Yennefer se removió bajo la manta, murmuró algo ininteligible.
Geralt suspiró.
– Hermoso día, Yen.
– ¿Eh? ¿Qué?
– Hermoso día. Un día extraordinariamente hermoso.
Ello lo sorprendió. En vez de maldecir y cubrir su cabeza con la almohada, la hechicera se sentó, se colocó los cabellos con los dedos y comenzó a buscar entre las sábanas su camisón. Geralt sabía que el camisón estaba al otro lado de la cabecera de la cama, donde Yennefer lo había arrojado la noche anterior. Pero no dijo nada. Yennefer no aguantaba tales consejos.
La hechicera maldijo por lo bajini, dio una patada a la manta, alzó la mano y extendió los dedos. El camisón flotó desde detrás de la cabecera directamente hasta la mano expectante, agitando sus volantes como si fuera un fantasma penitente. Geralt suspiró.
Yennefer se levantó, se acercó a él, lo abrazó y le mordió en un hombro. Geralt suspiró. La lista de cosas a las que iba tener que acostumbrarse parecía no tener final.
– ¿Querías decir algo? -le preguntó la hechicera, con los ojos
entrecerrados.
– No.
– Bien. ¿Sabes qué? Es verdad que el día es hermoso. Buen trabajo.
– ¿Trabajo? ¿Qué quieres decir?
Antes de que Yennefer tuviera tiempo de responder escucharon un agudo grito y un penetrante silbido que llegaban desde abajo. Por la orilla del lago, haciendo salpicar el agua, galopaba Ciri sobre una yegua mora. La yegua era de buena raza y extraordinariamente hermosa. Geralt sabía que había pertenecido a cierto medioelfo que había juzgado a la brujilla de cabellos grises por las apariencias y se había equivocado de medio a medio. Ciri le dio a la conquistada yegua el nombre de Kelpa, que en la lengua de los isleños de las Skellige era un malvado y peligroso espíritu marino que a veces tomaba la forma de un caballo. El nombre era ideal para la yegua. No hacía mucho tiempo que cierto mediano que había querido robar a la yegua se había convencido de ello de forma muy dolorosa. El mediano se llamaba Sandy Frogmorton, pero desde entonces todos le llamaban Coliflor.
– Se va a partir el cuello -murmuró Yennefer, mirando cómo Ciri galopaba entre las salpicaduras del agua, inclinada, de pie sobre los estribos-. Algún día esa loca de tu hija se va a partir el cuello.
Geralt volvió la cabeza, sin decir ni palabra miró directamente a los ojos violetas de la hechicera.
– Bueno, vale -sonrió Yennefer sin bajar la vista-. Lo siento. Nuestra hija.
Ella volvió a abrazarlo, apretándose fuertemente contra él, lo besó repetidas veces y le mordió de nuevo. Geralt rozó sus cabellos con los labios y retiró con cuidado el camisón de los hombros de la hechicera.
Y al punto se encontraron otra vez en la cama, sobre las retorcidas sábanas, todavía calientes y oliendo a sueño. Y comenzaron a buscarse de nuevo mutuamente, y se buscaron largo tiempo y con mucha paciencia, y la seguridad de que se encontrarían los embargaba de felicidad y alegría, y la felicidad y la alegría atravesaban todo lo que hacían. Y aunque los dos eran tan diferentes, comprendieron, como siempre, que no eran diferencias de las que separan sino de las que unen y enlazan tan fuertemente como la entalladura labrada con el hacha donde se juntan las vigas de las cuales va naciendo una casa. Y fue como la primera vez, cuando ella lo embriagó con su deslumbrante desnudez y su violento deseo y a ella la embriagó la delicadeza y sensibilidad de él. Y como la primera vez ella quiso decírselo, pero él la detuvo y con un beso y unas caricias privó a sus palabras de todo sentido. Y luego, cuando él quiso decírselo a ella, no pudo alzar la voz y luego la felicidad y el placer cayeron sobre ellos con una fuerza capaz de destruir montañas y hubo algo que fue un grito sin sonido y el mundo dejó de existir, algo terminó y algo comenzó, y algo perduró y hubo silencio, silencio y paz.
Y embriaguez.
Poco a poco el mundo volvió en sí y de nuevo hubo unas sábanas oliendo a sueño y una habitación bañada por el sol y un día. Un día…
– ¿Yen?
– ¿Mhn?
– Cuando dijiste que el día era hermoso añadiste «Buen trabajo». ¿Significa que…?
– Lo significa -confirmó y se estiró, desplegando los brazos y cogiendo la almohada por los bordes, y sus pechos tomaron entonces una forma que hizo que al brujo le recorriera un escalofrío por la parte inferior de la espalda-. Sabes, Geralt, nosotros preparamos este tiempo. Ayer por la tarde. Yo, Nenneke, Triss y Dorregaray. Al fin y al cabo no podía arriesgarme, este día tenía que ser hermoso…
Se detuvo, le dio con la rodilla en el muslo.
– Pues al fin y al cabo éste es el día más importante de tu vida, idiota.
II
Elevado sobre un promontorio en mitad del lago, el castillo de Rozrog estaba pidiendo a gritos unos buenos arreglos, por fuera y por dentro, y ello desde hacía ya mucho tiempo. Hablando sin tapujos, Rozrog era una ruina, un conglomerado de piedras sin forma, cubierto densamente de hiedra, enredaderas y amor de hombre, una ruina que se elevaba entre lagos, barro y pantanos llenos de ranas, tortugas y culebras de agua. Había sido una ruina ya entonces cuando se lo regalaron al rey Herwig. El castillo de Rozrog y los terrenos que lo rodeaban eran por entonces algo así como una concesión de por vida, un regalo de despedida para Herwig, que doce años atrás había abdicado en favor de su sobrino Brennan, desde hacía algún tiempo llamado El Bueno.
Geralt había conocido al antiguo rey a través de Jaskier. El trovador había estado en Rozrog a menudo porque Herwig era un anfitrión amable y agradable para sus invitados. Precisamente había sido Jaskier quien se había acordado de Herwig y su castillejo cuando Yennefer rechazó por imposibles todos los lugares de la lista que el brujo había preparado. Extrañamente, la hechicera aceptó la propuesta de Rozrog de inmediato y sin fruncir la nariz.
Así que la boda de Geralt y Yennefer había de celebrarse en el castillo de Rozrog.
III
En principio, la boda tenía que ser tranquila y sin formalidades, pero con el paso del tiempo resultó que, por razones diversas, esto era imposible.
Así que era necesario alguien con talento para organizar.
Yennefer, por supuesto, se negó, no estaba bien encargarse de organizar la propia boda. Geralt y Ciri, por no mencionar a Jaskier, carecían de talento alguno para ello. Así que le confiaron el asunto a Nenneke, la sacerdotisa de la diosa Melitele de Ellander. Nenneke llegó de inmediato y, junto con ella, dos sacerdotisas más jóvenes, Iola y Eurneid. Y comenzaron los problemas.
IV
– No, Geralt. -Nenneke estaba enfadada y daba golpecitos con un pie-. No acepto ninguna responsabilidad ni por la ceremonia ni por el banquete. Este desastre al que a algún idiota se le ocurrió llamar castillo no sirve para nada. La cocina está destrozada, la sala de baile no sirve más que para establo y la capilla… no es capilla alguna. ¿Puedes decirme a qué dios adora ese cojo de Herwig?
– Por lo que sé, a ninguno. Afirma que la religión es la mandrágora del pueblo.
– Estaba segura -dijo la sacerdotisa, sin ocultar su desprecio-. En la capilla no hay ni una estatua, no hay nada de nada, si no contamos a los ratones de campo. ¡Y encima este maldito páramo! Geralt, ¿por qué no queréis casaros en Vengerberg, en una tierra civilizada?
– Sabes de sobra que Yennefer es una cuarterona y en esas tus civilizadas tierras no se permiten matrimonios mixtos.
– ¡Por la gran Melitele! ¿Qué significa una cuarta de sangre élfica? ¡Pero si casi todo el mundo tiene algo de mezcla de sangre del Antiguo Pueblo! ¡Eso no es más que un prejuicio idiota!
– No he sido yo quien lo ha inventado.
V
La lista de invitados -no excesivamente larga- la confeccionaron los futuros esposos conjuntamente y de invitar a la gente tenía que encargarse Jaskier. Al poco resultó que el trovador perdió la lista, y eso aun antes de que tuviera tiempo todavía de leerla.