Relampagueó, súbitamente estalló un trueno prolongado, seguido de un chasquido. Hasta la tierra se estremeció. El granizo golpeaba los tejados y el empedrado, volaban por todas partes los fragmentos de los granos rebotados.
El cielo empezaba a aclararse. El sol brilló, atravesando las nubes, un rayo de luz azotó la ciudad como un zurriago. Algo salió de la garganta de Triss, algo entre un gemido y un sollozo. Seguía granizando, machacando, cubriendo la plazoleta de una capa cada vez más espesa de bolitas de hielo que brillaban como diamantes. Pero la granizada ya iba a menos, Yennefer podía darse cuenta por el cambio en el traqueteo en el escudo mágico. Y después dejó de granizar. De repente. Como si lo hubieran cortado con un cuchillo. Gente armada irrumpió en la plaza, unos cascos herrados trituraban el hielo. La plebe echó a correr, vociferando, azuzada por las fustas, vapuleada por las astas de las lanzas y las hojas planas de las espadas.
– Bravo, Triss -dijo Yennefer con la voz ronca-. No sé lo que habrá sido… pero te ha salido de maravilla.
– Había algo que defender -respondió, con idéntica voz, Triss Merigold. La heroína de la montaña.
– Siempre hay algo. Corramos, Triss. Puede que aún no sea el final.
Aquello fue el final. El granizo que las hechiceras habían lanzado sobre la ciudad había enfriado las cabezas calientes. De tal modo que el ejército se atrevió a intervenir y a poner orden. Hasta entonces los soldados habían tenido miedo. Sabían lo que les amenazaba en caso de un ataque a la turba enfebrecida, a la masa sedienta de muerte, que no teme nada y ante nada retrocede. Sin embargo, la explosión de los elementos redujo a la cruel bestia de muchas cabezas y la carga del ejército hizo el resto.
El granizo produjo una terrible catástrofe en la ciudad. Y así, hombre que hacía un momento había matado a una enana con ayudade un gancho y hahia destrozado la cabeza de su hijo contra un muro, sollozaba ahora, lloraba ahora, sorbía ahora mocos y lágrimas contemplando lo que había quedado del tejado de su casa.
En Rivia reinaba la calma. Si no hubiera sido por cerca de doscientos cadáveres masacrados y algunas casas quemadas, se podría haber pensado que no había pasado nada. En el barrio de Los Olmos, junto al Loe Eskalott, sobre el que el cielo ardía con un hermoso arco iris, los sauces llorones se reflejaban maravillosos sobre el claro espejo de las aguas, los pájaros volvieron a cantar, olía a yerba mojada. Todo tenía un aspecto idílico.
Incluso el brujo que yacía en un charco de sangre sobre el que estaba arrodillada Ciri.
Geralt yacía sin sentido, blanco como la cal. Yacía inmóvil, pero, cuando llegaron junto a él, empezó a toser, entre estertores, a escupir sangre. Empezó a agitarse, a estremecerse con tanta violencia que Ciri no era capaz de sujetarle. Yennefer se arrodilló a su lado. Triss vio cómo le temblaban las manos. De pronto, ella también se encontró muy débil, como una criatura, se le nubló la vista. Alguien la sujetó, evitando que se fuera al suelo. Reconoció a Jaskier.
– No va a funcionar -oyó la voz de Ciri, que irradiaba desesperación-. Tu magia no puede curarle, Yennefer.
– Hemos llegado… -Yennefer apenas podía mover los labios-. Hemos llegado demasiado tarde.
– Tu magia no funciona -insistía Ciri, como si no la hubiera oído-. ¿Para qué sirve entonces toda esa magia vuestra?
Tienes razón, Ciri, pensó Triss, con un nudo en la garganta. Somos capaces de desatar una granizada, pero no somos capaces de ahuyentar a la muerte. Aunque a primera vista esto parezca más sencillo.
– Hemos mandado a buscar a un médico -dijo con la voz ronca un enano que estaba al lado de Jaskier-. Pero no aparece…
– Ya es demasiado tarde para un médico -dijo Triss, sorprendida ella misma de que su voz sonara tan serena-. Está agonizando.
Geralt volvió a agitarse, tosió sangre, se puso muy tenso y se quedó inmóvil. Jaskier, que seguía sujetando a Triss, suspiró desesperado, el enano soltó un juramento. Yennefer empezó a gemir, su rostro se alteró de repente, se contrajo y se afeó.
– No hay nada más lamentable -dijo Ciri con dureza- que ver a una hechicera llorando. Tú misma me lo enseñaste. Pues ahora tú sí que eres lamentable, lamentable de verdad, Yennefer. Tú y tu magia, que no sirve para nada.
Yennefer no replicó. Apenas podía sostener entre ambas manos la cabeza inerte de Geralt, mientras repetía un conjuro con la voz entrecortada. En las manos, en las mejillas y en la frente del brujo bailaban unas chispas azules y crepitaban unas llamas diminutas. Triss sabía cuánta energía requería ese conjuro. También sabía que ese conjuro no iba a servir de ayuda. Estaba más que convencida de que hasta los conjuros de las sanadoras especializadas habrían resultado estériles. Era demasiado tarde. El sortilegio de Yennefer sólo estaba sirviendo para agotarla a ella. Más aún, Triss estaba sorprendida de que la hechicera de negros cabellos pudiera aguantar tanto.
Enseguida dejó de sorprenderse, porque Yennefer se quedó callada a mitad de una fórmula mágica y cayó sobre el empedrado, al lado del brujo.
Uno de los enanos volvió a maldecir. El otro tenía la cabeza gacha. Jaskier, sin dejar de sostener a Triss, se sorbió los mocos.
De pronto, empezó a hacer mucho frío. La superficie del lago comenzó a echar humo como el caldero de una bruja, quedó envuelta en vapor. La neblina crecía muy deprisa, se arremolinaba sobre el agua y alcanzaba en oleadas la tierra, cubriéndolo todo con una leche blanca y espesa, en la que los sonidos se sofocaban y se extinguían, en la que se desvanecían las figuras y se emborronaban las formas.
– Pensar que yo -dijo despacio Ciri, que seguía arrodillada en el suelo cubierto de sangre- renuncié a mi poder. De no haber renunciado entonces, ahora le habría salvado. Le habría podido curar, estoy convencida. Pero renuncié y ahora no puedo hacer nada. Es igual que si yo le hubiera matado.
Primero rompió el silencio un fuerte relincho de Kelpa. Después un grito sofocado de Jaskier.
Todos se quedaron atónitos.
Un unicornio blanco surgió de la niebla, correteando ligero, ágil y silencioso, alzando con donosura su hermosa cabeza. Esto no es que fuera algo extraordinario, todos conocían las leyendas y éstas eran todas parecidas en lo que respecta a que los unicornios corretean ligero, ágiles y silenciosos y a que alzan la cabeza con una donosura sólo de ellos propia. Si había algo extraño, era que el unicornio corría por la superficie del lago y el agua ni siquiera se arrugaba.
Jaskier gimió, esta vez con asombro. Triss sintió cómo la embargaba la emoción. La euforia.
El unicornio golpeó con sus cascos en las piedras del borde. A las crines. Relinchó melódico y agudo.
– Ihuarraquax -dijo Ciri-. Tenía la esperanza de que ibas a venir.
El unicornio se acercó, volvió a relinchar, excavó con su casco, golpeó con fuerza en los adoquines. Bajó la cabeza, el cuerno que surgía de su inclinada frente ardió de pronto con una luz aguda, con un brillo que dispersó la niebla al instante.
Ciri tocó el cuerno.
Triss lanzó un grito sordo al ver cómo los ojos de la muchacha se encendían de pronto con un fuego lechoso, cómo toda ella quedaba rodeada de una aureola de fuego. Ciri no la escuchaba, no escuchaba a nadie. Con una mano seguía sujetando el cuerno del unicornio, la otra la dirigía hacia el brujo inmóvil. De uno de sus dedos fluía una cinta de una claridad centelleante y ardiente como lava.