– Comprendido.
– Estupendo. Ah, señor conde…
– ¿Cómo? -se asombró el vampiro, que acababa de alejarse del tapiz que mostraba una escena de lucha de gigantes con cíclopes.
– Nada, nada -sonrió Geralt-, sólo conversábamos.
– Ajá. -Regis afirmó con la cabeza-. No sé si lo habéis advertido… Pero aquel cíclope, en el gobelino, oh, ése, el de la porra… Mirad los dedos de su pie. Él, atrevámonos a decirlo, tiene dos pies izquierdos.
– Ciertamente -confirmó el chambelán Le Goff sin una pizca de asombro-. Hay más de los tales gobelinos en Beauclair. El maestro que lo tejió era un verdadero maestro. Pero bebía muchísimo. Como artista que era.
– Ya es hora -dijo el brujo, evitando la mirada de las muchachas excitadas por el vino y que le atisbában a hurtadillas desde la mesa donde se entretenían con las profecías-. Vayámonos, Reynart. Paguemos, subamos a los caballos y vayamos a Beauclair.
– Sé adonde te corre tanta prisa. -El caballero enseñó sus dientes-. No tengas miedo, la de los ojos verdes te está esperando. Apenas es medianoche. Cuéntame del banquete.
– Te lo cuento y nos vamos.
– Nos vamos.
La vista de lo que estaba colocado en una gigantesca mesa en forma de herradura recordaba explícitamente que el otoño ya estaba pasando y que se iba hacia el invierno. Entre las viandas que se apilaban en fuentes y bandejas dominaba la caza en todas sus versiones y formas posibles. Había allí grandes cuartos de jabalí, muslos y solomillos de ciervo, diversos tipos de foie gras, gelatinas y rosadas lonjas de carne, todo con otoñal guarnición de setas, arándanos, mermelada de ciruelas y salsa de escaramujo. Había aves de otoño, ave lira, urogallo, pavo real, servidas con decoración de plumas y colas, había gallina pintada al horno, codornices y perdices, cercetas, chochas, gangas y tordos. Había allí también verdaderas delicatessen, como zorzales asados en una pieza, sin destriparlos, puesto que las bayas de enebro de las que están llenas las entrañas de estos pequeños pájaros obran de especia natural. Había allí también truchas asalmonadas de los lagos montaraces, había sandías, había hígados de Iotas y lucios. Un acento verde lo ponían las collejas, un tipo de lechuga del otoño tardío que, si surgía tal necesidad, era posible hasta rebuscar bajo la nieve.
El muérdago sustituía a las flores.
En mitad de la parte superior de la herradura de la mesa de honor a la que se sentaban la condesa Anarietta y los invitados más importantes, sobre una gran bandeja de plata colocaron la decoración de la velada. Entre trufas, flores hechas de zanahoria, limones partidos por la mitad y corazones de alcachofa descansaba un enorme esturión y sobre su lomo había una garza que se sostenía sobre un solo pie y asada de una pieza que sujetaba en su pico alzado un anillo de oro.
– Juro por esta garza -gritó, levantándose y alzando la copa, Peyrac-Peyran, el caballero de la cabeza de toro en el escudo, bien conocido del brujo-. ¡Por esta garza juro defender el honor y el orgullo caballerescos y doy mi palabra y prometo que nunca, pero nunca, le dejaré el campo a nadie!
El juramento fue gratificado con una ronca ovación. Y luego se liaron con la comida.
– ¡Juro por esta garza! -gritó otro caballero con unos agresivos bigotes retorcidos hacia arriba como una escoba-. ¡Juro defender hasta la última gota de sangre en mis venas las fronteras de su señoría Anna Henrietta! ¡Y para demostrar mejor mi lealtad, juro mandar que pinten en mi escudo una garza y luchar de incógnito durante un año, escondiendo mi nombre y pabellón y haciéndome llamar el Caballero de la Garza Blanca! ¡Salud a nuestra señora la condesa!
– ¡Salud! ¡Suerte! ¡Viva! ¡Viva nuestra señora!
Anarietta agradeció con un leve ademán de su cabeza decorada con una diadema de diamantes. Llevaba tantos diamantes con ella que sólo con pasar al lado ya hubiera arañado el cristal. Junto a ella estaba sentado Jaskier, riéndose como un tonto. Un poco más allá, entre dos matronas, estaba sentado Emiel Regis. Iba vestido con un caftán de terciopelo negro con el que tenía aspecto de vampiro. Servía a las matronas y las entretenía con su conversación, que ellas escuchaban fascinadas. Geralt cogió un cuenco con una perca cubierta de perejil, sirvo a Fringilla Vigo, que estaba sentada a su izquierda, vestida con un traje de atlas violeta y un hermosísimo collar de amatistas que se disponía graciosamente sobre su escote. Fringilla, observándolo por debajo de sus negras pestañas, alzó la copa y sonrió enigmáticamente.
– A tu salud, Geralt. Me alegro de que nos hayan sentado juntos.
– Antes que acabes, no te alabes. -Le devolvió la sonrisa; estaba, al fin y al cabo, de buen humor-. Apenas ha comenzado el banquete.
– Al contrario. Lleva ya lo suficiente como para que me lances un piropo. ¿Cuánto voy a tener que esperar todavía?
– Eres extraordinariamente hermosa.
– ¡Tranquilo, tranquilo, con más moderación! -Sonrió, y él hubiera jurado que de todo corazón-. A esta velocidad da miedo pensar adonde podemos llegar antes de que termine el banquete. Comencemos por… Hum… Di que tengo un vestido muy bonito y que me sienta muy bien el violeta.
– Te sienta muy bien el violeta. Aunque a mí, lo reconozco, me gustabas más de blanco.
Geralt distinguió un desafío en sus ojos color esmeralda. Le dio miedo aceptarlo. Su buen humor no llegaba hasta ese punto.
Enfrente habían puesto a Cahir y Milva. Cahir estaba sentado entre dos nobles damiselas muy jóvenes, probablemente baronesas, que no paraban de gorgojear. Por su parte, la arquera hacía compañía a un caballero viejo, sombrío y taciturno como una piedra que tenía el rostro lleno de cicatrices de viruela. Algo más allá estaba sentada Angouléme, metiendo bureo entre los jóvenes caballeros andantes.
– ¿Y esto qué es? -gritó levantando un cuchillo de plata con la mano.
– Tales cuchillos son de uso en Beauclair -aclaró Fringilla- desde los tiempos de la condesa Carolina Roberta, abuela de Ana Henrietta. A Caroberta la ponía negra que durante los banquetes los invitados anduvieran hurgándose en los dientes con los cuchillos. Y con un cuchillo con la punta redondeada no hay forma de hurgarse.
– No hay forma. -Angoúleme se mostró de acuerdo, al tiempo que hacía una mueca picara-. ¡Por suerte nos han dado también los tenedores!
Fingió que se llevaba el tenedor a los labios, ante la amenazadora mirada de Geralt lo dejó. El caballerete que se sentaba a su derecha se rió con un vibrante falsete. Geralt tomó una cazuela de pato en aspic, sirvió a Fringilla. Vio cómo Cahir se partía en dos y hasta en tres para satisfacer los deseos de las baronesas, las cuales, por su parte, le miraban como si fuera el arco iris. Vio cómo los caballeros jóvenes remolineaban en torno a Angouléme, compitiendo en servirle las viandas y estallando en risas con sus bromas tontas.
Vio cómo Milva deshacía un pedazo de pan, mirando al mantel. Fringilla parecía leer sus pensamientos.
– Mal ha caído -susurró, inclinándose hacia él- tu compañera la de pocas palabras. En fin, tales cosas pasan al poner la mesa. El barón de Trastámara no peca de cortesía. Ni de elocuencia.
– Puede que hasta sea lo mejor -respondió Geralt en voz baja-. Un afectado cortesano hubiera sido peor. Conozco a Milva.
– ¿Estás seguro? -Le lanzó una rápida mirada-, ¿Y no será que la mides con tu propia vara? La cual, hablando en plata, es bastante cruel.
Él no respondió, en vez de ello le sirvió vino. Y reconoció que ya era hora de aclarar cierta cuestión.
– Eres una hechicera, ¿verdad?
– Verdad -reconoció, enmascarando estupendamente su asombro-. ¿Cómo lo has reconocido?
– Percibo el aura. -No entró en detalles-. Y tengo experiencia.