– Ya sé yo quiénes sean vuesas mercedes -les abordó el posadero nada más verles-. Y tengo un aviso que darles. Deben dirigirse a Los Olmos, a la fonda de Wirsing.
– Oooh. -Jaskier se animó-. Qué bien…
– Pues nada, anda y que les aproveche. -El posadero se puso otra vez a secar las jarras con el mandil-. Desprecien si quieren mi local, muy dueños son los señores de proceder así. Mas les advierto de que Los Olmos es el barrio de los enanos, sólo los no humanos habitan alli.
– ¿Y qué más da? -Geralt pestañeó.
– Bueno, igual a vuesas mercedes les dará lo mismo. -El posadero se encogió de hombros-. Si quien el aviso dejara era un enano, mismamente. Si les place tener trato con tales gentes… eso es negocio suyo. Vuesas mercedes sabrán de quién prefieran la compañía.
– No somos muy exigentes a la hora de elegir compañía -aseguró Jaskier, señalando con la cabeza a los mocosos de las cazadoras negras, con cintas en la frente cubierta de acné, que vociferaban y reñían en una mesa-. Ahora, una como ésa no nos va, a fe mía que no.
El tabernero colocó la jarra recién fregada en su sitio y les miró con cara de pocos amigos.
– Hay que ser comprensivos -les aleccionó en tono enfático-. Los jóvenes tienen que desfogarse. Es cosa sabida que los jóvenes han de desfogarse. La guerra les ha maltratado. Sus padres han caído…
– Y sus madres se han soltado el pelo -prosiguió Geralt con una voz helada como un lago de montaña-. Lo comprendo, yo soy muy comprensivo. Por lo menos, intento serlo. Vamos, Jaskier.
– Adelante, pues, con todos mis respetos -dijo el posadero, sin ningún respeto-. Mas no vayan a quejarse después los señores, no digan que no se les haya avisado. En los tiempos que corren fácil resulta el salir trasquilado del barrio de los enanos. Llegado el caso.
– ¿Llegado el caso de qué?
– ¿Y yo qué sé? No es mi negocio.
– Vamos, Geralt le apresuró Jaskier, udvirtiendo do reojo cómo la juventud maltratada por la guerra y muy consciente de su situación clavaba en ellos sus ojos brillantes por el fisstech.
– Hasta la vista, posadero. ¿Quién sabe?, tal vez en otra ocasión visitemos este local, dentro de un tiempo. Cuando no cuelguen esos carteles a la entrada.
– ¿Y cuál de ellos es el que no les haya placido a los señores? -El tabernero arrugó la frente y se puso en jarras de manera chulesca-. ¿Eh? ¿El del enano?
– No. El del cocinero.
Tres jovencitos se levantaron de la mesa, ligeramente tambaleantes, con la intención evidente de cortarles el paso. Una muchacha y dos muchachos con cazadoras negras. Con las espadas colgadas a la espalda.
Geralt no aflojó el paso, siguió a lo suyo, con la cara y la mirada heladas, totalmente impertérrito.
En el último momento, los mocosos se echaron para atrás, dejándoles pasar. Jaskier notó su peste a cerveza. A sudor. Y a miedo.
– Habrá que acostumbrarse -dijo el brujo cuando ya estaban en la calle-. Habrá que adaptarse.
– A veces se hace difícil.
– Eso no es razón. Eso no es razón, Jaskier.
El ambiente era caluroso, espeso y pegajoso. Como una sopa.
Fuera, delante de la posada, los dos chavales de las cazadoras negras estaban ayudando a la chica rubia a lavarse en un pilón. La chica resoplaba, tratando de explicarles, entre balbuceos, que ya estaba mejor, y aseguró que necesitaba un trago. Que, desde luego, pensaba ir al bazar a volcar tenderetes y así reírse un rato, pero que primero tenía que beber algo.
La chica se llamaba Nadia Esposito. Ese nombre sería registrado en los anales. Pasaría a la historia.
Pero ni Geralt ni Jaskier podían saber nada de eso todavía.
Ni tampoco la chica.
En las callejas de la ciudadela de Rivia había un gran bullicio, y lo que parecía tener completamente absortos a lugareños y visitantes era el comercio. Se diría que allí todo el mundo comerciaba con todo, tratando de cambiar todo por algo más. Por todas partes estallaba la cacofonía de los gritos: se anunciaban productos, se regateaba encarnizadamente, se mentía por ambas partes, se acusaba ruidosamente de fraude, robo y trapacería, así como de otros pecados que ya no tenían que ver con el comercio. Antes de llegar a Los Olmos, Geralt y Jaskier recibieron muchas propuestas sugerentes. Entre otras cosas, les propusieron: un astrolabio, una trompeta de latón, una cubertería adorada con el escudo de la familia Frangipani, acciones de una mina de cobre, un tarro de sanguijuelas, un mamotreto hecho trizas titulado El iresunto milagro o La cabeza de Medusa, una parejita de hurones, un elixir que aumentaba la potencia y -en el marco de las transacciones anexas- una mujer ni demasiado joven, ni demasiado delgada, ni demasiado lozana.
Un enano de barbas negras, de un descaro inaudito, estaba tratando de convencerles de que compraran una birria de espejo con marco de tombac, alegando que aquél era el espejo mágico de Cambuscan, cuando de repente una pedrada certera le arrebató la mercancía de las mano.
– ¡Kobold sarnoso! -gritó el agresor, un arrapiezo sucio y descalzo, dándose a la fuga-. ¡No humano! ¡Chivo barbudo!
– ¡Que se te pudran las tripas, piojo humano! -replicó el enano-. ¡Que se te pudran y se te salgan por el culo! La gente se miraba en medio de un silencio lúgubre.
El barrio de Los Olmos estaba situado en la orilla del lago, en una ensenada donde crecían los alisos, los sauces llorones y, naturalmente, los olmos. Aquí todo estaba mucho más callado y tranquilo, nadie compraba nada y nadie quería vender nada. Desde el lago soplaba una brisa que resultaba especialmente agradable para quien había escapado del hedor sofocante y lleno de moscas de la ciudadela.
No tardaron en encontrar la taberna de Wirsing. El primero que vieron por la calle se la indicó sin vacilación.
Sentados en las escaleras del soportal, donde crecía el guisante trepador y el escaramujo, bajo un techo cubierto de musgo verdoso y de nidos de golondrina, había dos barbudos enanos, trasegando cerveza de unas jarras que apoyaban en la barriga.
– Geralt y Jaskier -dijo uno de los enanos y eructó ruidosamente-. Sí que os habéis hecho esperar, granujas.
Geralt bajó del caballo.
– Salud, Yarpen Zigrin. Me alegro de verte, Zoltan Chivay.
Eran los únicos clientes en el establecimiento, que olía intensamente a asado, a ajo, a hierbas y a algo más, algo indefinible pero muy agradable. Estaban sentados en torno a una pesada mesa con vistas al lago, el cual, a través de los cristales ligeramente tintados con sus bastidores de plomo, daba una sensación misteriosa, mágica y romántica.
– ¿Dónde está Ciri? -preguntó sin preámbulos Yarpen Zigrin-. Espero que no…
– No -le interrumpió rápidamente Geralt, Está de camino. Pronto la veréis. Bueno, barbudos, ¿qué os contáis?
– ¿Qué te había dicho? -dijo Yarpen, sarcástico-. ¿Qué te había dicho, Zoltan? Aquí le tienes, de vuelta del fin del mundo, donde, si hay que fiarse de las habladurías, se ha bañado en sangre, ha matado dragones y ha derribado imperios, y nos pregunta a nosotros que qué nos contamos. El mismo brujo de siempre.
– ¿Qué es eso que huele tan bien? -terció Jaskier, husmeando.
– La comida -dijo Yarpen Zigrin-. Carne. ¿No nos preguntas, Jaskier, de dónde ha salido esa carne?
– No os lo pregunto, porque ya me sé el chiste.
– No seas cerdo.