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– Mira aquí, arpía.

Con un brusco movimiento se despechugó el jubón y la camisa y sacó tres medallones de plata, haciendo sonar las cadenas. Uno de los medallones tenía la forma de una cabeza de gato, el otro de águila o de grifo. No podía ver claramente el tercero, pero le parecía que era un lobo.

– Los mercadillos están llenos de cosas como ésas. -Bufó de nuevo, intentando aparentar indiferencia.

– Éstos no son de un mercadillo.

– Lo que tú digas.

– Érase una vez -dijo Bonhart con voz sibilina- que la gente de orden tenía más miedo a los brujos que a los monstruos. Los monstruos, al fin y al cabo, velaban por bosques y cuevas, los brujos empero tenían la desfachatez de andar por las calles, de entrar a las tabernas, rondar junto a los santuarios, ministerios, escuelas y parques. La gente de orden temía esto, y con razón, por algo escandaloso. Así que anduvieron buscando a alguien que pudiera poner coto a los desvergonzados brujos. Y lo encontraron. No fácilmente, ni pronto, ni cerca. Pero lo encontraron. Como ves, llevo tres. Ni un solo mutante más se ha vuelto a acercar por estos andurriales ni ha molestado a las gentes de orden con su vista. Y si apareciera, lo despacharía lo mismo que a los anteriores.

– ¿Durante el sueño? -Yennefer frunció el ceño-. ¿Con una ballesta, desde detrás de una ventana? ¿O envenenándolo?

Bonhart guardó los medallones bajo la camisa, dio dos pasos hacia ella.

– Me insultas, arpía.

– Eso es lo que quería.

– ¿Ah, sí? Pues ahora te voy a enseñar, so perra, que puedo competir con tu amante el brujo en cualquier campo, e incluso hasta ser mejor que él.

Los guardianes que estaban delante de la puerta dieron incluso un respingo cuando escucharon en la celda un estruendo, un chasquido, aullidos y un gañido. Y si los guardianes hubieran tenido la ocasión de haber oído antes en algún momento en su vida a una pantera atrapada en una trampa, jurarían que en la celda había una pantera. Luego les llegó un terrible rugido que parecía igualito, igualito que el de un león herido, algo que al fin y al cabo tampoco habían oído los guardianes nunca y todo lo más lo habían visto en los escudos heráldicos. Se miraron el uno al otro. Agitaron la cabeza. Y luego entraron.

Yennefer estaba sentada en un rincón de la habitación, entre los restos del taburete. Tenía los cabellos revueltos, el vestido y la camisa rasgados de arriba abajo, sus pequeños pechos de niña se alzaban al ritmo de profundas aspiraciones. La sangre le surgía de la nariz, un moratón le crecía deprisa en el rostro, comenzaban a notarse arañazos en el brazo derecho.

Bonhart estaba sentado en otro rincón de la habitación, entre las astillas del taburete, sujetándose la sien con las dos manos. También a él le salía sangre por la nariz, coloreando sus mostachos grises de un profundo color carmín. Tenía el rostro marcado con sangrientos arañazos. Los dedos apenas curados de Yennefer eran una mala arma, pero los brazaletes de dwimerita tenían unos maravillosos bordes afilados. En la mejilla inflamada de Bonhart, alineados perfectamente con el hueso malar, estaban clavados muy profundamente los dos pinchos del tenedor que Yennefer había distraído de la mesa durante la cena.

– Sólo perros chicos, lacero -jadeó la hechicera, mientras intentaba cubrirse los pechos con los restos del vestido-, Y mantente alejado de las perras. Eres demasiado débil para ellas, niñato.

No podía perdonarse a sí misma no haber acertado donde pretendía, en el ojo. Pero en fin, el objetivo se movía y, además, nadie es perfecto.

Bonhart, aullando, se levantó, se arrancó el tenedor, gritó y se tambaleó de dolor. Lanzaba terribles improperios.

Mientras tanto, dos guardias más habían entrado en la celda.

– ¡Eh, vosotros! -gritó Bonhart, limpiándose la sangre del rostro-. ¡Todos aquí! ¡Tirarme a esta puta en medio del suelo, abrírmela de pies y manos y sujetarla!

Los guardias se miraron entre ellos. Y luego al techo.

– Más cuenta tiene que os vayáis, señor -dijo uno-. Aquí no habrá abrimientos ni sujetamientos. No entra dentro de nuestras obligaciones.

– Y además -murmuró otro-, no tenemos ganas de acabar como Rience o Schirrú.

*****

Condwiramurs depositó encima del legajo el grabado en el que se veía la celda de una cárcel. En la celda había una mujer, sentada con la cabeza baja, en cadenas, sujeta a una pared de piedra.

– A ella la tenían encerrada -murmuró- y el brujo retozaba en Toussaint con una morena.

– ¿Lo condenas? -le preguntó, brusca, Nimue-. ¿Sin saber prácticamente nada?

– No. No lo condeno, pero…

– No hay pero que valga. Calla la boca, por favor.

Estuvieron sentadas durante algún tiempo en silencio, repasando cartones de grabados y acuarelas.

– Todas las versiones de la leyenda -Condwiramurs señaló a uno de los grabados-, como el lugar donde se termina, donde tiene lugar el desenlace, la lucha final del bien contra el mal, el mismísimo Armagedón, mencionan el castillo de Rhys-Rhun. Todas las versiones. Excepto una.

– Excepto una. -Nimue asintió-. Excepto una versión anónima, poco conocida, a la que se llama el Libro Negro de Ellander.

– El Libro Negro afirma que el final de la leyenda tuvo lugar en la ciudadela de Stygga.

– Cierto. Y el Libro de Ellander describe también otros aspectos canónicos de la leyenda de forma bastante diferente del canon.

– Me gustaría saber -Condwiramurs alzó la cabeza- cuál de estos castillos está representado en las ilustraciones. ¿Cuál de ellos fue tejido en tu gobelino? ¿Qué imagen es la verdadera?

– Eso no lo sabremos nunca. El castillo que vio el final de la leyenda no existe. Resultó destruido, no quedó ni rastro de él, en lo que están de acuerdo todas las versiones, incluida la del Libro de Ellander. Ninguna de las localizaciones propuestas es convincente. No sabemos y no sabremos qué aspecto tenía el castillo ni dónde estaba.

– Pero la verdad…

– Para la verdad -Nimue la interrumpió con brusquedad- precisamente esto carece de importancia. No te olvides de que no sabemos qué aspecto tenía de verdad Ciri. Pero aquí, oh, en este cartón dibujado por Wilma Wessela, en esta violenta plática con el elfo Avallac'h teniendo como fondo las macabras estatuas de niños, al fin y al cabo se trata de ella. De Ciri. De ello no cabe duda alguna.

– Pero -Condwiramurs, desafiante, no se resignaba- tu gobelino…

– Muestra el castillo en el que se desarrolla el final de la leyenda.

Guardaron silencio largo rato. Los grabados susurraban al ser pasados.

– No me gusta -habló Condwiramurs- la versión de la leyenda del Libro Negro. Es tan… tan…

– Espantosamente realista -terminó Nimue, agitando la cabeza.

*****

Condwiramurs bostezó, cerró Medio siglo de poesía, en edición anotada y provista de un prólogo del profesor Everett Denhoff Júnior. Arregló el almohadón, cambiando de la posición de lectura a la de descanso. Bostezó, se estiró y apagó la lámpara. La habitación se hundió en las tinieblas, quebradas tan sólo por finas agujas de luz lunar que se filtraban a través de las rendijas de las cortinas. ¿Qué elegir para esta noche?, pensó la adepta, retorciéndose entre las sábanas. ¿Probar al azar? ¿O anclar?

Al cabo de un instante se decidió por lo segundo.

Había un sueño confuso y repetido que no se dejaba soñar hasta el final, se esfumaba, desaparecía entre otros sueños como el hilo de una trama desaparece y se pierde entre la tela coloreada de un diseño. Un sueño que se escapaba de su memoria y pese a ello seguía obstinadamente allí.

Se quedó dormida al instante, el sueño fluyó en ella al momento. Nada más cerrar los ojos.