– Su señoría -le corrigió, acercándose, un personaje metido en carnes con apariencia de confitero-. Perdonad, señor, que os corrija, pero en estas circunstancias debo hacerlo. Aquí en Toussaint respetamos sobremanera la tradición y el protocolo. Soy Sebastian le Goff, chambelán y mariscal del palacio.
– Encantado.
– El título oficial y protocolario de doña Anna Henrietta -el chambelán no sólo tenía aspecto de confitero, sino que hasta olía a azúcar garrapiñado- es «excelentísima señora», extraoficialmente «su señoría». Familiarmente, fuera de la corte, «señora condesa». Pero para dirigirse a ella siempre hay que hacerlo por «señoría».
– Gracias, lo recordaré. ¿Y a la otra dama? ¿Cuál es su título?
– Su título oficial es: «venerable» -le instruyó serio el chambelán-. Pero está permitido dirigirse a ella como «señora». Se trata de una pariente de la condesa, llamada Fringilla Vigo. De acuerdo con la voluntad de su señoría, será precisamente a doña Fringilla a quien habréis de servir durante la Cuba.
– ¿Y en qué consiste ese servicio?
– Nada complicado. Al punto os lo aclararé. Veréis, nosotros desde hace años usamos prensas mecánicas, mas la tradición…
El patio retumbaba con el estruendo y el frenético pitido de las chirimías, la loca música de las flautas, el maniaco ritmo de las panderetas. Alrededor de una cuba instalada en una tarima danzaban y brincaban saltimbanquis y acróbatas vestidos con guirnaldas. El patio y las galerías estaban por completo cubiertos de gente: caballeros, damas, cortesanos, burgueses ricamente vestidos.
El chambelán Sebastian le Goff alzó un bastón cubierto de sarmientos, tocó con él tres veces en el pedestal.
– ¡Eh, eh! -gritó-. ¡Nobles señoras, señores y caballeros!
– ¡Eh, eh! -respondió la masa.
– ¡Eh, eh! ¡Ésta es la antigua costumbre! ¡Que se regale la uva de la viña! ¡Eh, eh! ¡Que madure al sol!
– ¡Eh, eh! ¡Que madure!
– ¡Eh, eh! ¡Que el mosto fermente! ¡Que tome fuerza y sabor en los barriles! ¡Que fluya sabroso a las copas y se suba a las cabezas para honra de su señoría, hermosas damas, nobles caballeros y obreros de los viñedos!
– ¡Eh, eh! ¡Que fermente!
– ¡Que salgan las Bellezas!
Dos mujeres surgieron de unas tiendas de campaña damasquinadas al lado contrario del patio: la condesa Anna Henrietta y su compañera morena. Ambas estaban completamente envueltas en una capa escarlata.
– ¡Eh, eh! -El chambelán golpeó con el palo-. ¡Que salgan los Jóvenes!
Los «Jóvenes» ya habían sido informados y sabían lo que tenían que hacer. Jaskier se acercó a la condesa, Geralt a la morena. La cual, como ya sabía, era la venerable Fringilla Vigo.
Ambas mujeres dejaron caer a la vez las capas y la multitud lanzó roncos gritos de júbilo. Geralt tragó saliva.
Las mujeres portaban unas camisas blancas con mangas, delgadas como telas de araña, que no alcanzaban siquiera hasta el muslo. Y unas bragas muy ajustadas con volantes. Y nada más. Ni siquiera joyas. Y además iban descalzas. Geralt tomó a Fringilla de la mano, y ella le abrazó por el cuello de buena gana. Olía de una forma imperceptible a ámbar y a rosas. Y a feminidad. Emanaba calor y el calor aquél lo atravesaba como flechas. Sus carnes eran mórbidas y la morbidez le quemaba y hería en los dedos.
Las acercaron a las cubas, Geralt a Fringilla, Jaskier a la condesa, las ayudaron a subir ellas, ovales y rezumantes de mosto de uva. La multitud aulló.
– ¡Eh, eh!
La condesa y Fringilla se pusieron la una a la otra las manos sobre los hombros, gracias al mutuo apoyo mantuvieron más fácilmente el equilibrio sobre los granos en los que se hundieron casi hasta la rodilla. El mosto salpicó y se esparció alrededor. Las mujeres, girando, pisaron los racimos de uvas, regocijándose como adolescentes. Fringilla, completamente fuera de protocolo, le guiñó un ojo al brujo.
– ¡Eh, eh! -gritó la multitud-. ¡Que fermente!
Los granos aplastados salpicaban zumo, el turbio mosto borboteaba y espumeaba alrededor de las piernas de las pisadoras.
El chambelán golpeó con el palo en la superficie de la tarima. Geralt y Jaskier se acercaron, ayudaron a las mujeres a salir de la cuba. Geralt vio cómo Anarietta, cuando Jaskier la tomó de la mano, le mordisqueó en la oreja mientras que los ojos le brillaban peligrosamente. A él mismo le parecía que los labios de Fringilla le habían acariciado la mejilla, pero no apostaría la cabeza a si había sido a conciencia o por casualidad. El mosto del vino olía con fuerza, golpeaba en la cabeza.
Dejó a Fringilla sobre la tarima, la envolvió en la capa escarlata. Fringilla apretó su mano impetuosa y con fuerza.
– Estas tradiciones antiguas -dijo ella- pueden ser muy excitantes, ¿verdad?
– Verdad.
– Gracias, brujo.
– Ha sido un placer.
– Te aseguro que para mí también.
– Echa, Reynart.
En la mesa vecina se realizaba otra predicción invernal que radicaba en arrojar la piel de una manzana pelada en una larga espiral y en adivinar la inicial del nombre del próximo amante por la forma en que se colocaba la piel. La piel se colocaba en S cada vez. Pese a ello, las risas no tenían fin.
El caballero echó vino.
– Milva, resultó -habló el brujo, pensativo-, estaba sana aunque seguía con el vendaje en las costillas. Estaba sin embargo sentada en la habitación y rechazaba toda visita, sin querer ponerse ni por todo el oro del mundo el vestido que le habían traído. Daba la sensación de que iba a estallar un conflicto de protocolo, pero la situación la serenó el omnisciente Regis. Citando un centenar de precedentes, obligó al chambelán a que le llevaran a la arquera un traje masculino. Angouléme, para variar con alegría, se libró de los pantalones, las botas de jinete y del peal. El vestido, el jabón y el peine hicieron de ella una muchacha bastante guapa. A todos nosotros, para qué hablar, nos compuso el humor el baño y la ropa limpia. Hasta a mí. Todos fuimos a la audiencia con buen ánimo…
– Espera un momento -le ordenó Reynart con un movimiento de cabeza-. Los negocios se dirigen hacia nosotros. ¡Vaya, vaya, y no sólo uno, sino dos viñadores! Malatesta, nuestro cliente, lleva a un compadre… Y competidor. ¡Más raro que un perro a cuadros!
– ¿Quién es el otro?
– El viñador Pomerol. Precisamente estamos bebiendo su vino, Cóte-de-Blessure.
Malatesta, el apoderado de los viñedos de Vermentino, los vio, saludó con la mano, se acercó, conduciendo a su camarada, un individuo de mostachos negros y abundante barba negra, más ajustada para un ladrón que para un empleado.
– Si los señores me permiten. -Malatesta presentó al barbudo-. Don Alcides Fierabrás, apoderado de los vinos de Pomerol.
– Sentaos.
– Sólo un ratito. Con el señor brujo por lo de la bestia de nuestras bodegas. Puesto que vuesas mercedes están aquí, asumo que el bicho ya está muerto.
– Y bien muerto.
– La suma acordada -aseguró Malatesta- será transferida a vuestra cuenta en el banco de los Cianfanelli a más tardar pasao mañana. Oh, muchas gracias, señor brujo. Gracias mil. Unas tamañas bodegas, digo, presiosas, con sus boveditas, orientás al cierzo, ni demasiado secas ni demasiado húmedas, justitas, justitas para el vino, y a causa de este piojoso moustruo no se podían ni usar. Vos mismo lo visteis, tuve que mandar cerrar toda aquella parte del sótano, mas la bestia se supo cruzar… Lagarto, lagarto, a saber de dónde salió… Del mismo infierno…
– Las cavernas excavadas en tobas volcánicas siempre abundan en monstruos -les instruyó Reynart de Bois-Fresnes con gesto sabihondo. Compadreaba al brujo desde hacía un mes y, como sabía escuchar, había aprendido ya mucho-. Está claro, no más que toba, y allá que te va el monstruo.