de zorro plateado-. También, por lo que veo y escucho, vas a tener que corregir muchos de tus hábitos, sola o con ayuda de otras personas. En los últimos tiempos has adquirido, parece evidente, muchos malos conocimientos, sin duda alguna has experimentado y has sido testigo del mal. Ahora, en tu obcecación infantil, rechazas la observación del bien, niegas el bien y las buenas intenciones. Erizas púas, como un puercoespín, incapaz de reconocer a todos aquéllos que se preocupan por tu bien. Bufas y sacas las uñas como una gata salvaje, y no nos dejas elección: no vamos a tener más remedio que agarrarte por el pescuezo. Y estamos dispuestas a hacerlo, sin pensárnoslo dos veces. Porque somos más viejas que tú, más sabias que tú, y lo sabemos todo sobre lo que ya ha sido, todo sobre lo que está siendo y mucho sobre lo que va a ser. Te vamos a coger del pescuezo, gatita, para que algún día, lo antes posible, estés aquí sentada entre nosotras, a esta mesa, como una gata sabia y experimentada. Como una de nosotras. ¡No! ¡Ni una palabra! ¡No oses abrir la boca cuando está hablando Sheala de Tancarville!