La chica, ajena a todo, inclinada sobre el borde del estanque de la fuente, mueve las manos entre los tallos de los nenúfares. Quiere tocar como sea alguno de esos pececillos dorados y rojos. Los peces se acercan nadando a las manos de la chica, dan vueltas curiosos a su alrededor, pero no se dejan coger, son esquivos como fantasmas, como el agua misma. Los dedos de la muchacha ojinegra se cierran en vano.
– ¡Filippa!
Es la voz más amada. A pesar de eso, la chica no reacciona de inmediato. Sigue mirando al agua, a los peces, a los nenúfares, a su propio reflejo.
– ¡Filippa!
– |Filippal -La aguda voz de Sheala de Tancarville la sacó de sus reflexiones-. Estamos esperando.
Por la ventana abierta entró el viento frió de la primavera. Filippa Eilhart se estremeció. La muerte, pensó. La muerte ha pasado por mi lado.
– Esta logia -dijo al fin con voz firme, fuerte y clara- ha de decidir sobre la suerte del mundo. Por eso, esta logia es como el mundo, es su reflejo. Aquí se encuentran en equilibrio la sensatez, que no siempre significa fría vileza y cálculo egoísta, y el sentimentalismo, que no siempre es ingenuo. La responsabilidad, la férrea disciplina, impuesta aunque sea a la fuerza, y la aversión a la violencia, la suavidad y la confianza. El frío material de la omnipotencia… y el corazón.
»Yo -añadió en medio del silencio que se había hecho en la sala de las columnas del castillo de Montecalvo-, al emitir mi voto en último lugar, quiero tomar en consideración un elemento adicional. Un elemento que, sin equilibrarse con nada, lo equilibra todo.
Siguiendo su mirada, todas se fijaron en la pared, en un mosaico donde las pequeñas teselas multicolores formaban la figura de la serpiente Uroboros, con los dientes clavados en su propia cola.
– Ese elemento -continuó, clavando en Ciri sus oscuros ojos- es el destino. En el que yo, Filippa Eilhart, he empezado a creer hace poco. El cual yo, Filippa Eilhart, he empezado a comprender hace poco. El destino no son los decretos de la divina providencia, no son unos rollos escritos por la mano de un demiurgo, no equivale al fatalismo. El destino es la esperanza. Llena, pues, de esperanza, confiada en que lo que haya de ser será, doy mi voto. Voto a favor de Ciri. A favor del niño del destino. Del niño de la esperanza.
Largo rato duró el silencio en la sala de columnas, sumida en una sutil penumbra, de la ciudadela de Montecalvo. Por la ventana entró el chillido de un águila pescadora que revoloteaba sobre el lago.
– Doña Yennefer -susurró Ciri-. Eso quiere decir que…
– Vamos, hija -respondió Yennefer en voz baja-. Geralt nos está esperando y tenemos un largo viaje por delante.
Geralt se despertó y se incorporó súbitamente. Le resonaba en los oídos el chillido de un ave nocturna.
Capítulo 12
Era Después la hechicera y el brujo se casaron y celebraron sus bodorrios por todo lo alto. Yo estuve allí, y miel y vino bebí. Y fueron felices y comieron perdices. Felices, sí, pero por poco tiempo. Él murió de un simple ataque al corazón. Ella murió poco después, y el cuento no nos dice de qué. Dicen que de pesar y de añoranza, pero cualquiera se fía de los cuentos.
Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas
Era el sexto día después de la luna nueva de junio cuando llegaron a Rivia.
Salieron de los bosques y aparecieron en la ladera de una colina. Justo a sus pies, en el fondo, sin previo aviso, brilló de pronto como un espejo la superficie del Loe Eskalott, con aquella forma de runa a la que debía su nombre, ocupando toda la hondonada. En aquel espejo se reflejaban, cubiertos de abetos y alerces, los montes de Craag Ros, prolongación del macizo de Mahakam. Y los tejados rojos de las torres del rechoncho castillo de Rivia, que se alzaba sobre un promontorio a orillas del lago, y que era la corte invernal de los reyes de Lyria. Y en una ensenada, en el extremo meridional del Loe Eskalott, estaba la ciudad de Rivia, que resplandecía con los techos de paja del arrabal, aunque oscurecía el lago con las casas que crecían como setas en la orilla.
– Bueno, parece que ya hemos llegado -constató Jaskier, cubriéndose los ojos con la mano-. Hemos cerrado el círculo, estamos en Rivia. Ah, qué forma más rara de enredarse los destinos… No veo gallardetes blanquiazules en ninguna de las torres del castillo, lo que quiere decir que la reina Meve no está aquí alojada. Por lo demás, me imagino que ya te habrá perdonado aquella deserción tuya…
– Créeme, Jaskier -le interrumpió Geralt, guiando su caballo ladera abajo-. Me da absolutamente igual lo que me perdonen o me dejen de perdonar…
Junto a la ciudad, cerca de la barrera de entrada, se levantaba una tienda de colores que recordaba a una tarta. Delante de la tienda, sobre un poste, colgaba un escudo blanco con un chevrón rojo. Bajo los faldones levantados de la tienda había un caballero con armadura, con un campo blanco adornado con el mismo emblema que el escudo. El caballero, con una mirada penetrante y retadora, se fijaba en las mujeres que pasaban por delante de él con ramillas secas, en los engrasadores y alquitranadores que llevaban barriletes con sus productos, en los pastores, en los buhoneros y en los pordioseros. Al ver a Geralt y Jaskier, que marchaban al paso, una luz de esperanza se encendió en sus ojos.
– La dama de vuestro corazón -Geralt, con voz de hielo, echó por tierra las esperanzas del caballero-, quienquiera que sea, es la más bella y la más virtuosa doncella desde el Yaruga hasta el Buina.
– Por mi honor -contestó de mala gana el caballero-. Razón tenéis, señor.
La muchacha rubia, con una cazadora de piel profusamente adornada con tachuelas plateadas, estaba vomitando en mitad de la calle, doblada hacia delante, sujetándose del estribo de una yegua gris. Dos colegas de la chica, con idéntica indumentaria, con las espadas colgadas a la espalda y unas cintas en la frente, insultaban soezmente, con voz estropajosa, a los viandantes. Los dos llevaban una buena cogorza, apenas se tenían en pie y se chocaban con los flancos de los caballos y con el atadero que había delante de la posada.
– ¿Seguro que tenemos que entrar ahí? -preguntó Jaskier-. Dentro de ese santuario puede haber más simpáticos pajecillos como ésos.
– He quedado aquí. ¿Ya te has olvidado? Ésta es la posada El Gallo y la Gallina Clueca que mencionaba la tablilla aquélla que vimos en el roble.
La rubia volvió a contraerse, devolviendo entre espasmos, copiosamente. La yegua bufó ruidosamente y se agitó, tirando a la chica al suelo y arrastrándola por los vómitos.
– A ver, ¿tú qué miras, pasmao? -farfulló uno de aquellos tipos-. ¿Eh, abuelete?
– Geralt -musitó Jaskier, desmontando-. Por favor, no hagas ninguna tontería.
– Tú tranquilo. No pienso hacer ninguna.
Amarraron los caballos al atadero, al otro lado de los escalones. Los mozalbetes dejaron de prestarles atención, se dedicaron a insultar y a escupir a las burguesas que pasaban por la calle con sus niños. Jaskier miró con el rabillo del ojo a la cara del brujo. No le hizo ninguna gracia lo que vio.
Lo primero que saltaba a la vista al entrar en la posada era un carteclass="underline" Se necesita cocinero. Lo segundo era el gran dibujo que había en un rótulo armado con unas tablas que representaba a un monstruo barbudo con un hacha chorreando sangre. Debajo ponía: Enano: MALDITO CANIJO TRAIDOR.
A Jaskier no le faltaban motivos para estar asustado. Los únicos clientes efectivos del establecimiento -aparte de algunos borrachines que bebían con dignidad y de un par de prostitutas ojerosas- eran otros «pajecillos», con las espadas colgadas a la espalda y con aquellas prendas de piel que deslumbraban con tanta tachuela. Eran ocho en total, de ambos sexos, pero armaban jaleo como dieciocho, con tanto grito y tanto insulto.