– ¡Fuera, cada uno a su casa, gentuza! -gritó, fustigando a la turba con su látigo de fuego-. ¡Largo! |Os voy a marcar a fuego, como ganado!
– ¡No es más que una maga, vecinos! -dijo una voz sonora y metálica entre la multitud-. ¡Una maldita hechicera élfica!
– ¡Está sola! ¡La otra ha huido! ¡Eh, chavales, traednos piedras!
– ¡Muerte a los no humanos! ¡Que se preparen las hechiceras!
– ¡A la horca con ella!
La primera piedra le pasó silbando cerca de un oído. La segunda la golpeó en un hombro, y la hizo tambalearse. La tercera le acertó de lleno en la cara. Primero le estalló un dolor ardiente en los ojos, después todo quedó envuelto en terciopelo negro.
Volvió en sí, gimió dolorida. Los dos antebrazos y las muñecas le dolían a rabiar. Se los tanteó maquinalmente, notó que tenía varias capas de vendaje. Volvió a gemir, sorda, desesperadamente. Lamentando no estar en un sueño. Y lamentando no haberlo conseguido.
– No lo has conseguido -dijo Tissaia de Vries, sentada al lado de la cama.
Yennefer tenía mucha sed. Deseaba que, al menos, alguien le humedeciera los labios, recubiertos de una película pegajosa. Pero no lo pidió. Su orgullo se lo impedía.
– No lo has conseguido -repitió Tissaia de Vries-. Pero no porque no lo hayas intentado. Has cortado bien y a fondo. Por eso estoy ahora aquí contigo. Si se hubiera tratado de un simple numerito, si hubiera sido una estúpida exhibición, poco seria, no sentiría más que desprecio por ti. Pero tú has cortado a fondo. A conciencia.
Yennefer miraba atontada al techo.
– Me ocuparé de ti, muchacha. Puede que valga la pena. Pero habrá que trabajar contigo, uy, vaya que sí. No sólo voy a tener que enderezarte la columna y los omóplatos, sino que también tendré que tratarte esas manos. Al cortarte las venas, te has seccionado los tendones. Y las manos de una hechicera son un instrumento muy importante, Yennefer.
Humedad en los labios. Agua.
– Vivirás. -La voz de Tissaia era rotunda, seria, severa incluso-. Todavía no ha llegado tu hora. Cuando llegue, te acordarás de este día.
Yennefer sorbió ansiosamente la humedad del palito envuelto en un vendaje húmedo.
– Me ocuparé de ti -repitió Tissaia de Vries, rozándole el cabello delicadamente-. Y ahora… estamos aquí solas. Sin testigos. Nadie nos mira, y yo no le voy a decir nada a nadie. Llora, muchacha. Desahógate. Llora por última vez. A partir de ahora no se te va a permitirá llorar. No hay imagendeplorable que la de una hechicera llorando.
Volvió en sí, carraspeó, escupió sangre. Alguien la había llevado a rastras. Había sido Triss, la reconoció por su perfume. Cerca de ellas, en el empedrado, resonaron unos cascos herrados, vibró el griterío. Yennefer vio a un jinete con armadura, con un campo blanco con chevrón rojo, que desde la altura de su silla fustigaba a la multitud con un vergajo. Las piedras que le arrojaba la chusma rebotaban impotentes en su armadura y en su visera. El caballo relinchaba, perdía el control, coceaba.
Yennefer tenía la impresión de que, en lugar de labio superior, tenía una gran patata. Como mínimo uno de los dientes anteriores estaba roto o mellado, tenía un corte doloroso en la lengua.
– Triss… -balbuceó-. ¡Hay que salir de aquí! ¡Telepórtanos!
– No, Yennefer. -Triss hablaba con voz muy tranquila. Y muy fría.
– Nos van a matar…
– No, Yennefer. Yo no huyo. No me voy a esconder bajo las sayas de la logia. Y no me preocupa desmayarme de miedo, como en Sodden. Lo superaré. ¡Ya lo he superado!
Cerca de la entrada del callejón, en un saliente de los muros recubiertos de musgo, se había formado un gran montón de estiércol, detritos y basura. Era un montón colosal. Una verdadera montaña, podría decirse.
La muchedumbre había conseguido finalmente rodear e inmovilizar al caballero y a su caballo. Lo derribaron con un estruendo aterrador, y la chusma se le echó encima cual nube de piojos, cubriéndole como una capa viva.
Triss, tirando de Yennefer, se subió sobre el montón de desperdicios, alzó las manos. Pronunció un conjuro, gritando con auténtica rabia. Fue un grito tan penetrante que la muchedumbre se calló por un brevísimo instante.
– Nos van a matar. -Yennefer escupió sangre-. Como dos y dos son cuatro…
– Ayúdame. -Por un momento Triss interrumpió el encantamiento-. Ayúdame, Yennefer. Vamos a lanzarles el Rayo de Alzur…
Y mataremos a unos cinco, pensó Yennefer. Y después los demás nos harán picadillo. Pero está bien, Triss, como quieras. Si tú no huyes, tampoco me vas a ver a mí huyendo.
Se unió al encantamiento. Gritaban a dúo.
Por un instante, la multitud se quedó embobada mirándolas, pero enseguida reaccionó. Las piedras volvieron a silbar cerca de las hechiceras. Una lanza pasó rozándole una sien a Triss. Ni se inmutó.
Esto no funciona, pensaba Yennefer, nuestra magia no da resultado. No es posible escandir algo tan complicado como el Rayo de Alzui.Según se asegura, Alzur tenia una voz como una campana y una dicción propia de un orador. Y nosotras estamos desafinando y balbuceamos, no atinamos ni con la música ni con la letra…
Ya estaba dispuesta a interrumpir el canto, reservando las pocas fuerzas que le quedaban para otro conjuro capaz de teleportarlas a las dos o de agasajar a la chusma hostil con algo desagradable, aunque no durara más que una décima de segundo. Pero no hizo falta.
De repente el cielo se oscureció, unos nubarrones negros se arremolinaron sobre la ciudad. Se extendió una sombra diabólica. Y se levantó un viento helado.
– Uy -exclamó Yennefer-. Parece que hemos liado una buena.
– La devastadora Granizada de Merigold -repitió Nimue-. En rigor, este nombre se usa de forma ilegal, el encantamiento nunca fue registrado, porque nadie fue capaz de reproducirlo después de Triss Merigold. Por razones bien prosaicas. En aquel momento, Triss tenía la boca dolorida y no podía hablar con claridad. Algunos malpensados aseguran, en cambio, que el miedo le había trabado la lengua.
– A ese respecto -Condwiramurs frunció los labios-, es difícil saber quién tiene razón, no faltan ejemplos de coraje y valor de la venerable Triss, algunas crónicas la llaman incluso la Intrépida. Pero yo quería plantear otra cuestión. Una de las versiones de la leyenda afirma que Triss no estaba sola en el monte de Rivia. Que Yennefer estaba con ella.
Nimue observaba la acuarela que representaba una montaña negra, escarpada, afilada como un cuchillo, sobre el fondo de unas nubes azuladas, entre dos luces. Sobre la cumbre de la montaña se veía la esbelta figura de una mujer con las manos extendidas y el pelo alborotado.
A través de la niebla que cubría la superficie de las aguas les llegaba el golpeteo rítmico de los remos de la barca del Rey Pescador.
– Si hubo allí alguna otra persona, aparte de Triss -dijo la Dama del Lago-, no fue inmortalizada por el artista.
– Caray, la que se ha liado -insistió Yennefer-. ¡Fíjate, Triss!
Los nubarrones negros que se cernían sobre Rivia descargaron en unos segundos una tremenda granizada, unas bolas de hielo facetadas, del tamaño de huevos de gallina. Caían con tal intensidad que en un instante toda la plazoleta se cubrió con una gruesa capa de granizo. La muchedumbre se agitaba, la gente caía al suelo intentando protegerse la cabeza, todo el mundo se empujaba, daba vueltas, irrumpía como podían en soportales y zaguanes, se pegaba a las paredes. No todos lo conseguían. Algunos se quedaron a la intemperie, tendidos como pescados entre el hielo, que se iba tiñendo de sangre. El pedrisco era tan copioso que sacudía y amenazaba con reventar el escudo mágico que Yennefer, en el último instante, había podido formar sobre sus cabezas. Ya no intentó siquiera nuevos sortilegios. Sabía que lo que habían hecho no se podía detener, que por casualidad habían desencadenado un elemento que tenía que desfogarse, que habían desatado una fuerza que aún tenía que alcanzar su punto culminante. Y que no tardaría en alcanzarlo. Con eso contaba ella, al menos.