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– Para que todo quede claro -dijo al cabo-. No era mi intención engañar a nadie. Sin embargo, no tengo obligación ninguna de ir mostrando mi profesión ni de ponerme un gorro picudo ni un manto negro. ¿Para qué van a tener que asustar a los niños conmigo? Tengo derecho al incógnito.

– No lo niego.

– Estoy en Beauclair porque aquí se encuentra la mayor y más rica biblioteca del mundo conocido. Aparte de las de las universidades, se entiende. Pero las universidades guardan celosamente el acceso a sus estanterías y aquí yo soy pariente y amiga de Anarietta y puedo hacer todo lo que quiera.

– Qué envidia.

– Durante la audiencia Anarietta sugirió que la librería puede guardar alguna pista útil para ti. No te dejes engañar con su exaltación teatrera. Ella es así. Y lo de que encuentres algo en los libros por supuesto que no se puede descartar, bah, hasta es muy posible. Basta con saber el qué y dónde buscar.

– Por supuesto. Nada más.

– El entusiasmo de tus respuestas ciertamente eleva el espíritu y anima a continuar la conversación. -Entrecerró los ojos-. Me imagino el motivo. No confías en mí, ¿no es cierto?

– ¿Un poco de ganga?

– ¡Juro por la garza! -Un joven al final de la herradura se levantó y se cubrió un ojo con una banda que le tendió su vecina en la mesa-. ¡Prometo no quitarme esta banda mientras no sean exterminados del todo los bandoleros del paso de Cervantes!

La condesa mostró su satisfacción con una señorial inclinación de su diadema poblada de brillantes.

Geralt contaba con que Fringilla no iba a seguir con el tema. Se equivocaba.

– No me crees ni confías en mí -dijo-. Me has dado un golpe doblemente doloroso. No sólo dudas de que quiera ayudarte sinceramente, sino que además no crees que pueda. ¡Oh, Geralt! Me has herido hasta el fondo de mi orgullo y mi altiva ambición.

– Escucha…

– ¡No! -Alzó el tenedor y el cuchillo como si le amenazara con ellos-. No te justifiques. No soporto a los hombres que se justifican.

– ¿Y qué tipo de hombres soportas?

Entrecerró los ojos, pero todavía sujetaba los cubiertos como si fueran puñales dispuestos a atacar.

– La lista es larga -dijo despacio- y no quiero aburrirte con los detalles. Sólo te contaré que en ella ocupan un lugar muy alto aquellos hombres que, por su amada, están dispuestos a ir al fin del mundo, sin vacilar, despreciando el riesgo y el peligro. Y no renuncian ni siquiera aunque parezca que no tienen posibilidad de éxito.

– ¿Y las otras posiciones en la lista? -no pudo contenerse-. ¿Los otros hombres que te gustan? ¿También están locos?

– ¿Y qué es la verdadera masculinidad -meneó la cabeza burlona-, sino una mezcla en las proporciones adecuadas de estilo y locura?

– ¡Señoras y señores, barones y caballeros! -gritó el chambelán Le Goff en voz alta al tiempo que se levantaba y elevaba con las dos manos una gigantesca copa-. En estas circunstancias me permito realizar un brindis: ¡a la salud de su serenísima señoría la condesa Anna Henrietta!

– ¡Salud y felicidad!

– ¡Hurra!

– ¡Que viva! ¡Viva!

– Y ahora, señoras y señores. -El chambelán depositó la copa, hizo un gesto festivo hacia los lacayos-. Ahora… ¡Magna Bestia!

En una cazuela que tenían que transportar en una especie de andas cuatro criados, entró en la sala un gigantesco asado que embargó todo de un aroma maravilloso.

– ¡Magna Bestia! -estallaron en coro los comensales-. ¡Hurra! ¡Magna Bestia!

– ¿Qué puta bestia otra vez? -Angouléme expresó su inquietud en voz alta-. No voy a comer mientras no me entere de lo que es.

– Es un ciervo -le aclaró Geralt-. Un asado de ciervo.

– Y no de cualquiera -habló Milva, carraspeando-. El venao tenía como siete arrobas.

– Tontunas. Siete arrobas y cuarenta libras -dijo con voz ronca el aviruelado barón sentado a su lado. Fueron las primeras palabras que había soltado desde el principio del banquete.

Puede que aquél hubiera sido el principio de una conversación, pero la arquera enrojeció, clavó los ojos en el mantel y continuó desmigando el pan. Pero Geralt se había tomado en serio las palabras de Fringilla.

– ¿Acaso fuisteis vos, barón -preguntó-, quien abatió a este enorme venado?

– No yo -negó el aviruelado-. Mi yerno. Un tirador de lujo. Mas esto es plática de hombres, por así decirlo… Disculpad. No hay por qué aburrir a las damas…

– ¿Y con qué arco? -preguntó Milva, aún mirando el mantel-. A seguro que no menos que uno de setenta.

– Laminado. Capas de tejo, acacia y fresno, atadas con tendones – respondió con voz lenta el barón, a todas luces sorprendido-. Tensado doblemente con un zefar. Setenta y cinco libras de fuerza.

– ¿Y tensión?

– Veintinueve pulgadas. -El barón hablaba cada vez más lentamente, se diría que escupía cada palabra.

– Verdadera máquina -dijo Milva con serenidad-. Con esto se tira a un ciervo hasta a cien pasos. Si el tirador es de veras bueno.

– Yo -gruñó el barón como un poco picado- acierto a veinticinco pasos, por así decirlo, a un faisán.

– A veinticinco -Milva alzó la cabeza- yo acierto a una ardilla.

El barón carraspeó, excitado, sirvió presto bebida y comida a la arquera.

– Un buen arco -murmuró- no es más que la mitad del éxito. Pero no menos importante es, por así decirlo, la calidad del tiro. Advertid, mi señora, que según mi parecer, el tiro…

– ¡Salud a su señoría Anna Henrietta! ¡Salud al vizconde Julián de Lettenhove!

– ¡Salus! ¡Vivant!

– … y ella le puso el culo -terminó Angouléme otra de sus estúpidas anédotas. Los jóvenes caballeros estallaron en risas estruendosas. Las baronesas llamadas Queline y Ñique escuchaban las historias de Cahir con la boca abierta, los ojos brillantes y las mejillas ardientes. En la mesa principal, toda la alta aristocracia escuchaba las predicas de Regis. Hasta Geralt -pese a su oído de brujo- apenas llegaban algunas palabras aisladas, aunque se dio cuenta de que estaban hablando de fantasmas, estriges, súcubos y vampiros. Regis gesticulaba con un tenedor de plata y probaba que el mejor remedio contra los vampiros es la plata, metal cuyo mínimo contacto era fatal para el vampiro. ¿Y el ajo?, preguntaron algunas damas. El ajo también es efectivo, reconoció Regis, aunque es problemática compañía, puesto que huele muy mal.

En la galería tocaba bajito una orquesta los rabeles y los caramillos, los acróbatas, malabaristas y tragafuegos alardeaban de su arte. El bufón intentaba hacer reír, pero no le llegaba ni a los talones a Angouléme. Luego apareció un osero con su oso y el oso, para general regocijo, se cagó en el suelo. Angouléme se entristeció y se apagó: era difícil competir con algo como aquello.

La condesa de picuda nariz se enfureció de improviso, a causa de alguna palabra descuidada uno de los barones perdió el favor y se fue a la torre bajo escolta. Pocos hubo que -aparte del propio interesado- se preocuparan con este asunto.

– Tú no te vas a ir tan rápido de aquí, incrédulo -dijo Fringilla Vigo, balanceado una copa-. Aunque lo que más te gustaría es irte ya andas con tendesmo, no lo conseguirás.

– Por favor, no me leas la mente.

– Perdona. Tus pensamientos eran tan fuertes que los leí sin quererlo.

– No te haces una idea de cuántas veces he oído esto ya.

– No te haces una idea de lo que sé. Por favor, come alcachofas, son muy sanas, le vienen bien al corazón. El corazón es un órgano muy importante para el hombre. El segundo en lo que concierne a su importancia.

– Pensaba que lo más importante son el estilo y la locura.

– Los atributos del espíritu deben ir emparejados con los valores del cuerpo. Esto da la perfección.

– Nadie es perfecto.

– Eso no es argumento. Hay que intentarlo. ¿Sabes qué? Creo que voy a pedirte esas gangas.