La muchacha advirtió su mirada, entornó los ojos y arrugó la nariz.
– ¡Una cicatriz, sí! -dijo, con su acento sorprendente-. ¿Por qué tienes esa cara de susto? ¿Tan rara cosa es una cicatriz para un caballero? ¿O acaso es tan fea?
Él, despacio, con las dos manos, se bajó la capucha de la cota de malla, se pasó la mano por los cabellos.
– Ciertamente no es rara cosa para un caballero -dijo, no sin orgullo juvenil, mostrando su propia sutura, apenas cicatrizada, que le corría desde la sien hasta la mandíbula-. Y más feas son las cicatrices en el honor. Soy Galahad, hijo de Lanzarote du Lac y Elaine, hija del rey Pelles, señor de Caer Benic. Esta herida me la causó Breunis el Cruel, un indigno opresor de damas, pese a que le venciera yo en justo desafío. Ciertamente, honrado estoy de tomar de vuestras manos esta espada, oh Dama del Lago…
– ¿Cómo?
– La espada. Estoy dispuesto a aceptarla.
– Es mi espada. No le permito a nadie tocarla.
– Pero…
– ¿Pero qué?
– La Dama del Lago siempre… siempre surge de las aguas y otorga una espada. Ella guardó silencio durante un rato.
– Entiendo -dijo por fin-. En fin, donde fueres… Lo siento, Galahad o como te llames, pero por lo visto no has dado con la Dama que hacía falta. Yo no otorgo nada. Ni me dejo que me quiten. Que quede todo claro.
– Pero -se atrevió a decir-, ¿procedéis de Faérie, señora, o no?
– Procedo -dijo al cabo, y sus ojos verdes, daba la sensación, estaban fijos en el abismo del tiempo y el espacio-. Procedo de Rivia, de una ciudad con el mismo nombre. Junto al lago Loe Eskalott. Llegué aquí en una barca. Había niebla. No veía las orillas. Sólo escuché el relincho de Kelpa… mi yegua, que me había seguido los pasos. Extendió la camisa mojada sobre una roca. Y el caballero dio de nuevo un respingo. La camisa había sido lavada, pero no muy a conciencia. Todavía se podían ver rastros de sangre.
– Me trajo hasta aquí la corriente del río -continuó la muchacha, sin ver que él se había dado cuenta o bien fingiendo no ver-. La corriente del río y la magia del unicornio… ¿Cómo se llama este lago?
– No lo sé -reconoció-. Hay tantos lagos en Gwynedd…
– ¿En Gwynedd?
– Pues claro. Aquellos montes son Y Wyddfa. Dejándolos a mano izquierda y cabalgando por los bosques, al cabo de dos días se llega a Dinas Dinlleu y más allá a Caer Dathal. Y el río… El río más cercano…
– No importa cómo se llame el río más cercano. ¿Tienes algo de comer, Galahad? Es que, sencillamente, estoy que me muero de hambre. ¿Por qué me miras así? ¿Temes que desaparezca? ¿Que vuele por los aires junto con tus bizcochos y tu salchicha de ternera? No tengas miedo. He montado unos buenos líos en mi propio mundo y he andado revolviendo el destino, así que es mejor que no me deje ver por allí por el momento. Así que andaré por tu mundo algún tiempo. En un mundo en el que en vano se busca el Dragón o los Siete Cabritillos por las noches. En el que ahora estamos en la segunda luna llena después de Belleteyn y Belleteyn se pronuncia Beltane. ¿Por qué me miras así, te digo?
– No sabía que las hadas comieran.
– Las hadas, las hechiceras y las elfas. Todas comen. Beben. Y demás.
– ¿Cómo?
– No importa.
Cuanto más la observaba, más iba perdiendo el aura mágica y se iba haciendo más humana y normal, vulgar incluso. Sin embargo, sabía que no era así, que no podía ser así. No se encuentra uno a muchachas vulgares en las faldas de Y Wyddfa, en las cercanías de Cwm Pwcca, bañándose desnudas en los lagos de montaña y lavándose camisas ensangrentadas. Daba igual el aspecto que tuviera aquella muchacha, en ningún caso podía ser una criatura terrenal. Pese a saber eso, Galahad podía ya mirar tranquilamente y sin temor supersticioso sus cabellos de ratón que, para su asombro, ahora que estaban secos, brillaban atravesados por vetas de un gris entre plateado y blanquecino. Podía ya mirar sus manos delgadas, su pequeña nariz y sus pálidos labios, su traje de hombre, de corte un tanto extraño, confeccionado de una tela delicada de nudo extraordinariamente denso. Y su espada, de extraña factura y ornamentación, pero que no parecía sólo un adorno para los desfiles. Y sus pies desnudos, cubiertos de arena seca de la playa.
– Para que quede claro -habló ella, limpiándose un pie con el otro-, yo no soy una elfa. Hechicera, es decir hada, sí que soy, aunque… más bien atípica. Eh, creo que no lo soy siquiera.
– Pues lo siento, de verdad.
– ¿Qué es lo que sientes?
– Dicen… -Se ruborizó y tartamudeó-. Dicen que las hadas, cuando se encuentran por casualidad con los jóvenes, los llevan consigo a Elfland y allí… Bajo los arbustos del bosque, sobre un lecho de musgo, les muestran…
– Entiendo. -Ella le lanzó una corta mirada, tras la que dio un fuerte mordisco a su salchicha-. En lo que se refiere al País de los Elfos -dijo, tragando-, hace algún tiempo que salí huyendo de allí y no tengo prisa alguna en volver. En lo tocante al lecho de musgo… Cierto, Galahad, no has dado con la Dama que hacía falta. Pese a ello, agradezco los buenos deseos.
– ¡Señora! No quería faltaros…
– No te excuses.
– Y todo porque -balbuceó- sois tan hermosa.
– Te doy las gracias de nuevo. Pero esto no cambia nada.
Guardaron silencio durante un rato. Hacía calor. El sol en su cénit calentaba las piedras agradablemente. Un leve golpe de viento, arrugó la superficie del lago.
– ¿Qué significa…? -habló de pronto Galahad con voz exaltada-. ¿Qué significa un paje con una lanza de la que mana sangre? ¿Qué significa y por qué sufre el rey tullido? ¿Qué significa una dama de blanco que lleva el graal, una copa de plata?
– Y aparte de eso -le interrumpió ella-, ¿te va todo bien?
– No hago más que preguntar.
– Y yo no entiendo tus preguntas. ¿Es alguna contraseña? ¿Una señal por la que se reconocen los que están en el secreto? Ten la merced de explicarlo.
– No soy capaz de hacerlo mejor.
– Entonces, ¿por qué preguntas?
– Porque… -habló desconcertado-. Bueno, por decirlo en pocas palabras… Uno de los nuestros no preguntó cuando tuvo ocasión. Se le comió la lengua el gato, o le dio vergüenza… No preguntó y por esa razón sucedieron muchas desgracias. Así que ahora preguntamos siempre. Por si acaso.
– ¿Hay hechiceros en este mundo? Sabes, de ésos que tratan en magias. Magos. Taumaturgos.
– Merlín. Y Morgana. Mas Morgana es mala.
– ¿Y Merlín?
– A medias.
– ¿Sabes dónde lo puedo encontrar?
– ¡Por supuesto? En Camelot. En la corte del rey Arturo. Precisamente allí me dirijo.
– ¿Lejos?
– De aquí a Powys, al río Hafren, luego siguiendo el Hafren hasta Glevum, junto al mar de Sabrina y desde allí ya está cerca el País del Verano. En total, como unos diez días de camino…
– Demasiado lejos.
– Se puede acortar un poco el camino -tartamudeó- yendo a través de Cwm Pwcca. Pero es un valle maldito. Es horrible. Allí viven los Y Dynan Bach Tég, unos enanos malvados…
– ¿Y es que tú llevas la espada para los desfiles?
– ¿Y qué puede hacer la espada contra la magia?
– Puede, puede, no tengas miedo. Yo soy una bruja. ¿Has oído hablar de ello alguna vez? Eh, por supuesto que no lo has oído. Y a mí no me amedrentan esos tus enanos. Tengo bastantes amigos entre los menudos.
Seguro, pensó.
– ¿Dama del Lago?
– Me llamo Ciri. No me llames Dama del Lago. Me trae recuerdos desagradables, penosos, nefastos. Así me llamaban ellos, en el País… ¿Cómo has llamado a ese país?
– Faérie. O, como dicen los druidas: Annwn. Y los sajones lo llaman Elfland.